Ética aplicada desde la medicina hasta el humor. Adela Cortina. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Adela Cortina
Издательство: Bookwire
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Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789561425026
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en las redes que las especies establecen entre ellas y con su ambiente abiótico circundante, ya que ese contexto es el que determina sus características funcionales.

      De esa forma, la ecología —en tanto disciplina biológica— amplió la conciencia sobre la relacionalidad propia del medioambiente natural, que no solo establece lazos entre plantas y rocas, animales y gases atmosféricos, microorganismos y océanos, sino que también involucra activamente al ser humano. Por este motivo, enfatizó la importancia de estudiar sistemáticamente la influencia antrópica en los equilibrios ecológicos.

      Si la ecología se comprendiera exclusivamente como una dimensión descriptiva, no cabría la necesidad de una ética ecológica específica. Sería lo mismo que plantear una ética anatómica o una ética botánica, ya que la ecología, entendida como una disciplina meramente descriptiva, no demandaría a la razón práctica nada más que una ética de la investigación ecológica, similar a la que pide cualquier campo de investigación científica. Sin embargo, la ecología es una ciencia inherentemente normativa, ya que busca explicar e intervenir el curso de los procesos biocenóticos. Esta dimensión arranca del carácter intersubjetivo de su análisis, ya que el ser humano es parte inseparable de los biomas que se analizan. Este aspecto es el que fundamenta la necesidad de una ética ecológica, entendida como el proceso de responsabilización crítica respecto a los efectos de la actividad antrópica sobre los biomas y ecosistemas.

      Durante el siglo XX se puede constatar un progresivo incremento de la demanda por una ética específicamente ecológica. Ello se ha desarrollado preferentemente de un modo reactivo a las catástrofes y procesos de degradación medioambiental que han acompañado el crecimiento económico, técnico y productivo de nuestra era. Este proceso, largamente descrito y caracterizado por diversos foros internacionales, como lo hace el documento “Los límites al crecimiento”, redactado por el MIT por encargo del Club de Roma en 1972, el “Informe Brundtland” (1987), la “Declaración de Río” (1992) y el “cuarto informe del Grupo Intergubernamental de expertos sobre el Cambio Climático” (2007), ha alertado sobre las externalidades negativas de las actividades productivas sobre el medio ambiente y ha abierto un debate sobre la sostenibilidad de los modelos de desarrollo.

      Pero vale hacer notar que el enfoque ecológico iniciado por Haeckel ha permitido que esta reacción, nacida a posteriori de emergencias destructivas, se haya acompañado también de una conciencia más preclara de las dimensiones que vinculan de forma integral a la humanidad con su entorno, por lo cual cabe calificar a la ética ecológica como un importante giro en la racionalidad moral de nuestro tiempo.

      Tal como observa Garrido Peña (2007: 31), la nueva ciencia ecológica introdujo una ruptura epistemológica ya que presupuso elementos que anticiparon el pensamiento sistémico contemporáneo. Para el enciclopedismo decimonónico, la naturaleza era ante todo un espacio objetual que debía ser codificado y catalogado mediante infinitas taxonomías que distinguían, antes que vinculaban, a las especies y sus procesos. En cambio, para la ciencia ecológica la naturaleza se concibe como una trama conectada de influencias y vínculos que no dependen del proceso gnoseológico humano. El énfasis en la interdependencia biótica y su relación endémica con el ambiente abiótico obliga a centrar la investigación en las interacciones permanentes en la biósfera.

      En coherencia con este paradigma, la ética ecológica comparte este enfoque epistémico, ya que debe romper con la secuencialidad lineal “cartesiana” que tendió a imponer una racionalidad objetual, instrumental y estratégica en las relaciones con el entorno natural. Al contrario, la racionalidad propia de la ética ecológica se basa en la valorización integral de las relaciones sistémicas entre el ser humano y su entorno natural. Este cambio se puede percibir en la obra del conservacionista norteamericano Aldo Leopold “Una ética de la tierra” (2005) publicada originalmente como un capítulo de A Sand County Almanac en 1949. Esta es la primera obra que utiliza explícitamente la categoría de ética ecológica. Su intención es prescribir una nueva formulación del imperativo categórico kantiano para incluir a los miembros no humanos de la comunidad biótica, entendida por Leopold como “la Tierra”. El imperativo que propone se formula de esta manera: “Una cosa (o decisión) es buena cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es mala cuando tiende a lo contrario” (Leopold, 2005: 7).

      La especificidad de este enfoque radica en que propone como criterio de responsabilidad la protección de intereses colectivos que superan la satisfacción de necesidades exclusivas de la especie humana. Esta ampliación del imperativo categórico a un marco interpretativo que involucra la dimensión medioambiental conduce a considerar como factor determinante la valorización de los “equilibrios ecológicos”. Este aspecto presupone que los sistemas biológicos se encuentran en un equilibrio de carácter dinámico. De esa forma, un cambio paramétrico en una variable medioambiental tiende a ser compensado homeostáticamente, o por retroalimentación negativa, en otro parámetro.

      Eso no quiere decir que esos equilibrios ecosistémicos sean continuos y estables. Al contrario, los sistemas biológicos manifiestan discontinuidades, divergencias y tendencias a la histéresis, por lo cual la historia evolutiva conduce a situaciones diferentes al contexto inicial, de tal manera que pequeños cambios en una comunidad biocenótica pueden originar grandes divergencias en el futuro, basadas en la no-linealidad, en la retroalimentación de variables, en la creación de efectos cooperativos, fenómenos autoorganizativos, bifurcaciones, catástrofes y transiciones al caos (Sheliepin, 2010: 152). Este aspecto, marcado por la incertidumbre, desafía radicalmente a la responsabilidad humana, ya que obliga a enfrentar éticamente las coacciones funcionales sistémicas de la política, el derecho y la economía de mercado (Apel, 2007: 133) que impactan en el planeta sin que podamos tener certezas absolutas sobre los efectos futuros de nuestras acciones presentes. De allí la relevancia de la prescripción de Hans Jonas, respecto a la necesidad de adoptar el principio de responsabilidad como un imperativo central de toda ética ecológica. Propuesta que sintetiza en la prescripción: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra” (Jonas, 1995: 84-87).

      Aunque la ética ecológica, signada explícitamente con este nombre, solo surge con la obra de Leopold, un análisis genealógico puede constatar que se han desarrollado innumerables prácticas morales, desde tiempos inmemoriales, que han arraigado y definido las relaciones entre las sociedades humanas y las comunidades ecológicas en las que se encuentran insertas. Se trata de una dimensión inherente a la propia vida y sobrevivencia humana.

      La forma concreta de estas prácticas morales radica en el plano de las regulaciones sociales, arraigadas en un modus vivendi determinado, por medio de lazos tradicionales e intergeneracionales. La antropología nos muestra que las “normas de uso” de las sociedades arcaicas, orientadas a la reglamentación de las conductas humanas, siempre consideró variables ecológicas, dada su funcionalidad predominantemente adaptativa.

      Esas normas tradicionales, transmitidas muchas veces de forma oral, acompañadas de fuertes mecanismos de sanción moral, con altos grados de autonomía respecto a la legislación positiva, consolidaron diferentes modelos de “economía moral de la multitud” (Thompson, 1995: 20-21). Se trató de normas “incrustadas” en relaciones sociales determinadas por una racionalidad extraeconómica, diferente a la racionalidad instrumental (Polanyi, 1989: 117). En ese contexto, el “mundo de la vida” era regulado por medio de un marco ético sapiencial, de carácter simbólico religioso.

      Siguiendo a Richard B. Braithwaite, podemos entender la religión como un concepto heurístico que describe un sistema moral, basado en historias que se añaden a título ilustrativo para animar a la acción correcta. Pero no es necesario que los sujetos crean “literalmente” la verdad de esas narraciones para que esos relatos operen fácticamente como guías para la acción, ya que basta con “tenerlas por verdaderas” (Riechmann, 2015). De esa forma, las diversas tradiciones religiosas han construido sus sistemas morales orientados a adaptar ecológicamente a las comunidades humanas al medioambiente, restringiendo y reglamentando sus más diversas dimensiones, incluyendo sus actividades productivas, extractivas, alimentarias,