Elogio del profesor. Jorge Larrosa Bondia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Larrosa Bondia
Издательство: Bookwire
Серия: Educación: otros lenguajes
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418095115
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decirte que he abandonado un poco a Dorian y me he rendido a Galimberti (Las cosas del amor). Leo y olvido por qué empecé a leerlo. Olvido el tema, y la relación educativa, y un poco el mundo. Leo, y como tú dijiste en una clase, ‘me leo a mí misma’. Al igual que algunas prendas de vestir, que juegan a la insinuación sin hacer transparente el cuerpo que hay detrás, la materia también tiene que resultar insinuante. El maestro debe quizá quitarle suavemente un tirante a la materia, dejándola el hombro desnudo; generando el deseo de ir más allá de lo visible. Como tú dices, erotizar al alumno hacia la materia. Quizá el maestro tenga que ser un creador del misterio y el juego que dilate las almas de los alumnos para abrirlos a la asignatura. Pero creo que todo este deseo, que esta seducción, tiene que insertarse en un marco de amor”.

      Cuando los maestros se han retirado, ¿qué nos queda?, me pregunto: lo que nos queda es la Biblioteca, y es en los textos de los maestros antiguos donde podemos encontrar cierta pedagogía del arte de vivir. ¿Qué puede significar hoy aquella antigua declaración que George Steiner hizo en Lecciones de los maestros, cuando afirmaba que “un maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir”? Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica –comentaba Steiner– o una instrucción que sea cínica en sus metas meramente utilitaristas, son simplemente destructoras: “Arranca de raíz la esperanza”. En la relación filosófica maestro-discípulo asistimos de hecho a lo que hoy es más bien difícil de encontrar: que el mejor maestro se hace discípulo de su propio discípulo.

      Había querido ser profesor, como lo quiso el personaje de la novela de John Williams, Stoner, y lo he sido. También, como él, me topé con el conocimiento; quise buscar algo de luz en los libros hermosos, que a menudo eran también los más antiguos. Alguien entró en mi vida y en el aula como un ciclón que lo puso todo revuelto, pero sentí cierto aire fresco, entró un viento y con él palabras y gestos nuevos. Leí, releí, reescribí, tiré cosas por la ventana. Y deseé seguir leyendo en la propia lengua de los griegos, pero no me fue posible.

      Sé que me gusta entrar en el aula y encontrarme con los estudiantes. Se acumulan imágenes de otras entradas antiguas mías en el aula, de otras visitas a ese mismo espacio. Necesito hacer silencio antes de hablar. Cada año esos silencios son más prolongados. Y en ocasiones me ocurre como a Stoner: que pierdo la noción del tiempo cuando imparto mis clases. Pero no soy Stoner. Voy del libro a mi cuaderno de notas. Escribo un nombre o una frase en la pizarra, me detengo, pienso en voz alta. Los alumnos me observan un poco confusos y sin saber muy bien qué tienen que anotar de todo lo que digo. El aula es una isla rodeada de un mar de palabras y referencias literarias y filosóficas. ¿Pueden distinguirse las unas de las otras? Lo que ahí pasa no tiene por qué volver a ocurrir del mismo modo en otra clase de otro día. Cada sesión tiene algo de incomprensible, y casi siempre, al salir del aula, me reprocho algunas cosas. “¡No, no, así no!”... ¿Qué estoy haciendo? Muchas veces me encuentro como al principio, cuando era un joven profesor bastante inseguro. Ahora soy capaz de detectar, en algunas de las novelas que leo sobre maestros y discípulos, los motivos que a mí mismo también me llevan a seguir insistiendo en lo que siempre he hecho, pese a todo ese caos que me rodea, pese a esa cosa absurda en que se ha convertido la Universidad ¿Qué habría logrado yo pensar sin mis amigos?: Nada. ¿Y sin los estudiantes que me escuchan un poco desorientados, pero que tanto me conmueven a veces? Nada. ¿Qué se habría caído de mi mente sin ellos, sin mi amor por Arendt y Zambrano, sin Proust y sin Wilde, sin Montaigne y sin mi deseo de Rilke, Nietzsche y Camus, sin mi nueva lectura de Platón, de Epicteto, Marco Aurelio o Séneca?: Nada. Me habría quedado sin viático para la vida, como Proust sin el beso tranquilizador de su madre, cada noche, en cada angustia, en cada temblor. El maestro, han dicho los más grandes, erotiza hacia el saber a su discípulo, y al instante se retira. El discípulo nace del borrado del maestro. Los lugares, los espacios, los tiempos presentes pueden ser banales, y nos cansan, nos fatigan. Pero queda lo esencial, que unos versos de Hörderlin supieron captar, y que no puedo leer sin estremecerme:

      ¿Por qué, divino Sócrates, rindes homenaje

      de continuo a ese joven? ¿Por qué, con amor,

      lo miran tus ojos como a los dioses?

      Quien ha pensado en lo más profundo ama lo más vivo,

      quien ha mirado el mundo, tiene por elegido al joven,

      y a menudo, al final, los sabios se inclinan ante lo hermoso.

      Hörderlin, 1975.21

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