En ese sentido, cabe la observación de Reyes Mate, cuando afirma: “En las religiones vivas se ha llevado a cabo una reflexión milenaria sobre el perdón de lo imperdonable, sobre el sentido de la vida sin sentido o sobre la memoria salvadora de lo fracasado” (Reyes Mate, 2011: 155). O la frase de Horkheimer (1974: 92) que advierte que la Religión “en el buen sentido” es “el inagotable anhelo, sostenido en contra de la realidad, de que esta cambie, que se acabe el destierro y llegue la justicia”. Se trata de la búsqueda inacabable de un buen vivir, que se logra cuando los individuos logran ser “buenos” y “virtuosos” en relación con las demandas inherentes a la práctica social que ejecutan (MacIntyre, 2010: 15 ss.).
El carácter vinculante de las éticas ecológicas de matriz religiosa se basa en la percepción íntima de los sujetos, que están apremiados por lazos de reciprocidad obligatoria, y por unas creencias movilizadoras en el plano más íntimo de la conciencia. Esta dimensión subjetiva se condensa en una serie de convicciones:
De haber sido concebidos de forma inteligente, de estar controlados y ser reconocidos por un Dios que castigaba y premiaba activamente las intenciones y conductas, lo que habría ayudado a reducir la frecuencia y la intensidad de los tropiezos inmorales de nuestros antecesores, y habría sido, sin duda, favorecida por la selección natural. (Bering, 2011: 21)
Estas formas consuetudinarias de regulación poseían un carácter fuertemente coactivo, ya que lo sagrado lo permeaba todo, en un contexto en donde no era ni pensable ni posible la escisión entre inmanencia y trascendencia. El arraigo de esas certezas religiosas compartidas hizo que las sociedades tradicionales generaran formas de producción basadas en las “costumbres en común” las cuales, junto con prescribir procedimientos, interpretaban el sentido de las actividades humanas. Eso es lo que producía en su audiencia primitiva la lectura de Los Trabajos y los días de Hesíodo, que dictaba una estricta ética del trabajo, adecuada a su contexto determinado:
Los dioses, en efecto, ocultaron a los hombres el sustento de la vida; pues, de otro modo, durante un solo día trabajarías lo suficiente para todo el año, viviendo sin hacer nada. Al punto colgarías el mango del arado… y pararías el trabajo de los bueyes y las mulas pacientes. Pero Zeus ocultó este secreto (el secreto de la abundancia), irritado en su corazón porque el sagaz Prometeo le había engañado. (Sedláček, 2014: 133)
Estas éticas ecológicas se pueden caracterizar por una serie de notas características. Se trataba de éticas materiales o sustancialistas, ya que buscaban proporcionar contenidos morales en la forma de bienes, fines, intenciones o valores compartidos. En el plano ecológico, ello se evidencia en una valorización de la naturaleza como un ámbito sacral, protegido por poderes sagrados. Por esa razón los ecosistemas se situaban fuera del campo de los intercambios mercantiles, ya que la relación con la comunidad ecológica priorizaba el valor de uso por sobre el valor de cambio, asumiendo que la naturaleza era ante todo un ámbito relacional, simbólico y espiritual. En segundo lugar, eran éticas teleológicas, ya que priorizaban la convicción en un ideal de plenitud de vida, que se expresaba como “lo bueno” o “lo felicitante”, localmente situado, por sobre un criterio basado en “lo justo”, entendido como un mínimo exigible universalmente.
A la vez, eran éticas decisionistas, ya que fundamentaban el acto moral como resultado de una decisión última personal no argumentable. Ello se explica en que su forma de justificación se realizaba por la interpretación de un universo simbólico en el que se encontraban difuminados lo literal y lo figurado, ya que el sentido último de las normas siempre permanecía en cierta opacidad para el modo racional de comprensión. Por este motivo eran éticas naturalistas, pues comprendían los actos morales como empíricamente contrastables, basados en un orden social naturalizado. Estas éticas lograban normar la vida de forma rigurosa, pero no eran “normativas” en el sentido contemporáneo, ya que no buscaban fundar de forma lógica sus prescripciones para la acción. Finalmente, no eran consecuencialistas, debido a que no se justifican por el resultado del acto moral, sino que enfatizan el apego a unos ideales permanentes de florecimiento humano, por lo que se les puede analizar como éticas de virtudes.
3. Las éticas ecológicas luego de la gran transformación
La pérdida del poder vinculante de las antiguas éticas ecológicas, implícitas en los sistemas morales de las sociedades tradicionales, ha acontecido de forma progresiva, acompañando los procesos de modernización capitalista. Esos cambios han propiciado un “desencantamiento del mundo” (Weber, 2003: 231) que originó un nuevo estadio moral en las sociedades occidentales, marcado por el “politeísmo de los valores”:
… la vida, en la medida en que descansa en sí misma y se comprende por sí misma, no conoce sino esa eterna lucha entre dioses (…) (La vida no conoce sino) la imposibilidad de unificar los distintos puntos de vista que, en último término, pueden tenerse sobre la vida y, en consecuencia, la imposibilidad de resolver la lucha entre ellos y la necesidad de optar por uno u otro”. (Weber, 2003: 225)
Este efecto, cuya expresión palpable es la desacralización de las estructuras e instituciones de la moral tradicional, solo es explicable por un cambio mucho más de fondo, que se origina en la completa reorganización internacional de las instituciones económicas y sociales. De esa forma acontece una profunda transvaloración de la vida humana. Karl Polanyi denomina este proceso “La Gran Transformación”, cuyo resultado final lleva a la creación de nuevas “mercancías ficticias” (tierra, trabajo y dinero), las cuales en su constitución original no tenían finalidad comercial. De esa forma se disoció radicalmente la tierra y la mano de obra que la trabajaba, siendo los ecosistemas reducidos a su función estrictamente económica, la cual solo era una de las muchas funciones vitales que ejercía en las sociedades tradicionales. Se perdió así el criterio valorativo que acentuaba la estabilidad ecológica, operando una sustancial separación entre el ser humano y la naturaleza (Polanyi, 1989: 238). Esta disociación radical acontece en la medida en que se constituyen “sociedades de mercado”, donde impera el interés individual:
La verdadera crítica que podemos hacer a la sociedad de mercado no es que esté basada sobre lo económico —en un sentido, toda sociedad, no importa la cual, debe basarse en ello— sino que su economía se basa en el interés personal. Tal organización de la vida económica es completamente antinatural, lo que debe ser entendido en el sentido estrictamente empírico y excepcional. (Polanyi, 1989: 330)
Para Macpherson (2005) este proceso se basa en la consolidación del “individualismo posesivo” entendido como la fundamentación racional de una “sociedad posesiva de mercado”, en la cual los individuos son concebidos como propietarios no solo de bienes, sino también de su persona y de su trabajo, entendido como una propiedad alienable.
Tawney utiliza una expresión similar: “sociedad adquisitiva”, que le permite describir el ethos de la modernidad:
Tales sociedades pueden llamarse sociedades adquisitivas porque toda su tendencia, interés y preocupación es fomentar