Eso es lo que hacen los artistas o, en general, los poetas: proporcionan una visión de las cosas en la que ellas son, es decir, las re-velan, las des-cubren y las ponen en la luz. Los poetas lo son porque exponen lo que en la percepción descuidada no percibimos, lo que vemos de manera automática, ese “ver” o ese “decir” en los que las cosas no aparecen en sí mismas. Y los poetas son los que las hacen aparecer “de nuevo”, arrancándolas del olvido cotidiano en el que las sumergen nuestros afanes y nuestros descuidos. Sólo en la re-presentación (en la represión acertada) las manzanas son en verdad manzanas, las botas botas y las rosas rosas.
En esa línea, y hablando del arte moderno o del arte en la época materialista, Boris Groys dice que:
Hace visibles las cosas que permanecerían invisibles si no se representaran artísticamente. De hecho, todas las cosas ordinarias son difíciles de ver porque existen dentro del flujo material: son finitas, mortales, están cambiando constantemente de forma y son accesibles a nuestra mirada solo por un breve lapso. También tendemos a pasar por alto las cosas en su “coseidad” específica cuando las utilizamos para nuestros propósitos prácticos. Para poder ver las cosas tenemos que dejar de utilizarlas y empezar a contemplarlas. En otras palabras, el arte en la era materialista es hacer ver las cosas. (Groys, 2016: 132)
Además, las manzanas de Cézanne, los membrillos de López y de Erice, y las botas de Van Gogh nos descubren también las formas y los colores. Y los poemas de Rilke nos descuben las palabras. Un cuadro es el lugar donde los colores y las formas se pueden mirar (y no sólo ver). Y un poema es el lugar en el que el lenguaje se puede mirar y escuchar (y no sólo usar). En los cuadros hay manzanas, membrillos y botas, sí, en los poemas hay rosas, también, pero los cuadros nos permiten mirar las formas y los colores como tales, como formas y como colores, del mismo modo que los poemas nos permiten escuchar y contemplar el lenguaje en sí mismo, como tal, en su esplendor y en su maravilla. Las manzanas “de verdad” tienen forma y color, sí, pero eso sólo lo podemos ver si las miramos como un pintor. Y la lista de precios de una floristería también muestra el lenguaje en sí mismo, pero sólo si la contemplamos como un poeta.
Por otra parte, convertidas en cosas de mirar, las manzanas, los membrillos, las botas y las rosas son ya representaciones, es decir, cosas que se hacen presentes, se presentan y se re-presentan. Y son también espectáculos, es decir, cosas que se miran, se ad-miran y se re-miran (re-spectare). Cosas cuya misma existencia ante nosotros nos convierte en espectadores. Las cosas de mirar, de re-mirar y de ad/mirar están colocadas en el espacio público (ese en el que las cosas del mundo a-parecen o com-parecen y, por tanto, ese en el que sedimentan las palabras, los juicios y los pensamientos).
Pero el espacio público es también ese en el que a-parecen o com-parecen los ciudadanos, los hombres libres, con sus palabras, sus juicios, sus pensamientos y sus acciones. No los esclavos, ni los individuos privados (idiotés), sino los ciudadanos, es decir, las personas que comparten un mundo. También Santiago Alba insiste en que el mundo es la condición misma de un espacio público (y al revés) en el que los hombres, alrededor de las maravillas que comparten, pueden establecer relaciones desinteresadas:
La contemplación de un cuadro o de una estatua presupone la conciencia inmanente de una transcendencia cultural; sólo es posible a partir de un ejercicio de implícita renuncia, de una suerte de contrato ascético en virtud del cual unas uvas se hacen de pronto visibles porque hemos renunciado a comérnoslas. Porque hemos decidido que existan. Si el arte es “re-presentación” es justamente porque las cosas sólo existen para la mirada cuando se presentan por segunda vez, cuando vuelven a presentarse allí donde no podemos comérnoslas. (Alba Rico, 2007: 20)25
En otro lugar:
Todos los pueblos de la tierra han decidido colectivamente, en una especie de plebiscito cultural ininterrumpido, renunciar a comerse, y al mismo tiempo inutilizar, ciertos objetos que por esto mismo, en algún sentido, religioso o no, tendrán un valor sagrado: objetos de culto, edificios públicos, monumentos, obras de arte y también criaturas de la ciencia (desde los números a las estrellas). Al contrario que las cosas de comer o las de usar, las maravillas no están aquí, no están en mí, sino ahí, lejos del alcance de la boca y de las manos. Que no estén al alcance de la boca y de las manos no significa que estén sólo al alcance de la mente; al contrario, si están al alcance de la mente es porque, estando ahí y no aquí, están al alcance de todos.
Y continúa:
Las maravillas que nos detienen en el camino son la garantía última contra el solipsismo; su propia existencia al alcance de la vista presupone las condiciones de una estructura mental compartida, de un espacio público mental en común; a partir de esas condiciones se podrá o no hacer política, pero sin ellas –sin las maravillas– toda política (buena o mala), como toda cultura (mejor o peor), será sencillamente imposible. Es a eso, en términos muy groseros, a lo que Kant llamaba “juicio”.
Suspender el uso
También Hannah Arendt remite al juico estético, a lo que Kant también llamaba “gusto”, un modo de pensar ampliado que necesita de la presencia de otros. La del juicio, dice Arendt “es una actividad importante, si no la más importante, en la que se produce este compartir-el-mundo-con-los-demás”. Y más adelante:
La actividad del gusto decide la manera en que este mundo tiene que verse y mostrarse, independientemente de su utilidad y de nuestro interés vital en él (…). El gusto juzga al mundo en sus apariencias y en su mundaneidad; su interés en el mundo es puramente “desinteresado”, y eso significa que no hay en él una implicación ni de los intereses vitales del individuo ni de los intereses morales del yo. Para los juicios del gusto, el objeto primordial es el mundo, no el hombre ni su vida ni su yo. (Arendt, 1990c: 234)
Se comprenderá entonces que para Alba Rico el gran destructor del mundo (y de las maravillas que lo componen, así como del espacio público que lo hace posible) sea el capitalismo, esa estructura social que produce lo que él llama “la liberación del hambre y la privatización de la mirada” (2007: 17), y que para Arendt sea lo que ella llama a veces sociedad de masas y a veces sociedad de consumo, esa en la que el tiempo libre se usa “para más y más consumo y más y más entretenimiento”, esa “que se alimenta de los objetos culturales del mundo”, esa cuya “actitud central ante todos los objetos, la actitud del consumo, lleva a la ruina a todo lo que toca” (1990c: 223). El capitalismo, dice Alba, es una guerra contra las cosas, y la sociedad de masas, dice Arendt, es una guerra contra el mundo.
Con el arrasamiento y la desaparición del mundo (y de las maravillas que lo componen, y del espacio público que lo hace posible) desaparece la escuela (el lugar de la transmisión, la comunización y la renovación del mundo), pero también el ágora (el ámbito en el que los hombres no dialogan sólo sobre lo conveniente sino sobre lo justo y lo injusto), y también la filosofía (el ámbito de la contemplación y de la teoría, ahí donde la pregunta no es para qué sirven las cosas sino qué son). Lo que desaparece, en definitiva, son todos esos huecos situados en el interior de la ciudad en los que la relación con las cosas no está regida por el hambre ni por el uso, y en el que los ciudadanos están no como productores, consumidores o usuarios, sino como hombres libres e iguales que miran, juzgan, piensan y hablan. Y cuando el mundo desparece ya no hay maravillas que tengan la suficiente estabilidad y consistencia como para aparecer y permanecer entre los hombres, y tampoco pueden existir los espacios públicos en los que se da una comunidad plural de hombres mundanos, esos que fundamentan su libertad justamente en una relación libre, igualitaria y desinteresada con el mundo.
Además, si hay una forma de injusticia en el reparto desigual de las cosas de comer y de las cosas de usar, también la hay en el reparto desigual de las cosas de mirar. Es claro, por otra parte, que no es lo mismo compartir el pan, compartir el arado o