Elogio del profesor. Jorge Larrosa Bondia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Larrosa Bondia
Издательство: Bookwire
Серия: Educación: otros lenguajes
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418095115
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      La palabra “aprendizaje” proviene del latín apprehendere, compuesto por ad (hacia) y prendere (atrapar), que deriva, en francés, en prendre. De prendere proviene la palabra “preso”. Apprehendere quiere decir, pues, “agarrar”, “asir algo con la mano”. Poco a poco la palabra va adquiriendo un sentido metafórico y empieza a significar “coger con la mente”, “comprender”, “abarcar”, “abrazar” incluso.

      La palabra “estudio”, del latín Studium¸ significó “empeño”, “aplicación”, “celo”, “ansia”, “cuidado”, “desvelo”, “afán”, y también posee el sentido de “afecto” (studia habere alicuius quería decir “gozar del afecto de alguien”). En su Didascalicon de Studio legendi, Hugo de San Víctor comenta que la filosofía es el “afán” por la sabiduría: “La Filosofía es, en efecto, el amor, el afán y, en cierto modo, la amistad hacia la sabiduría” (Est autem philosophia amor est studium et amictitia quodammodo patientiae) (San Víctor, 2011: 15). Estudiar es poner el alma en algo que a uno le gusta y, además, hacerlo libremente.

      La palabra “estudiante” es un participio de presente del verbo “estudiar”, esto es: “el que estudia”. En español (al contrario que en otras lenguas, en las que se forma directamente a partir del verbo latino studeo: en italiano, studente; en inglés, student, etc.), el participio se forma a partir del sustantivo “estudio”. Studium, en un principio, no significaba “estudiar”, en el sentido moderno del término, sino más bien “dedicarse con atención (a algo)”, “tener gran gusto (por algo)”, “estar deseoso (de algo)”, “realizar algo con afán”, etc.

      Existe, en definitiva, una enorme diferencia entre aprender una cosa y estudiarla. En el aprender el acento está colocado en el sujeto que aprende (en sus intereses, inquietudes, deseos y propósitos). Pero en el estudio la cuestión se centra en el objeto estudiado, que se apodera del alma del estudioso. Agamben lo dice así:

      Aquí la etimología del término Studium se hace transparente. Se remonta a una raíz st- o sp- que indica los choques, los shocks. Estudiar y asombrar son, es este sentido, parientes: quien estudia se encuentra en las condiciones de aquel que ha recibido un golpe y permanece estupefacto frente a lo que le ha golpeado sin ser capaz de reaccionar, y al mismo tiempo impotente para separarse de él. Por lo tanto, el estudioso es al mismo tiempo también un estúpido (Agamben, 1989: 46).

      Se estudia porque no se puede dejar de hacerlo, porque uno ha sido hipnotizado por algo y, entonces, uno siente que está como encantado, hechizado, seducido. Seducere, dice Pascal Quignard en Vie secrète, es un antiguo verbo romano que significa “llevar a un lugar apartado”: “Atraer hacia sí fuera del mundo. Ser dux aparte. Seducir no es ‘desposar’, pues en romano casarse se dice ducere, o sea, llevar a la esposa a casa (conducir, guiar, como en la palabra educere). Seducere, entonces, es ‘separar a una mujer del domus, conducirla a un lugar apartado, a un lugar secreto’” (Quignard, 2017: 227-8): fuera de sí y lejos de la vista de los demás hombres, del resto de las miradas.

      El asunto que ha seducido al estudioso se lo lleva a un lugar aparte: fuera de sí, primero, y después a un mundo que él mismo crea. Está y no está en el mundo, y por eso resulta, en sus gestos, incomprensible, como si estuviese fuera de la realidad.

      Se establece una extraña intimidad entre el estudioso y su afán, que hace que se rompan las relaciones, antes amables y corteses, con su entorno. No es raro que el estudioso sea un poco antisocial. Y como en el estudio no se busca la producción de nada concreto, el estudioso no se sirve de aquello que estudia, sino que se desvive por ello, le entrega su vida; gasta su vida y su tiempo en eso que hace y le entre-tiene. Se agota en esa actividad, y hay algo a la vez placentero y doloroso en lo que hace. Una suerte de alternancia de sufrimiento, pasión y terca insistencia. Ahí reside el ritmo del estudio: “Si por un lado permanece tan atónito y absorto, si el estudio es pues esencialmente sufrimiento y pasión, por el otro (…) lo empuja hacia la conclusión (…) Este alternarse de estupor y lucidez, de descubrimiento y de turbación, de pasión y de acción es el ritmo del estudio” (Agamben, 1989: 46-47).

      El amor por el estudio lo atraviesa todo. Y es ese amor el que le concede tiempo. Amar es dar(se) tiempo. ¿Qué permite a un individuo dotarse de la fuerza necesaria para entregarse con tanto celo y empeño a una actividad de escritura, lectura y estudio? ¿Qué sostiene la realización de un proyecto que exige el abandono de casi toda convención social y la aceptación de un exilio autoelegido?

      Proust nos ofrece una posible respuesta. El narrador de À la recherche du temps perdu, en medio de la fiesta social, de las siete que a lo largo del libro encontramos, acepta la revelación definitiva que dará impulso a la escritura de su obra, tantas veces demorada, y es entonces cuando experimenta la necesidad de retirada y exilio: “Tenía la sensación de que el desencadenamiento de la vida intelectual era bastante intenso en mí en aquel momento para continuar tanto en el salón, en medio de los invitados, como a solas en la biblioteca” (Proust, 2011: 497). El narrador descubre que ha de ponerse por fin a la tarea de escribir su libro. No tiene dudas del tremendo alcance de su empeño: “¡Qué tarea tendría por delante!”, señala (Idem: 609); “¿Estaría a tiempo? ¿No sería demasiado tarde?” (Idem: 621). Y añade: “Para dar una idea de ella, habría que recurrir a las comparaciones con las artes más elevadas y más diferentes (…) Soportarlo como una fatiga, aceptarlo como una regla, construirlo como una iglesia, seguirlo como un régimen, vencerlo como un obstáculo, conquistarlo como una amistad, sobrealimentarlo como a un niño, crearlo como un mundo” (Idem: 609-610). Las imágenes son prodigiosas: soportar, aceptar, conquistar, alimentar, crear… amistad. Realmente se trata de un auténtico trabajo de áskēsis, a la vez de renuncia y de ejercitación.

      El estudioso necesita apartarse del mundo. Ivan Illich señala en su comentario del libro de Hugo de San Victor que “el lector es alguien que se ha hecho a sí mismo dentro de un exilio para poder concentrar toda su atención y deseo en la sabiduría, que se convierte así en el hogar anhelado” (Illich, 2002: 27). El aislamiento, como en el caso de Proust, es del todo necesario para la vida estudiosa, pues, como dice Barthes, “para tener tiempo de escribir, es necesario luchar a muerte contra los enemigos que amenazan ese tiempo, hay que arrancarle ese tiempo al mundo, a la vez por una elección decisiva y por una vigilancia incesante” (Barthes, 2005: 267).

      William Marx, en el ensayo que ya cité, dedica un capítulo a este asunto, “Le cabinet”, en el que describe esas estancias repletas de objetos diversos (instrumentos de escritura, libros, objetos de arte, relojes, curiosidades varias) y que conforma un espacio destinado a “marcar el espacio de trabajo del estudioso y a poner en escena, menos para los otros que para sí mismo, una difícil y exigente actividad (la lectura, la escritura)” (2009: 58).

      El que yo tengo ahora, con mi último cambio de casa, es una especie de gabinete razonablemente espacioso unido a mi dormitorio que, al no disponer de una pared que sirva de separación de las dos estancias, he separado con un biombo, que descubrí que tenía, escondido tras una pequeña estantería plegable, en mi anterior domicilio. En esa estantería, colocada en la esquina derecha de la pared que ahora mismo observo desde mi mesa de trabajo, he colocado mis cuadernos de trabajo: mis diarios, mis cuadernos de notas, mis libretas de apuntes. A la izquierda de esa estantería, cubriendo el resto del muro que hay frente a mí, están tres estanterías grandes de madera repletas de libros, y a mi espalda otras dos, con otros tantos libros, del mismo material. A mi izquierda una ventana alargada se abre a un pequeño balcón que da a la tranquila calle donde vivo, y adonde me asomo para ver pasar a la gente y fumar, de vez en cuando, un cigarrillo. Y además están mis tres guitarras en sus respectivos pies: una Fender acústica, y dos guitarras clásicas, una de la casa Manuel Contreras y otra, ecualizada, de la casa Martínez.

      De algunas cosas no basta con hablar “en general”. La vida estudiosa es una de ellas. Tengo que hablar yo, hacerlo como profesor que escribe casi a diario, que lee, que un día descubrió que deseaba escribir una novela y que ha dudado de su capacidad para poder hacerla, que quisiera escribir de otro modo y que le gusta esa cosa tan extraña que es ponerse a estudiar, un poco sin plan y sin método, sin programa y sin tener las ideas muy claras; alguien, en fin, que organiza sus cursos, que prepara sus clases,