Elogio del profesor. Jorge Larrosa Bondia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Larrosa Bondia
Издательство: Bookwire
Серия: Educación: otros lenguajes
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418095115
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T. (2012) Rousseau and the Fable: Rethinking the Fabulous Nature of Educational Philosophy. Educational Theory, 62 (3). Págs. 323-341.

      Masschelein, J. (2011) Experimentum Scholae: The world once more... But not (yet) finished. Studies in Philosophy and Education, 30 (5). Págs. 529-535

      Masschelein, J. (2015). Why we are in need of pedagogical sciences (as design sciences). A few brief notes. Pedagogia y Saberes, 43. Págs. 91-100.

      Nancy, J.L. (1982). Le partage des voix. Paris : Galilée.

      Roberts, P. A. & Steiner, D. J. (2010). Critical public pedagogy and the Paidagogos. Exploring the normative and political challenges of radical democracy. In: J. A. Sandlin, B. D. Schultz & J. Burdick (eds.). Handbook of Public Pedagogy. Education and Learning Beyond Schooling (pp. 20-27). New York/London. Routledge

      Serres, M. (1982) Genèse. Paris. Grasset.

      Serres, M. (1991) Le tiers instruit. Paris. François Bourin.

      Serres, M. (2012) Muziek. Amsterdam. Boom.

      Simons, M. y Masschelein, J. (2014). Defensa de la escuela. Una cuestión pública. Buenos Aires. Miño y Dávila editores.

      Capítulo 2

      

      Noticias del interior de un aula.

      Desde un cierto amor

      por el estudio

       Fernando Bárcena

      Usted es el profesor Kien, pero sin colegio.

      Mamá dice que usted no es profesor.

      Pero yo creo que sí, porque tiene una biblioteca.

      Elias Canetti.

      Escribir después de haber hablado:

      el tono, el amor y la melancolía

      Escribo o, mejor dicho, reescribo este texto después de haberlo “hablado”, después de haber contado lo que se me había encargado que hiciese. Asunto curioso ese gesto de escribir después de haber hablado, después de haber contado. Muchas cosas regresan a mi memoria tan pronto me pongo a recordar lo que nos pasó en ese encuentro, amistoso y cortés, que nos reunió, primero en Juiz de Fora, y luego en Florianópolis, para hacer un elogio de la escuela a través del estudio en el oficio de profesor.

      No puedo, ahora, empezar de forma inmediata, volviendo a enviar (la misma idea del envío es fascinante, como sabemos) lo que hace ya muchos meses escribí. Déjame pues (lector, lectora) que me demore un instante. Te ruego cierta paciencia.

      Jan Masschelein, en su conferencia de Florianópolis (“Hacer escuela. La voz y la vía del profesor”, en este mismo libro), nos habló de la voz del profesor, y yo me conmoví serenamente. La voz, como voz de profesor, nadie nos la enseña. Se aprende, o quizá nos la encontramos por el camino y en el transcurrir del tiempo. En estos términos me llegó a mí lo que Jan nos dijo. Y yo traduje: es un asunto de carácter. Quiero decir: es una forma de vida, el resultado de una elección en cierto modo existencial. Ser profesor o profesora es una elección de la existencia.

      Entonces pensé en varias cosas, mientras escuchaba a Jan. Lo primero fue que, tal vez, quien dispone de carácter no necesita un método. Eso se lo leí a Albert Camus en La chute: “Cuando no se tiene carácter hay que seguir un método” (2008: 701). Y no necesita un método porque ya está en el camino, aunque a menudo se pierda en él o pierda el rumbo. Nos encontramos con nuestra propia voz, con nuestro propio tono. Para mí se trata de una cierta tonalidad musical. Cuando canto algunas de mis composiciones, mi voz tiende a colocarse en modo sostenido. Me gusta, por ejemplo, el do sostenido menor. Muchas de mis canciones rondan ese acorde. Sostenido y menor. Es como si la melancolía de ese acorde, la mía propia, necesitase sostenerse ahí para mantener su propio carácter y naturaleza, su ser, su modo de expresarse. Quiere resistir en ella. Se eleva mi voz en ese sostenido, y busca su propio timbre ahí.

      Luego consideré otra palabra. La palabra amor. Esa palabra aparece en la versión inicial de mi conferencia. Tengo en mente dos clases de amores. Un amor por las prácticas del estudio, por los ejercicios que sostienen el estudio como actividad: leer, escribir, tomar notas en cuadernos, no muy grandes y sin anillas. Un amor por sus rituales, tal vez un poco obsesivos y maniáticos. Y, después, un amor del profesor por lo que hace y por los jóvenes con quienes hace lo que hace. Dos amores, pues.

      Alguien dijo que en el libro de Proust En busca del tiempo perdido casi la única cuestión importante en él es saber si para el narrador (Marcel, que es un aprendiz del y en el tiempo) el amor permite escribir o impide la escritura. Podemos parafrasear esta afirmación en forma de pregunta: ¿el amor en el profesor permite la transmisión o la entorpece? Me estoy refiriendo a su amor por los nuevos, por los recién llegados; a su amor por lo que hace; al amor por lo que permite hacer lo que hace: su leer, su escribir, su tomar notas, su pararse a pensar y a meditar, sus rituales cada vez que prepara amorosamente los cursos y las sesiones. Su amor al aula.

      Entregado en su estudio (Studiolo) al estudio (Studium), el profesor, cuando tiene que entrar en el aula para impartir su clase, interrumpe su estudio. Dar clase es una interrupción y una especie de molestia. El amor por el estudio olvida, pero a la vez permite, el amor por el aula y por sus estudiantes. Amores rivales y en liza, sin embargo. El amor al estudio sostiene, y se sostiene, por ese otro amor. El profesor no es monógamo. Tiene dos amantes, y si estudia, es fácilmente corruptible: pues su amor por el estudio rivaliza y vuelve celoso su amor por el aula. Extraño ser ese profesor que estudia llevando consigo sus lecturas, sus cuadernos de notas y su amor por los que empiezan y se inician en el mundo. Amor al estudio, entendido como una forma de vida y como una forma que la vida toma, y amor al oficio de ser un profesor, de tratar de serlo y no saber cómo, pues no hay método, pero sí camino y un carácter. Un camino que impone una marcha, una regla, determinadas consignas, algunos ejercicios, determinadas maneras de hacer y ser.

      Por último, me vino a la mente una tercera palabra: melancolía. El estudio, al mismo tiempo que la cura, propicia la melancolía. El melancólico meditabundo frecuentemente tiene ideas negras, oscuras, apartadas del mundo, del todo inútiles, poco productivas, y sobre todo quejosas. La “bilis negra” (eso es lo que significa melancolía, melascholós) está caracterizada por la heterogeneidad, la pesadumbre y la sequedad, imita la tierra, se incrementa en otoño y predomina en la edad madura de la vida. La melancolía fue consideraba como un sentimiento sagrado, obra de los dioses e impronta de la sabiduría y la genialidad.

      Esta conexión entre el estudio y la melancolía se encuentra fuertemente establecida en la obra del clérigo y erudito inglés (él mismo un melancólico estudioso y lector) Robert Burton (1577-1640), que publica su Anatomía de la melancolía en 1621. Burton, que se sabe melancólico, también quiere exiliarse: “Si tuviera que ser un prisionero, si pudiera realizar mi anhelo, desearía no tener otra prisión que esta biblioteca y estar encadenado a tantos buenos autores y maestros ya muertos” (Burton, 2015 II, IV, I: 271). Más adelante de esta cita, aconseja esto otro: “A cualquiera que se sienta invadido por la soledad, o arrastrado por una agradable melancolía y por vanas fantasías (…) no puedo prescribirle mejor remedio que el estudio, que se organice él mismo para aprender un arte o una ciencia” (Idem, I: 273).

      El melancólico puede parecer, al mismo tiempo, por su modo de comportarse, un genio, un loco, o un estúpido incluso. La pregunta principal, aquí, me decía a mí mismo, es si es el estudio lo que provoca la melancolía o a la inversa. Recordé, entonces, a una mujer: Marie-Sophie Leroyer de Chantepie, amiga de Gustave Flaubert, que al parecer debió quejarse a su amigo del estado del mundo. Ha debido compartir su ánimo quejoso con su amigo Flaubert. Y en una carta del 18 de mayo de 1857, éste le dice: “Se rebela usted contra las injusticias del mundo, contra su bajeza, su tiranía y contra toda la infamia y fetidez de la existencia. ¿Las conoce bien? ¿Lo ha estudiado todo? ¿Es usted Dios?” (Flaubert, 2009: 106). Flaubert le prescribe, entonces, su propia receta,