Elogio del profesor. Jorge Larrosa Bondia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Larrosa Bondia
Издательство: Bookwire
Серия: Educación: otros lenguajes
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418095115
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una vida, de cualquier vida, se puede escribir una biografía. Me pregunto si podemos hacer lo mismo de un aula: ¿Podemos escribir, dicho todo lo anterior, y teniéndolo presente, la biografía de un aula, en la que alguien deposita todo lo que ha tratado de estudiar para ver qué pasa?

      Biografía de un aula

      Filosofía como forma de vida. Esa era la fórmula. O bien: filosofía como educación (la Paidea de los griegos, quizá; la Bildung de los románticos). Estas palabras son muy antiguas, y su historia es larga. ¿De qué nos sirven hoy? Lo que yo quería era tratar de pensar con mis estudiantes de tercer curso del grado de pedagogía una cierta idea de la filosofía de la educación a partir de esa fórmula.

      Me puse a estudiar, leer, anotar. A Pierre Hadot y los últimos cursos de Michel Foucault; a Jean Greish y Jacques Schlanger; a Alexander Nehamas. Todos ellos han repensado y renovado esas antiguas enseñanzas de formas muy sugerentes. Al leer los textos de estos profesores, uno constata que son estudiosos, que han dedicado una vida al estudio de sus asuntos. Ellos me llevaron, con fuerzas renovadas, a los autores que ellos mismos comentaban en sus obras, alguno de los cuales ya había parcialmente leído: Marco Aurelio, Séneca, Epicteto, Plutarco, Platón, y a otros, como Montaigne. A leer estos libros, uno se da cuenta de que en ese mundo antiguo no había filósofos sin discípulos, sin aprendices, sin estudiantes, sin una comunidad en la que profesores y alumnos vivían juntos y se interpelaban en un diálogo amable y cortés. La conquista de ese modo de vida filosófica pasaba por la transmisión y por la enseñanza.

      Así pues, yo trataba de enseñar filosofía de la educación, y lo que tenía en mi cabeza era esa fórmula: filosofía como forma de vida; y el espacio en el que todo esto debía ocurrir era el aula, el lugar donde se estudia junto a otro(s), donde se aprende junto a alguien, y no como el otro (hace).

      Es el mes de febrero. Ha comenzado el curso y hoy es mi primera clase. El tiempo es frío ahí afuera. Me presento a los alumnos. Les digo mi nombre y que soy su profesor de filosofía de la educación, aunque eso, por supuesto, ya lo saben. Todos callan. Les observo, me miran. Esas primeras miradas son cruciales. Estamos a la expectativa.

      Filosofía como forma de vida, digo: “esta es la fórmula de la que vamos a hablar casi todo el tiempo; ¿Imagináis qué puede querer decir?”, les pregunto. No se trata de llegar a una definición de la esencia de la filosofía, claro. ¿Quién podría hacer eso? ¿Y, además, de qué serviría? El proverbio latino Primum vivere, deinde philosophari, es esto mismo lo que viene a indicar: que antes de ponerse a filosofar hay que acumular cierta experiencia vital. El proverbio tiene como trasfondo la fórmula que describe por entero a Sócrates, y de la que se servía para definir su vocación filosófica: vivir filosofando, una vida examinada.

      Vivir filosofando. Repito despacio esta frase al terminar la clase. Me pongo a considerarla con detenimiento mientras salgo a la terraza a fumar ni primer cigarrillo del día. ¿Qué puedo decir sobre esto? ¿No se ha dicho todo ya, o casi todo? ¿Qué puedo recuperar que sea mío? ¿Y por qué esa pretensión de propiedad? Si la filosofía es una forma de vida, ¿de qué vida se trata? ¿Qué significa “ser uno mismo” y que significa “ocuparse” de uno mismo? Es algo que no está en los libros y, sin embargo, hay toneladas de ellos que hablan de lo mismo. Sócrates; ¿Qué hemos heredado de Sócrates, que es una figura literaria en los diálogos platónicos? Eso es lo que me pregunto. La idea de que, en el fondo, la felicidad del ser humano depende exclusivamente del individuo concreto y singular. Esa idea de una apasionada concentración en un fin único, la virtud (cierta fuerza, cierto estilo), decían los griegos, como camino para alcanzar la sabiduría. Si hemos de concentrarnos en lo que depende de nosotros, entonces lo que se coloca en el centro de la filosofía, entendida como una forma de vida, es la existencia humana, el arte de tomar elecciones adecuadas. La filosofía como una opción existencial. ¡Eso es! Me prometo hablarles de todo esto a mis alumnos.

      Entro en el aula otro día. Empiezo la clase. Me digo a mí mismo que se trata de jóvenes de poco más de veinte años que estudian Pedagogía. Se supone que quieren saber cosas sobre educación. Para eso están allí. ¿Cómo, entonces, no hablarles de filosofía? Me gusta pensar que al entrar en un aula entramos en una Skholè, con todo lo que esto supone. Suelo decirles que esta palabra griega significa en realidad apartamiento o separación del mundo y, por extensión, “ocio”, aunque no cualquier clase de ocio o de “tiempo libre”, sino ese tiempo en el que el joven muestra lo mejor de su carácter, desplegando su buena disposición y manifestando el tipo de ser humano que aspira llegar a ser. Entrar ahí es ponerse a “estudiar al lado de alguien”. Se lo trato de explicar, recordando lo que he leído el día anterior en algunos libros que me han interesado: “En el mundo griego había muchas escuelas de filosofía, cada una con su estilo propio defendiendo su propia doctrina. Pero en todas ellas pasaba lo mismo: en su interior reinaba un vínculo de amor y amistad que unía a maestros y a discípulos. En ellas no se buscaba preparar individuos disponibles para cargos públicos. En este sentido, lo que allí se hacía (teniendo en cuenta las especiales características del mundo griego) era perfectamente ‘inútil’. En todo caso, lo que se hacía era formar seres humanos capaces de compartir un cierto modelo de vida. Se dedicaban a la filosofía porque se querían, porque eran amigos, y era la amistad la que les permitía pensar juntos. Les recuerdo lo que Epicuro decía cuando hablaba de una relación ética libremente escogida entre los amigos, y que esta relación era la base de todo filosofar”.

      Les he dicho que presten atención durante el curso; a ver si hay algo que les haya enamorado, seducido. Una alumna se ha enamorado de Foucault: quiere estudiar si ese “cuidado de sí” tiene o no límites. Pero de repente se acuerda de algunas cosas que hemos pensando a partir de Nietzsche. Me escribe un correo electrónico: “Llevo toda la mañana dándole vueltas al tema que estoy trabajando, y leyéndome las notas que cogí en clase sobre Nietzsche, me he enredado bastante tiempo sin salir de ahí, de la parte animal y la parte racional, el sujeto educado, la norma. Creo que Nietzsche y Foucault se pisan los talones y quiero llevar el tema por esta línea, aunque no sé si me atrevo a enfrentarme a Nietzsche, me impone, porque me da la razón y pone palabras a según qué cosas que pienso. Apunté, casi por casualidad, Tratado de las pasiones, Eugenio Trías, y todo lo que he podido encontrar de él, son textos ya tratados y analizados. Espero una pronta respuesta, quiero seguir cocinando todo esto, aunque sea a fuego lento”.

      Cada año escojo los motivos, pienso en la historia que quiero contar a mis alumnos y compartir con ellos. Elijo con cuidado los personajes: los escritores, los filósofos y las filósofas, los poetas y cineastas, los textos. Renuevo mi Casa de Citas: este documento tiene este año un centenar de fragmentos (siempre digo que son demasiados). Está compuesto por quienes me han acompañado a lo largo de mis años de lectura y estudio. Les pido que las lean, que busquen su cita, la que les pertenece, y que se fijen si quizá la que les está destinada no se encuentra justo al lado de la que están leyendo ahora mismo. Les pido que la habiten durante una semana, que escriban en su diario filosófico, en su cuaderno de mano, y que se dejen llevar. Que se recreen en lo que están leyendo. Y me reprocho: “Pero ¿qué estoy haciendo? ¡No les estoy enseñando a hacer nada! ¿De qué sirve todo esto? ¿Entenderán algo de lo que digo?” Me observan.

      Un día, una alumna, mientras hablamos de Nietzsche y nos centramos en un párrafo de las primeras secciones de Schopenhauer como educador, derrama unas lágrimas. Caen lágrimas abundantes por sus mejillas. He dicho algo, no recuerdo qué. Algo sobre los padres y los hijos, algo sobre los maestros y los discípulos, algo sobre mi amor por Nietzsche, sobre irse de casa y regresar con otra mirada. Algo sobre buscar en el fondo de los ojos de los padres con quienes discutimos a los padres originales que todavía amamos. Ella llora. Y no deja de mirarme. Me detengo, Me callo, miro al chico que se sienta a su lado; es su novio. Le estoy diciendo: “¡Abrázala, muchacho, abrázala, no la dejes así!”. Y lo hace: ella se deshace, y al salir de clase me pide, ella, que sigue llorando: “¿Puedo abrazarme un minuto a ti?” Y consiento. Y todo por Nietzsche. Todo por él, que medió en nuestro deseo, que confundió nuestra perplejidad, que calmó nuestra sed.

      Escucho lo que me dicen. Atiendo sus quejas. No siempre tienen razón en ellas. Pero tampoco nosotros, sus profesores. No es verdad que todos sus profesores seamos unos inútiles. Pero