El silencio, camino a la sabiduría. Rosana Navarro. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rosana Navarro
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788418307867
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leer El cerebro, de C. U. M. Smith, y lo mucho que me gustaba descubrir el conocimiento que en él se hallaba. Y así pasaría las horas, pues ahora puedo comprender que aprender era lo que verdaderamente me atraía, ya que gastar gran parte de mi tiempo en limpiar me consumía. Entonces, de repente miraba el reloj y me daba cuenta de que mi madre estaba a punto de llegar sin haber realizado nada de lo que me había pedido, así que sin perder ni un minuto me ponía en pie, cogía la escoba o el mocho y empezaba a limpiar a toda velocidad para que no se diera cuenta, aunque nunca lo conseguía. Así que cuando llegaba y veía todo patas arriba se enfadaba mucho conmigo, pues ahora entiendo que ella misma ya venía cansada de hacerlo en otras casas. A veces, si tenía suerte, solo me gritaba, otras me tiraba la zapatilla y en alguna ocasión me persiguió con el palo de la escoba. De esta forma seguí el curso que la vida me había marcado en ese momento, aprendiendo a bordar y a coser sin cuestionarme siquiera si eso era lo que yo quería. Un tiempo después realicé pequeños trabajos que algunas vecinas me solicitaban, como bordar el ajuar de las hijas, al igual que el mío propio. En aquella época las madres compraban a sus hijas lo que sería la dote para la boda futura a partir de los doce o trece años, el cual estaría compuesto por ropa de cama, paños de cocina, toallas, etc., normalmente confeccionados con grandes bordados artesanales que costarían una verdadera fortuna, obligando a las familias más humildes a realizar verdaderos sacrificios para poder pagarlos, incluso a renunciar a necesidades básicas. Se trataba de una costumbre cultural, como tantas otras, por las que somos condicionados, dirigidos y ahogados, y a las que no contradeciremos por el temor profundo que sentimos en todo momento al cambio y a lo desconocido.

      A la edad de quince años conseguí una faena, mal pagada y bastante monótona, confeccionando en casa con una máquina de coser vieja que mi tía, la cual era modista, me había regalado al comprar otra nueva. El trabajo me lo proporcionaba una de las innumerables fábricas de confección de la ciudad que lo repartía a mujeres en su domicilio pagando precios irrisorios, situación que sería aceptada por la sociedad en general sin cuestionarlo. Un año después, el jefe me ofreció ir a la fábrica y, aunque mi padre me aconsejó que no lo hiciera, yo le respondí que quería vivir esa experiencia y aprender de ella, palabras que todavía resuenan en mi cabeza, pues fue el inicio de un deseo de crecer que tan solo podía provenir de lo más profundo de mi ser. Mi padre sabía muy bien de lo que hablaba, trabajaba en una fábrica de textil como tejedor y en absoluto le gustaba, aunque jamás se atreviera a decirlo alto y claro, como tampoco se atrevería a desear algo distinto. Su experiencia había limitado la libertad para poder percibir su verdad, y la responsabilidad de tener que mantener una familia aumentaba el miedo a moverse desde donde se encontraba. Buscamos seguridad allí donde no existe, pues en verdad tan solo está en nosotros, y esta búsqueda incesante, llámese empleo, relación sentimental u otros, nos atará a situaciones que en verdad no queremos, pero con las que nos resignaremos, pues el temor a soltarlas será mil veces más angustioso que nuestros verdaderos deseos. Pero la inquietud que nos acompaña diariamente y que forma parte de nuestras vidas no es sino la desconexión que sufrimos de nuestro verdadero yo, al que no podemos acceder por desconocimiento del mismo. Así, de forma inconsciente, inventaremos infinidad de pretextos para argumentar todo aquello que en el fondo sabemos que no forma parte de nosotros, y así pasaremos los años, uno tras otro, caminando por una vía paralela a la que realmente deseamos, ladeando la cabeza para contemplarla de vez en cuando con expresión desoladora al advertir que no somos capaces de cruzar, después sencillamente trataremos de olvidar lo que habremos sentido simulando que todo va bien.

      Esta empresa donde comencé a trabajar del sector textil, una cualquiera de las decenas existentes en mi ciudad en aquella época, no tenía las condiciones adecuadas para ello, se parecía más a un zulo que a una fábrica. Se encontraba en la parte antigua de la ciudad, debajo de un viejo puente por el que pasaba un pequeño río y rodeada de fábricas y casas derruidas, las cuales habían formado la zona industrial más importante de esta ciudad en el pasado, desaparecida en la actualidad. El camino para acceder a ella era realmente tétrico, sobre todo de noche. Se trataba de una nave pequeña, sucia y destartalada. Habría aproximadamente cuatro telares, una cortadora de sierra y una gran plancha de vapor. La fabricación de prendas de vestir que allí se realizaba era bastante baja de calidad, y por regla general, el tejido salía de los telares dos o tres centímetros más corto de lo que debiera, así que este se estiraría todo lo posible, por orden del jefe, hasta llegar a la talla correspondiente, acabando por encogerse de nuevo una vez terminadas las prendas en cuestión. Así que hacer malabarismos a la hora de cortar y confeccionar el tejido era la forma de trabajo más normal que allí se realizaba. Todavía puedo sentir el olor nauseabundo a gasóleo que desprendía la fábrica, sobre todo cuando me tocaba sacarlo con una bomba manual desde un gran bidón, para depositarlo después en un cubo y seguidamente verterlo en la caldera de la plancha. El cuarto donde nos cambiábamos era diminuto, prácticamente no podíamos movernos entre el banco donde nos sentábamos para cambiarnos y las taquillas donde guardábamos nuestros neceseres. De vez en cuando alguna rata de tamaño considerable venía a darnos los buenos días, por este motivo, los tejedores colgaban la bolsa del desayuno en los telares, para evitar que se lo comieran. En una ocasión una compañera olvidó un trozo de pan en el bolsillo del babi, así que al día siguiente, cuando entramos temprano por la mañana, el bolsillo había desaparecido y en su lugar había un tremendo agujero, por supuesto, el trozo de pan ya no estaba. El aseo estaba realmente sucio además de oler muy mal, había un pozo ciego dentro de él separado por una puerta oxidada que nadie se atrevía a tocar, así que yo intentaba entrar lo menos posible, aunque sería tarea difícil, pues mi horario laboral era de once horas diarias. Las condiciones de trabajo tampoco eran muy buenas, y en muchas ocasiones el jefe no nos trataba con demasiado respeto, pues nos gritaba e insultaba cuando así lo consideraba, llegando a lanzar algún objeto en alguna ocasión y también a utilizar la humillación. Pero ese comportamiento se aceptaba como algo natural, nadie decía nada, estaba claro que el miedo hablaba por los trabajadores. Al cabo de un año me pusieron a cargo de la sección de corte, el jefe había estipulado a cada trabajador la realización de una cantidad determinada de prendas a la hora, en mi caso debía preparar y cortar la cantidad de treinta por hora, lo que hacía un total de trescientas treinta al final de la jornada. Poco importaba si surgían problemas con el tejido o cualquier otra circunstancia, si no se llegaba a dicha cantidad se volvía loco gritando y amenazando. Como era una persona que no entraba en razón, decidí que el día que pudiera cortar más prendas de las estipuladas, las escondería en una caja situada debajo de mi mesa de trabajo para utilizarlas en aquellos días que pudieran surgir problemas y no pudiera llegar a la cantidad exigida. Este plan funcionó hasta que la encargada lo descubrió y se lo contó al jefe, por lo que este salió encendido de su despacho y me pidió explicaciones, entonces hizo cálculos con las prendas sobrantes y a partir de ese día me exigiría esta cantidad de más diariamente. Como esto era tarea imposible debido a la mala calidad de los tejidos, decidió entonces presionarme para lograr su propósito. Se le ocurrió la brillante idea de sentarme en una silla en medio de la fábrica durante una hora todos los días, con el único propósito de humillarme, porque según él no llegaba a la producción exigida intencionadamente. El primer día que me obligó a ello no sabía muy bien qué estaba pasando ni cómo reaccionar, aunque evidentemente sentía que nada de eso era correcto. Más tarde, cuando llegué a casa se lo conté a mi padre, el cual era un ferviente luchador de los derechos de los trabajadores, y me aconsejó lo que debía hacer en caso de que volviera a suceder. Efectivamente, al día siguiente, una hora antes de terminar la jornada laboral, se dirigió a mí y con tono prepotente me ordenó que me volviera a sentar en la silla, pero en esa ocasión me negué, no se lo esperaba y ante mi negación se quedó perplejo sin saber qué decir, luego le miré fijamente y le expliqué que si él consideraba que yo debía aumentar la producción del día, la solución sería traer un cronometrador oficial de un sindicato para poder determinar la cantidad exacta de prendas a la hora. De repente empezó a ponerse muy pálido, tenía el rostro desencajado y sin decir ni palabra agachó la cabeza y se marchó. Unos días más tarde mi padre le hizo una visita inesperada, lo cogió por sorpresa para advertirle sobre el trato vejatorio que había utilizado contra mí, recordándole que la fábrica no contaba con las condiciones necesarias para poder estar abierta y que en caso de una inspección el informe sería muy desfavorable. A partir de aquel día se dirigió a mí siempre con respeto. Por otra parte,