Elogio del profesor. Jorge Larrosa Bondia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Larrosa Bondia
Издательство: Bookwire
Серия: Educación: otros lenguajes
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418095115
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de algún modo. Me vienen, de repente, miles de imágenes, acumuladas tras treinta y cuatro años de enseñanza. He cumplido sesenta años y sigo sin saber qué estoy haciendo. Filosofía como forma de vida. Esta es la fórmula; pero no sé cómo seguir. ¿Dónde encaja la frase? ¿Encaja en nuestra época, en nuestros espacios, en nuestro tiempo?

      Es una fórmula que expresa una manera de estar y vivir en la que el individuo reflexiona cara a cara con el universo. El filósofo que más nos conviene, decía Nietzsche, es el que propone un ejemplo con su vida visible, y no mediante los libros leídos. Se trata de una manera de vivir destinada a transformar, en uno mismo o en los demás, el modo de experimentar y considerar las cosas. Sin esta trasformación, da lo mismo que digamos que la verdad es algo que está ahí afuera. “Hay verdades que no pueden revelarse más que a condición de que sean descubiertas” (Mouawad, 2009: 132).

      Se trata de un discurso interior y exterior al individuo. Una forma de vivir que pasa por encontrarse uno mismo con un cierto estilo de vida que pasa por el arduo aprendizaje de los comienzos: aprender a morir, aprender a dialogar, aprender a leer, aprender a amar, aprender el arte de la amistad. Una forma de vida que es un constante ejercicio de meditación y pensamiento, que afecta tanto al cuerpo como al espíritu, y que acepta la fragilidad y vulnerabilidad que compartimos, la ambigüedad y la ambivalencia, los límites de la razón y del lenguaje, la incertidumbre y el azar, la experiencia del dolor y de la pérdida, el devenir y, en suma, el paso del tiempo.

      Les quiero hablar de todo esto. Y les cuento que esa forma de vida es una investigación sobre el buen uso de uno mismo y del tiempo, un uso que convoca la formación disciplinada de la atención. Y les comento que hay quienes filosofan por amor a la palabra (eso se lo decía Séneca en una carta a su amigo Lucilio), y quienes lo hacen por amor a sí y a los otros, porque quieren saber cuidar de sí mismos y de los otros; y son estos últimos los que preconizan la importancia de lo que los griegos llamaban ejercicios espirituales, que les permitían distinguir lo que depende de uno mismo de lo que no depende en absoluto de nosotros como humanos.

      Les digo que la filosofía de la educación es una fórmula redundante. Porque hubo un tiempo, les digo, “hace mucho, mucho tiempo”, en el que unos tipos que se llamaban filósofos se dedicaban a preguntarse por cosas que tenían que ver con los asuntos humanos, y esa misma actividad les educaba, les formaba, les transformaba. Hacer filosofía era ejercitarse en su propia educación. La filosofía es ya una forma de educación.

      Existir: estar en el mundo; entrar en el mundo por el nacimiento. Les digo que me parece pertinente que intentemos preguntarnos por el tipo de experiencia que dio lugar a la gran aventura intelectual que denominamos filosofía. Les pido que se olviden de una asignatura que un día algunos estudiaron y que se llama Filosofía. Me limito a decir ahora que una experiencia es algo que nos toca, que nos impacta y nos tumba, y que provoca una nueva manera de afrontar el mundo, a nosotros mismos y a los otros. ¿Qué experiencia hizo nacer la aventura intelectual de la filosofía?: quedarnos sin palabras, como los niños, ante el mundo, ante el hecho de que las cosas sean como son y que tan pronto aparecen están destinadas a desaparecer. “¿Habéis tenido experiencias que os hayan cambiado y que os hayan vuelto un poco irreconocibles?”. Y entonces todo el mundo quiere decir algo. Lo que tenía preparado para contarles se queda encima de mi mesa. La clase ha tomado otra dirección… Me digo que otro día trataré de retomar el hilo del discurso.

      Vamos leyendo textos y fragmentos de nuestra Casa de citas. Mezclo fragmentos de filósofos y novelistas. Les insisto otra vez en que escriban en sus diarios, que anoten las cosas que ven. No es un diario íntimo. Es un diario donde, les advierto, tenéis que recopilar las cosas del mundo: lo que se escucha, lo que se ve, lo que se lee. “¿Pero nos vas a evaluar el diario?”, me preguntan. Sonrío: “No, eso no se evalúa. Eso es para vosotros, pero leeremos las entradas que queráis cuando deseéis hacerlo. Es un ejercicio de escritura y de pensamiento. Un cuaderno siempre a mano”. Entonces les hablo de Michel Foucault. Les digo que escribió algunos libros muy interesantes y que daba clases en una institución que se llama Collège de France. Leemos en voz alta “La escritura de sí”. Quiero que se fijen en esto:

      Los hypomnémata no se deberían considerar como un simple apoyo para la memoria, que se podrían consultar de vez en cuando, si se presentara la ocasión. No están destinados a suplantar eventualmente el recuerdo que flaquea. Constituyen más bien un material y un marco para ejercicios que hay que efectuar con frecuencia: leer, releer, meditar, conversar consigo mismo y con otros, etc. (Foucault, 1983: 3)

      Una estudiante me dice, al terminar el curso, que no ha podido escribir ni una sola línea, y me entrega su cuaderno en blanco, solo con el título: Diario filosófico: hypomnémata. Otros me dicen que, aunque no lo entendían muy bien, les ha gustado escribir, y que creen que hacerlo les ha ayudado, aunque no saben muy bien por qué. Todo esto son situaciones normales y cotidianas.

      ¿Pero qué puedo decirle a esa otra estudiante que me escribe para decirme que las clases coinciden con su grupo de terapia, donde hace “como si” fuese a curarse de su insidioso sufrimiento? Un día (sólo vino tres veces a clase) escribe algo que me llama la atención por su fuerza y su lucidez; insiste en decir que hace como si tuviera intención de curarse, que hace caso de lo que le dicen que haga, porque de ese modo el mundo parece más tranquilo, y así la dejan “de una puta vez en paz”. Más tarde hablamos bastante tiempo en mi despacho. Soy su profesor, y nada más. Ella tiene conciencia de su dolor, de su sufrimiento atroz, y yo creo que también de su genialidad, aunque siempre duda de sí. Todo lo filtra a través de esa autopercepción de ella misma. Debo tener cuidado, ser muy prudente. Me deja su diario. Le digo que eso es demasiado personal para tenerlo yo, pero ella insiste: “quiero que me conozcas, que sepas cómo soy y lo que me pasa”. Estoy atrapado. Le digo: “No te puedo prometer leerlo, pero lo tendré conmigo unos días. Después nos vemos y hablamos”. Sé que me he equivocado. Me arrepiento al instante de haberlo cogido. Su cuaderno queda en mi mochila y no lo abro durante días. Luego empiezo a leerlo. Me quedo aturdido por lo que leo. Es dolorosísimo y profundo. Tiene la lucidez de quien sufre cruelmente. Lo cierro. Trato de encontrar una luz leyendo a Marco Aurelio, a Séneca, a Epicteto. Llevo dos semanas colgado de algunas terribles frases de su diario, del que no pude leer más que unas pocas páginas. “Si no me curo, al menos que sirva de horrible advertencia”. Llevo años leyendo y meditando sobre la filosofía como forma de vida y no tengo ni idea de lo que debo hacer con todo esto. Nos vemos en una nueva tutoría. Le digo que no he podido leerlo entero, y que ese diario lo debe compartir con sus terapeutas. No me mira, su pelo oculta su rostro. Y le digo otra cosa: “¿Has pensado en crear un personaje con las notas de tu diario, y que sea él quién sufra, que sea a ese personaje a quien le pasan las cosas que a ti te ocurren?”. Le digo que le pasaré mis apuntes y los textos de clase. Que los lea. Que intente dedicar algún tiempo a leer lo que otros dicen y que pruebe a ver qué pasa. Entonces retira el pelo que cubre su rostro y me dice que siempre quiso escribir un relato, pero que nadie le había animado a hacerlo antes. “Quizá lo haga”, me dice. Y me pregunta: “¿Por qué?”. Y yo pienso: “Porque… no lo sé. Eso lo descubrirás tú después”. Pasa un tiempo. Recibo un correo electrónico con algunos capítulos de algo que ella llama El cuaderno. Ha creado un personaje: se llama Calíope. De inmediato sé cómo se llama eso que estoy leyendo: El cuaderno de Calíope.

      Leo en un breve ensayo sobre la tragedia una cita hermosísima: “¿Por qué existe la tragedia? Porque estás lleno de cólera. ¿Y por qué estás lleno de cólera? Porque estás lleno de dolor”. No puedo dejar de pensar en Calíope. Calíope que busca el amor y lo rechaza. Porque un otro-yo la habita y se encoleriza con ella. Se sabe genial y no se soporta. Tiene la lucidez que el dolor trae.

      No sé en qué momento consideré que hablar de filosofía es hablar del saber de una cierta clase de amor (y del amor hacia un cierto tipo de saber). La filosofía tiene que ver con el amor y con la amistad, ambas constituidas como bases del pensar. Y eso que yo enseño año tras año trata de pensar, entre otras cosas, esto mismo: la experiencia de un vínculo que une, amando, a dos. El filósofo –como eros, hijo de Poros y Penía–, es un ser intermediario: un mediador del deseo del aprendiz: de su deseo de saber, no del deseo de aprender. Para mí, ese amor quiere convocar el estudio: en ellos, en mí.

      Otra