Elogio del profesor. Jorge Larrosa Bondia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Larrosa Bondia
Издательство: Bookwire
Серия: Educación: otros lenguajes
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418095115
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que notar que Agamben habla de un estudioso que “vagabundea” entre los libros, y que “cada fragmento, cada código, cada inicial con la que se topa parece abrir un nuevo camino”, como les pasó a Sócrates y Teododo en el diálogo de Platón. Pero entonces, ¿cómo pedirle al profesor, cuya actividad, bajo las coordenadas contemporáneas, es menos un arte, un oficio o una vocación y sí, en cambio, cada vez más una función laboral profesionalizable, lo que el estudio implica? O como dice el filósofo español José Luis Pardo: “¿Cómo podrían las enseñanzas de estos hombres ser comprimidas en los rígidos moldes de una ‘clase’, de un ‘curso’ o de un ‘programa’, siempre con sus límites explícitos y cronométricos y con su estructura clientelar?” (Pardo, 2004: 115).

      ¿Acaso dedicarse a una vida estudiosa no nos hace acreedores del calificativo de “ociosos diletantes”? Podríamos preguntarnos si en un contexto donde todo está organizado en torno al mundo totalitario del trabajo es posible ofrecer al sujeto un ámbito de actuación que no sea ya exclusivamente trabajo sino ocio (para que se ejercite en el tiempo de los hombres libres). Lo interesante del asunto consiste en saber ejercitarse en él: en disponerlo como ocio. En definitiva, lo que me estoy preguntando es lo siguiente: ¿Podemos llevar al ámbito de la vida del profesor el espíritu, el estilo, el carácter, el ánimo que gobierna el régimen de vida estudiosa? ¿Y en qué consiste ese régimen de vida, ese estilo y ese carácter?

      Inquietudes y preguntas

      Al regresar de mis clases en la Facultad me asaltaban algunas preguntas: ¿Qué es estudiar? ¿En qué consiste una vida estudiosa? ¿Cuáles son sus ritos, sus ritmos, sus modos, sus maneras y sus hábitos? ¿Cómo son las noches de los estudiosos y cómo sus jornadas? ¿Y cómo es el gabinete del estudioso (Studiolo)? ¿Cómo se organiza el tiempo y los horarios? El extraño erudito Peter Kien, de la novela de Canetti, comienza a las ocho de la mañana en punto “su labor al servicio de la verdad. Ciencia y verdad eran para él conceptos idénticos. Y uno se aproximaba a la verdad aislándose por completo de los hombres” (Canetti, 2003: 14).

      Esas preguntas que yo me hacía, y las cosas que estaba leyendo, rivalizaban con la jerga que domina a diario en los ambientes universitarios, y que también escuchaba a menudo: “Grupos de investigación de alto rendimiento”, “crédito”, “competencia”, “cualificación”, “gestión del conocimiento”, “índice de impacto”, “transferencia de conocimiento”. Yo escuchaba estas expresiones y no sabía a qué atenerme.

      Así que me encontraba pensando en la vida estudiosa, y me obligaba a poner, como lector y como profesor, al lado de lo que estaba haciendo este otro decorado, mientras seguía ensalzando mi particular elogio de la lectura; mientras leía con mis alumnos en clase textos antiguos en voz alta y les obligaba a detenerse en cada frase; mientras les forzaba a escribir cada día en sus diarios filosóficos o volver a leer la cita, el fragmento o el texto que ya habíamos leído en una clase anterior en la siguiente semana. En fin, que mientras hacía todo esto también sentía que estaba recitando, pongamos por caso, La vida es sueño, mientras unos anónimos espectadores reían de buena gana al observar que detrás de mí, y sin yo apenas notarlo, el decorado estaba cambiando, no teniendo ya nada que ver con lo que yo estaba declamando.

      A pesar de todo, había una cierta clase de insistencia o de terquedad en mí, una especie de no querer ceder a determinadas presiones. Un día, por casualidad, cayó en mis manos una antología de escritos de Maquiavelo donde encontré una carta, fechada el 10 de diciembre de 1513, dirigida a su amigo Francesco Vettori. Le describe su día y, en un momento determinado, dice:

      Llegada la noche, me vuelvo a casa y entro en mi escritorio; en el umbral me quito la ropa de cada día, llena de barro y de lodo, y me pongo paños reales y curiales. Vestido decentemente entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres, donde –recibido por ellos amistosamente– me nutro con aquel alimento que solo (solum) es mío y para el cual nací: no me avergüenzo de hablar con ellos y de preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos con su humanidad me responden; durante cuatro horas no siento pesar alguno, me olvido de toda preocupación, no temo a la pobreza, no me da miedo la muerte: me transfiero enteramente en ellos. (Maquiavelo, 2009: 396)

      No pude sino asentir a lo que esta epístola me estaba diciendo y, casi de memoria, se la recitaba a mis estudiantes queriéndoles convencerles de las verdades que la misma contenía. Pero, claro está, en realidad se trataba de “mi verdad”, no la suya. Me repetía a menudo que el centro de todo en mi vida como profesor de Universidad es la transmisión, el encuentro con los estudiantes y el aula. Pero también me recordaba que, en realidad, ese momento comienza mucho antes: se anticipa mediante la imaginación y el deseo. Se adelanta y se prepara en el cuarto de estudio o en la biblioteca; en las pequeñas librerías donde adquiero libros o en la cafetería donde leo y escribo en mi diario y mis cuadernos; en mis paseos y en mi cuaderno de notas. Se anticipa en un régimen de vida, en determinados hábitos y pequeños rituales que convocan la lectura y la escritura, en la preparación de las clases, en la elección de las lecturas y los motivos, en la historia que, en mi caso, cada año quiero contar a mis estudiantes de filosofía de la educación. Me pregunto si en esos hábitos y rituales hay una especie de cuidado de sí que se orienta al cuidado de ese otro momento del aula. Con el tiempo he aprendido a tratar de no moralizar en exceso mi propia actitud sobre estos asuntos, pues la relación que yo mantengo con los libros que me dan una forma no puedo pretender trasladarla tal cual a mis estudiantes. Y, sin embargo, sabía que podía sostener el libro entre mis manos en el aula, y que podíamos leer en voz alta, deteniéndonos aquí o allá, y que, quizá (y este “quizá” es esencial), podía ocurrirnos algo parecido a lo que dice el personaje de una novela de Ph. Roth, El profesor del deseo:

      Pocas veces me siento tan feliz y contento como cuando estoy aquí con mis páginas de anotaciones y mis textos llenos de marcas y con personas como ustedes. En mi opinión, no hay en la vida nada que pueda compararse a un aula. A veces, en mitad de un intercambio verbal –digamos, por ejemplo, cuando alguno de ustedes acaba de penetrar, con una sola frase, en lo más profundo de un libro me viene el impulso de exclamar: “¡Queridos amigos, graben esto a fuego en sus memorias!”. Porque una vez que salgan de aquí, raro será que alguien les hable o los escuche del modo en que ahora y se hablan y se escuchan entre ustedes, incluyéndome a mí, en esta pequeña habitación luminosa y yerma. (Roth, 2012: 181)

      El gesto del estudio:

      seducción e intimidad

      Si el estudio es, como antes decía, una actividad interminable, ¿cómo sostenerse en una actividad de semejantes características? En realidad, en una actividad interminable de esta naturaleza lo único que podemos hacer es encontrar un modo de soportarla y asumirla.

      En un ensayo sobre el gesto, Agamben sugiere, siguiendo unas indicaciones de Varrón (De lingua latina Vi, VIII: 77), que “la característica del gesto es que por medio de él no se produce ni se actúa, sino que se asume y se soporta. Es decir, el gesto abre la esfera del ethos como esfera propia por excelencia de lo humano” (Agamben, 2001: 53). El gesto ha de comprenderse, dice, no como una serie de medios encaminados a un fin; tampoco pertenece a una esfera, superior a la anterior, que tendría el fin en sí misma. Como en la danza, la actividad estudiosa no sería otra cosa, en tanto que gesto, que la exposición de los movimientos que la hacen posible y en los que el estudio mismo, en su fatiga, se soporta y se asume.

      Nuestro cuerpo y nuestro rostro pueden dar señales de que el paso del tiempo se ha depositado definitivamente en nosotros. Y, sin embargo, hay gestos que nos alcanzan bajo la forma de una especie de encanto que se aloja en un cuerpo que ya ha perdido parcialmente su anterior jovialidad. El encanto (o la magia) de ese gesto nos hace olvidar lo que ya hemos perdido, o estamos a punto de perder; tal vez, incluso, hace que nos olvidemos de nuestro profundo cansancio. Como esa señora de más de sesenta años de la que habla Milan Kundera en La inmortalidad: tras su clase de natación, se despide de su instructor con un saludo y una sonrisa que claramente no son los que, por su edad, deberían pertenecerle, pues eran, más bien, propios de una joven de veinte años. En ese momento, la señora se olvidó de su propia edad, y otro tiempo pareció, por unos instantes, definitivamente habitarla. Hay gestos que conceden ese milagro (Kundera, 1998: 11-12).