El silencio, camino a la sabiduría. Rosana Navarro. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rosana Navarro
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788418307867
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para que buscara otras posibilidades profesionales, pues no estaba dispuesta a pasar mi vida de esa forma, necesitaba formarme, estudiar para tener otras opciones. Hablé con mi padre para contarle cómo me sentía y qué era lo que yo quería; a pesar de que el dinero era necesario en casa me apoyó en mi decisión, así que me marché de esa empresa. Lo primero que hice fue apuntarme a una academia nocturna para estudiar secretariado, ¡como la mayor parte de las chicas que decidían estudiar! Luego, para poder pagarme los estudios busqué un trabajo en otra confección, en esta ocasión clandestina, como muchas otras de la ciudad. La jornada laboral era de once horas diarias también, aunque nos pagaban a destajo, lo que quería decir que aunque hiciésemos la jornada completa, si la producción había sido menor por circunstancias ajenas a nosotras, tampoco cobraríamos. Afortunadamente, un año después y tras haber obtenido mi título de secretariado, fui entrevistada en una asesoría para cubrir el puesto de auxiliar administrativa, y aunque finalmente no fui seleccionada para este empleo, me consiguieron uno similar en otra empresa afín a ellos. Este fue mi primer trabajo como secretaria, tenía veinte años y me sentía muy feliz por haberlo conseguido. Ahora trabajaría en una «oficina», tendría un buen «horario», ¡además de una buena imagen!

      Esta parte de mi vida no ha sido ni mejor ni peor que cualquier otra, sencillamente forma parte del trayecto gracias al cual crezco cada día. Cada individuo evoluciona de manera distinta, la vida nos ofrecerá las armas para hacerlo y la elección final dependerá de cada uno de nosotros, solo hay que estar dispuesto a ello abriendo los brazos a lo que es.

      CAPÍTULO DOS

      LA OSCURIDAD

      Había transcurrido más de un año desde mi separación, y en ese momento mi dedicación a la preparación de las oposiciones era total. El tener la custodia compartida de mis hijos, aunque fue muy dolorosa en un primer momento, tenía su parte positiva porque podría dedicar más tiempo a formarme, de este modo, tendría más oportunidades de trabajo, o eso pensaba en un principio. En aquel momento mi madre ya estaba bastante despistada debido a la enfermedad que padecía. Habían pasado cinco años desde que mi padre nos había dejado debido a un cáncer, él era quien se encargaba de gestionar todo en su casa, por lo que a su muerte fui yo quien se hizo cargo del control de todo lo concerniente a mi madre, documentación, temas económicos y cuidados. Al principio solo necesitaba ser vigilada sutilmente desde la distancia, puesto que todavía era bastante autónoma y se las arreglaba bastante bien para vivir sola. Siempre había sido una mujer muy activa y trabajadora, por lo que en los años en los que el alzhéimer todavía no era demasiado evidente vendría a ayudarme con los niños y con las tareas de casa, aunque poco a poco empezaría a perder facultades que jamás volvería a recuperar. Después, y debido a ello, sería yo quien le diría que me ayudara con la intención de mantenerla lo más activa posible, al menos en lo que ella mejor sabía hacer, es decir, las tareas domésticas. Por lo que todas las mañanas le pedía que viniera a casa, si bien esta ayuda ya no era tal, ya que muchas cosas las hacía al revés o simplemente no sabía, pero lo elemental sería mantener su autoestima y frenar su dolencia en la medida de lo posible. Pero desgraciadamente la enfermedad avanzaba y la vigilancia que yo tenía que ejercer sobre ella era cada vez mayor, condicionando mi vida como cuidadora. Sin duda, se trata de una situación difícil de manejar, ya que el desgaste psicológico es importante además del sentimiento de culpabilidad que siempre existe entorno a ello. Conforme se acercaba la fecha del examen, el tiempo que debía dedicar a su preparación era cada vez mayor, pero había responsabilidades que no podía eludir, como la de mis hijos y todo lo relacionado con mi madre. Para entonces se había convertido en una mujer totalmente indefensa frente al mundo, una niña mayor que no podía afrontar la vida diaria, viéndose el miedo y la inseguridad que ello le producía reflejado en su mirada y, aunque a veces descargaba en mí toda la impotencia que esto le generaba, me necesitaba tanto como mis hijos.

      La dificultad para dedicarme por completo a los estudios debido a estas circunstancias me iba consumiendo poco a poco, al igual que la obligación de atender todo lo que a mi cargo se encontraba, por consiguiente, mi cuerpo empezó a experimentar la presión a la que estaba sometida y que yo misma me exigía diariamente. Fue entonces que la ansiedad apareció de nuevo en mi vida, pues la había sufrido hacía algunos años en un momento difícil de mi matrimonio. La debilidad y el sufrimiento se apoderaron de mí, la sensación de no poder respirar empezó a acompañarme diariamente, seguida de mareos que amenazaban con un desvanecimiento en medio de la calle, sudores fríos y temblores que me dejaban todos los músculos del cuerpo doloridos y un rostro que manifestaba la amargura que existía en mi interior claramente. Únicamente conseguía tranquilizarme cuando mi mente estaba ocupada con los estudios, el resto del tiempo sería una lucha continua para no ser abatida por todos estos síntomas, una batalla contra mis propios pensamientos. Como era natural, el médico dedujo que se trataba de los nervios del examen, así que me recetó un ansiolítico suave que me tranquilizara hasta que pasara este, sin embargo, lo que verdaderamente necesitaba en ese instante era cambiar algunos hábitos y delegar responsabilidades para poder dedicar más tiempo a estudiar, debía aceptar que yo no podía hacerme cargo de todo, por mucho que le doliera al ego. Lo primero que hice fue solicitar una plaza en el centro de día de alzhéimer de la ciudad, allí estaría mejor atendida con personal especializado. Seguidamente hablé con mis hermanos sobre cómo me sentía y del claro empeoramiento de nuestra madre, por lo que finalmente uno de ellos se encargó de ella todo el mes de agosto para que yo pudiera recuperarme.

      Con respecto al centro de día donde acudiría mi madre, la trabajadora social me informó de que el tiempo de adaptación vendría a ser de unos meses y que habría que tener paciencia, aunque nunca se está preparado para este tipo de experiencias. Es difícil olvidar el primer día que vinieron a recogerla, mi madre y yo esperábamos en la calle, junto a su casa, lugar al que acudiría la Cruz Roja. Cuando llegó aparcó enfrente de donde nos encontrábamos y el conductor bajó de la ambulancia para presentarse, de repente el rostro de mi madre empezó a cambiar al tiempo que este se acercaba a nosotras, no sé exactamente qué pasaría por su mente, pero se sintió amenazada y huyó corriendo. Fuimos tras ella hasta alcanzarla y con mucha paciencia conseguimos traerla de vuelta, convenciéndola finalmente para que subiera al autobús, no sin que descargara en mí toda su rabia al pasar por mi lado , dándome un fuerte golpe con el codo en el estómago. En ese momento me sentí morir, el sentimiento de culpabilidad que tenía por haber decidido llevarla a un centro de día me mataba, sentía como si la estuviera abandonando, así pues pasaría mucho tiempo antes de dejar de preguntarme si había hecho lo correcto. En un principio era yo quien la acompañaba todas las mañanas hasta la parada de autobús donde la recogía la ambulancia, e iba a buscarla todas las tardes al mismo lugar a las seis, después paseábamos un rato si el tiempo lo permitía y en caso contrario la acompañaba a su casa. En algunas ocasiones la dejaba ir sola vigilándola desde la distancia hasta entrar en su domicilio, luego, más tarde, la llamaba por teléfono para comprobar que estaba en casa, pues tenía la costumbre de pasear sola por el barrio, como siempre había hecho con sus vecinas en el pasado. Continuamos con esta rutina hasta que fue publicada la fecha del examen, fue entonces que definitivamente contratamos a una cuidadora para que se encargara de acompañarla antes y después del centro de día, además de para controlar todas las necesidades personales en casa. Por supuesto, yo era su punto de referencia, su cuidadora principal, su hija y su madre a la vez, y por lo tanto cualquier persona externa que entrara en su casa para ayudarla sería una intrusa, una amenaza además de un abandono por mi parte, así que como era de esperar, la adaptación a tanto cambio no fue sencilla e intentó defenderse de la persona que había invadido su espacio sin ella haber dado su consentimiento con uñas y dientes. La cuidadora disponía de llaves de su domicilio para entrar en caso de que no le abriese la puerta, como ocurría casi todos los días, pero cuando mi madre se percató de que las tenía, se las ingenió para bloquear la puerta con una silla, de esta forma evitaba su entrada. Cuando todo esto ocurría, la señora me llamaba por teléfono pidiéndome que acudiera lo antes posible y una vez allí abría la puerta como podía empujando la silla lo suficiente para poder meter el brazo y apartarla. Mi madre, al verme, se sentía más amenazada todavía, así que reaccionaba con agresividad, llegando a utilizar la silla de parapeto para que no pudiera acercarme a ella. Luchaba con todas sus fuerzas por defenderse de lo que ella consideraba un peligro en su propia confusión. A veces conseguía