Tendríamos, primero, las cosas de comer, los consumptibilis, los comestibles, los víveres, esas con las que nos relacionamos a través del hambre. Tendríamos, segundo, las cosas de usar, los fungibilis, los instrumentos, los enseres, las herramientas, las cosas de usar (la pipa, la mesa, el martillo, la casa, la aguja, el hilo y el dedal, el arado, los zapatos), esas con las que nos relacionamos a través del uso. Y tendríamos, por último, las cosas de mirar, las mirabilia, las maravillas, las cosas dignas de ser miradas, las que no están en la boca ni a la mano sino enfrente, delante de los ojos, a distancia, esas con las que nos relacionamos a través de la ad/miración, pero también de la palabra, del juicio y del pensamiento.
El hambre, dice Alba, es rápida y destructiva. No da tiempo a las cosas a afirmar su presencia. Hace desaparecer las cosas al incorporarlas. Por eso la sociedad de consumo, en tanto que está estructurada por el hambre, es la de la destrucción generalizada. Además, el hambre es infinita, no tiene límites, es des-medida y comienza una y otra vez, siempre de nuevo. En la sociedad capitalista y consumista, una parte de la población no tiene que comer, está literalmente hambrienta (su vida está marcada por el hambre), pero la otra parte siempre quiere más, es bulímica, obesa y su vida también está marcada por el hambre, por la insatisfacción permanente, por el deseo compulsivo de más y más cosas.
Entre los griegos, dice Alba, el ámbito del hambre, el lugar de la necesidad y de la infinita reproducción de la vida, es el ergasterión, una palabra que designa un lugar de trabajo (ergás, en griego, significa terreno desbrozado, campo de cultivo), pero también una cárcel de esclavos. Y los esclavos eran considerados aneu logou, seres sin palabra, y aneu kosmou, seres sin mundo. Es decir, criaturas aisladas, sin comunidad, puros individuos. De hecho, su conversión en esclavos había pasado, muchas veces, por la destrucción de su comunidad y de su mundo. De ahí la distancia infinita entre el ergasterión y el ágora, pero también entre el ergasterión y la escuela (siendo el ágora y la escuela ámbitos ambos de la skholé -tiempo libre-, y también lugares de la palabra, de la libertad y del mundo). Y se podría apuntar también que, para un griego, la sociedad del hambre, nuestra sociedad, sería una sociedad de individuos separados, sin lenguaje, sin mundo, sin comunidad, sin tiempo libre (nuestro ocio también está gobernado por el consumo y es una forma de hambre, pensemos si no en ese bulímico compulsivo que es el turista, o en ese lugar del hambre infinita que es el centro comercial) o, lo que es lo mismo, una sociedad de esclavos, aunque sean ricos.
Las cosas de usar, sin embargo, son (o eran) ya objetos separados, manejables y durables (podemos usarlos, pero no podemos comerlos). Las herramientas tienen un pasado (siempre vienen del pasado, son la presencia y a la vez el olvido del trabajo que las ha producido) y, además, se desgastan despacio (y en el espacio). Podríamos recordar la época en que los objetos de uso duraban más que nosotros, nos sobrevivían, pasaban de generación en generación. Además, los enseres constituyen ya un mundo cultural en tanto que conforman las artes de hacer y las artes de vivir (los arqueólogos reconstruyen las formas de vida de una sociedad mediante el estudio de sus objetos de uso). Las cosas de usar, incluso, con el tiempo, pueden adquirir un alma (a veces en muchas culturas, se las bendice, tienen un nombre propio, se las venera). Roberto Espósito tiene un libro muy hermoso titulado Las personas y las cosas (2015) donde apunta a la posibilidad de pensar en algo así como “el alma de las cosas” que, desde luego, se va constituyendo en nuestro trato continuado con ellas y en esa forma particular de intercambio no-económico que es el regalo.
Pero siendo, como son, “cosas del mundo” (y no sólo “cosas de la vida”), los útiles se hacen invisibles en el uso y vuelven, de alguna manera, a la naturaleza. No podemos contemplar el dedal mientras cosemos, no podemos pintar nuestras botas mientras subimos una montaña, no podemos ad/mirar el martillo mientras clavamos clavos. Podríamos decir que las cosas de usar sólo vuelven al mundo, a la cultura, a la presencia, cuando se vuelven anacrónicas (cuando, alejadas del tiempo en que eran usadas, se museifican) o cuando se rompen (cuando han dejado de estar embebidas en su función, cuando se hacen inútiles y dejan de servir), es decir, cuando se suspende o se interrumpe su uso, cuando se ponen a distancia y se convierten en interesantes en sí mismas.
La sociedad capitalista convierte todo en útil y en instrumento, mide todas las cosas por su función y por su eficacia. Además, la lógica de la renovación permanente y de la obsolescencia programada impide que los útiles ganen presencia y tengan alguna forma de permanencia, no les da tiempo para que puedan tener pasado, pasar de generación en generación, adquirir un alma. Nuestra sociedad destruye todo lo que se ha convertido en inútil, en anticuado, en pasado de moda, en viejo, y lo convierte en deshecho, en residuo, en desperdicio. Nuestra sociedad funciona como una gigantesca producción de objetos de consumo y de objetos de producción, de cosas de comer y de cosas de usar, pero funciona también como una gigantesca producción de basura en la que también los seres humanos son reducidos a utilizables o desechables. Las teorías del capital humano o de los recursos humanos mostrarían esta lógica en la que los hombres se convierten, ellos también, en cosas de comer o en cosas de usar.
Las cosas de mirar, las maravillas, son cosas de las que se ha suspendido la utilidad, de las que se ha suspendido también el desgaste del tiempo, y que han sido colocadas a distancia. Las maravillas no pueden ser devoradas y tampoco pueden ser usadas. Su existencia implica la interrupción del hambre y de la utilidad. Su presencia exige de estabilidad y de consistencia. Por eso no están en la boca o en la mano, sino que se hacen presentes en el espacio público (en sentido arendtiano: como espacio de visibilidad, de aparición y de comparecencia), es decir, en tanto que son colocadas entre los hombres, puestas a esa justa distancia en la que pueda constituirse a su alrededor el espacio (y el tiempo) de la atención, de la palabra, del juicio y del pensamiento.
Si con los comestibles nos relacionamos a través del hambre y con los fungibles a través del uso, con las maravillas nos relacionamos a través de la palabra, del juicio y del pensamiento. O, dicho de otro modo, es el hambre el que convierte las cosas en comestibles, es el uso el que las convierte en fungibles, pero son la palabra, el juicio y el pensamiento los que las convierten en maravillas. Y es el espacio público en que estas cosas están situadas el que hace que los hombres no sólo vivan en la tierra sino que habiten un mundo. Dice Santiago Alba:
Mediante las cosas de mirar o maravillas –ciertas piedras, ciertas palabras, ciertos colores, pero también las cosas de la ciencia, o las ideas–, apartadas convencionalmente del circuito rápido de la vida y de la espiral lenta del uso, declaradas al mismo tiempo incomestibles e inútiles, se abre esa distancia que permite al hombre medir, y no sólo calcular, y establecer, al menos virtualmente, un espacio común, una memoria colectiva, el lugar del juicio y del pensamiento. Las cosas de comer sirven para mantener la vida; las cosas de usar sirven para mantener la sociedad; las cosas de mirar sirven para mantener el mundo. El juego mismo de la cultura humana ha consistido básicamente en esta división y en la posibilidad, por tanto, de considerar las cosas desde al menos tres puntos de vista diferentes (como comida, como herramienta, como monumento). (Alba Rico, 2007: 112-113)
Poner el mundo encima de la mesa
En el texto que estoy comentando Alba habla de los hombres pero no de los niños23, y habla del espacio público y sus monumentos pero no de la escuela (que también es un espacio público) y sus materias de estudio. A los niños hay que cuidarlos, darles de comer y enseñarles a comer, pero cuidando que no sea la sociedad de consumo la que se los coma a ellos. A los niños hay que enseñarles a usar herramientas y enseñarles a hacer cosas, a trabajar, aunque cuidando que no sea la sociedad de la producción (y de la autoproducción) la que los use a ellos, la que los instrumentalice, la que los convierta en herramientas. Pero, sobre todo, a los niños hay que enseñarles las maravillas e introducirlos en el mundo.
Podríamos decir (a partir de Arendt y de Santiago Alba) que la escuela no está (sólo) para el mantenimiento de la vida o de la sociedad sino, sobre todo, para mantener o sostener el mundo. La tarea de la escuela, si no quiere estar (sólo) al servicio de la economía o de la sociedad, es salvar el mundo, es decir, poner algunas cosas a distancia, interrumpir el hambre, suspender el uso, convertir las cosas en maravillas, en ese tipo especial de maravillas que son las materias de estudio, en cosas a las