El trabajo de la tierra también se hizo más eficiente y rápido. El viejo arado de madera fue reemplazado desde la segunda mitad del siglo XIX con el arado de fierro o gualeta (vertedera), que permitió a los agricultores romper y preparar la tierra para labores más profundas y anchas63.
El desarrollo del cultivo del trigo obligó a que se consolidara desde la segunda mitad del siglo en adelante la construcción de graneros, principalmente en el valle de Aconcagua, lugar que concentraba la mayor producción de ese cereal en la zona64. En ella los primeros molinos se empezaron a alzar en La Ligua desde 1845. El avance tecnológico que debió ser inducido por el largo ciclo cerealero fue, en cambio, muy modesto. Para 1873 el Anuario Estadístico dio cuenta de la existencia en el departamento de San Felipe de 152 máquinas entre trilladoras, segadoras y para aprensar, cantidad reducida si se considera que el cultivo del trigo cubría alrededor del 30 por ciento de la superficie agrícola total del valle de San Felipe. Como el mayor número de máquinas aparece ligado al cultivo de la vid, del cáñamo y de la alfalfa, y a la chacarería, cabe concluir que la demanda laboral estaba sobradamente satisfecha por una mano de obra abundante y barata65.
Por último, en la producción de pisco en los valles de Copiapó, Elqui y Limarí debe recordarse que la introducción de alambiques de destilación data de 1844. Estos, al desplazar a las alquitaras, transformaron la productividad de la vitivinicultura. También constituyó una innovación de importancia la introducción de vasijas de madera, de vendimiadoras, de prensas y de bombas para el trasiego de los caldos.
LA AGRICULTURA EN CHILE CENTRAL
CARACTERÍSTICAS DE LA PROPIEDAD
La propiedad agrícola en la zona central de Chile fue resultado, al igual que en el Norte Chico, de cientos de años de configuración y reconfiguración. En el periodo 1826-1881 se puede observar desde la cuenca de Santiago hasta el espacio de Ñuble-Biobío una evolución bastante singular de la propiedad agrícola en la que factores políticos, económicos, jurídicos y sociales confluyeron en su mantención y transformación. Carmagnani, Góngora y Bengoa han sostenido que la propiedad fue el baluarte a partir del cual el Estado mantuvo su poder, en un primer momento a través de los grupos dirigentes locales, que desde la segunda mitad del siglo fueron desplazados por la elite capitalina, proyectando y sustentando esta última su poder político y económico. Por cierto, no se puede pasar por alto dicha observación, pero tampoco cabe dejar de lado que la estructura de la propiedad indirectamente aseguró un grado de estabilidad tal, que permitió un continuum en el desarrollo político gubernativo.
La propiedad agraria en Chile central recibió diferentes nombres, dependiendo de su estructura y tamaño: hacienda, fundo, chacra y quinta. A pesar de los diversos tamaños, se produjo tempranamente, y como consecuencia de la evolución colonial, un claro predominio de la gran propiedad en el valle longitudinal. Esto, en líneas generales, se mantuvo sin mayores variaciones hasta mediados del siglo XIX. Posteriormente, al compás de los diferentes impulsos externos e internos, se fue generalizando la subdivisión, la cual, si bien no fue homogénea en todo el territorio, muestra los cambios que se estaban produciendo en la sociedad chilena, en una doble dimensión política y económica.
Existe un amplio consenso entre los historiadores en que la gran propiedad fue la preponderante durante el siglo XIX en la zona central. Se ha puesto énfasis en que la vigencia de los mayorazgos hasta la década de 1850 favoreció tal fenómeno, pero, dado el limitado número de estos, es innegable que tuvieron especial importancia otros factores que, como la distancia de los predios a los puertos o a los mercados, el sistema de crédito y la falta de reales incentivos económicos, influyeron en la mantención de la gran propiedad. Además de la exvinculación de los mayorazgos, que permitió la división de varios predios en las zonas norte y central del país —proceso que, como lo subrayaron Borde y Góngora, fue marginal66—, la fragmentación del agro fue acelerada por la aplicación de las normas sucesorias, primero según el viejo derecho castellano y, después de 1857, con la vigencia del Código Civil, cuyas disposiciones no diferían demasiado de las anteriores, pero que en materia de propiedad raíz estaban apoyadas en un sistema de inscripción que le dieron solidez y publicidad al dominio inmueble. También facilitaron el cambio de la propiedad raíz las regulaciones sobre hipotecas y el desarrollo de sistemas crediticios que se fueron haciendo cada vez más formales, con la participación de bancos. Para Borde y Góngora, una parte de la explicación del proceso de fragmentación puede encontrarse en el aflojamiento de las estructuras familiares y en la pérdida de valor simbólico del patrimonio territorial67.
Es probable que lo más determinante en la división predial fuera la apertura de los mercados de California, primero, y de Australia, a continuación, que le dio un sorprendente impulso al cultivo cerealista y a la industria molinera. Con ser breve ese periodo, la apertura del mercado europeo aseguró un nuevo auge al cultivo del trigo. Se debe tener presente que, en forma contemporánea, el desarrollo minero y el de la industria de la fundición, unidos al crecimiento de Santiago y Valparaíso, aceleraron el aumento de una demanda interna capaz de compensar los vaivenes de la externa. Todo esto significó un cambio manifiesto en la agricultura chilena, dirigido a modernizar las técnicas en los cultivos. El veloz incremento del valor de la tierra aconsejó muy a menudo la venta de partes de un predio, lo que, además de facilitar la administración del retazo restante, permitió la capitalización del agricultor. El aumento del precio de las propiedades agrícolas estimuló en la zona central hacia 1840 el cierre de las mismas con alambradas, cercos de zarzamora y zanjas profundas, sistema este último que se mantuvo en boga hasta el siglo XX en Chiloé68.
Es necesario recalcar que el tamaño de la propiedad en Chile central fue bastante más variado que el sugerido por la historiografía. Esto se explica por la necesidad de considerar las características de la tierra, en particular la naturaleza del suelo, si este es de rulo o es de riego, las posibilidades de regadío y la situación latitudinal y longitudinal de la propiedad. Parece evidente, por ejemplo, que un predio con un sector bajo riego y con otro con reales aptitudes para ser regado debía ser más posible de dividir que otro de secano e impedido, por las limitaciones técnicas de la época, de ser puesto bajo riego. Las notorias diferencias entre las grandes y las pequeñas propiedades del valle central ofrecen, pues, una fisonomía histórica marcada por múltiples variables.
Desde muy temprano es posible documentar la existencia de la mediana y pequeña propiedad en las zonas costeras. Desde Pichilemu hasta aproximadamente Chanco no fue un fenómeno aislado la presencia de terrenos que fluctuaban entre las 10 y las 100 hectáreas. Lo contrario ocurrió en la precordillera y en la alta cordillera andina, en donde, por obvias razones topográficas y climáticas, la gran propiedad fue preponderante. La familia Urrutia, oriunda de Concepción, pero con vinculaciones en Maule, poseía hacia 1830, por herencia colonial, amplios terrenos frente a Longaví y Parral, que en promedio sobrepasaban las 59 mil 797 cuadras y que solo entrado el decenio de 1840 comenzaron a dividirse69. A la gran hacienda Longaví, con todo, se le estimó una renta de seis mil pesos anuales, en tanto que a la chacra Bellavista, de Antonio Hermida, de 700 cuadras en Ñuñoa, inmediata a Santiago, se le calculó una renta de siete mil pesos al año70. La chacra de Francisco Fontecilla, de 140 cuadras en Ñuñoa, quedó en el catastro de 1833 con tres mil pesos de renta estimada, al igual que la extensa hacienda Chacabuco —“cuadras, se ignora”—, de Antonio Aránguiz, en la parroquia de Colina71.
Considerando el valle longitudinal como punto central de nuestro análisis, hacia 1830 el tamaño y dominio de la propiedad agrícola, con pequeñas variaciones, fue casi la misma que se presentó a fines del régimen monárquico. La elite decimonónica fue la gran propietaria de la tierra de los valles centrales de Chile en el siglo XIX. El catastro de 1833 y el rol de contribuyentes de 1854 muestran un predominio nominal de las familias de la elite en las propiedades de las provincias de Valparaíso, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Curicó, Talca