Ahora bien, es necesario aclarar que la embriaguez no es un estado psicológico sin más; es, ante todo, un estado psico-fisiológico. De ahí su fuerza productora. No se trata solo de la producción de sentimientos narcóticos, como si dijéramos, ideales. Esos sentimientos nacen de la fatiga del cuerpo y, por lo mismo, tienen, puesto que se trata de un querer, la potencia de producir una metafísica, un sentido del mundo y de la vida: “fue el cuerpo el que desesperó de la tierra, – oyó que el vientre del ser le hablaba” (Z, “De los trasmundanos”). El ser, fundamento de todo, sustento del mundo, es un producto de la fisiología y de la creencia en sí mismos de hombres que querían huir de sí mismos, de la tierra y del mundo, fue creación de su embriaguez con narcóticos espirituales; de esa manera, el mundo metafísico quedó instaurado y adquirió tanta fuerza y realidad que, con su poder narcótico, incluso tiene el poder de hacer desear al cuerpo pasar a ese otro mundo más allá de la tierra y del hombre. ¡De un solo salto! Y mortal. “Y entonces [el cuerpo] quiso meter la cabeza a través de las últimas paredes, y no solo la cabeza, – quiso pasar a ‘aquel mundo’” (Z, “De los trasmundanos”). La fuerza de esa creencia tiene el poder de producir realidad y hace de ese mundo algo pleno de ser.
El examen nietzscheano de la procedencia de los trasmundos, en boca de Zaratustra, lo lleva a rastrear lo que hace el cuerpo cansado y desesperado por huir de la tierra: lo sorprende en la inflexión de crear sentidos para el mundo, pero por fuera de este. Saca su fuerza de convicción del estado de embriaguez que produce una fuerte creencia en sí de los trasmundanos y en el consuelo que producen los estados de elevación, ello hace que el cuerpo se sienta a gusto fuera de sí y del mundo humano. Así se da nacimiento al mundo metafísico y a su sentido moral.
Pero ‘aquel mundo’ está bien oculto a los ojos del hombre, aquel inhumano mundo deshumanizado, que es una nada celeste; y el vientre del ser no habla en modo alguno al hombre, a no ser en forma de hombre. En verdad, todo ‘ser’ es difícil de demostrar, y difícil resulta hacerlo hablar. Decidme, hermanos míos, ¿no es acaso la más extravagante de todas las cosas la mejor demostrada? (Z, “De los trasmundanos”)
Lo más lleno, paradójicamente, es lo más vacío. La expresión de Zaratustra es clara: el cuerpo “oyó que el vientre del ser le hablaba”. O creyó que lo hacía, pero esto es una ilusión proveniente del deseo de huir del sufrimiento. Sin embargo, ese vientre está vacío. Todo ‘ser’ está vacío; es invención humana, demasiado humana y en ella interviene el cuerpo. Tiene siempre un origen, no precede a nada. Pero la afirmación más interesante es que el cuerpo quiso pasar a ese otro mundo, de golpe. Si ese mundo está vacío, lo que se manifiesta es la aspiración del cuerpo a la nada. El cuerpo quiso la nada celeste, como bien dice Zaratustra. En su búsqueda de consuelo, aspiró a la nada. Su huida hacia el ‘ser’ fue hacia la nada y ese vientre vacío que manifiesta al ser. Todo ello es resultado del cansancio del cuerpo que, en estas condiciones, ya no quiere ni querer. Ese ser solo habla del hombre y de un hombre cansado.
A continuación viene un segundo aspecto que revela la profunda apuesta nietzscheana por el cuerpo.
Sí, este yo y la contradicción y confusión del yo continúan hablando acerca de su ser del modo más honrado, este yo que crea, que quiere, que valora, y que es la medida y el valor de las cosas.
Y este ser honradísimo, el yo – habla del cuerpo, y continúa queriendo el cuerpo, aun cuando poetice y fantasee y revolotee de un lado para otro con rotas alas. (Z, “De los trasmundanos”)
¡El yo habla honradamente del cuerpo! No es fundamento. El texto en este punto adquiere un cariz interesante. La teoría del origen fisiológico de los trasmundos nos pone en abierta oposición con la filosofía de la subjetividad. Por más que el yo “creador” quiera, con sus mundos fantasmagóricos, huir de la tierra y de los hombres, “continúa queriendo el cuerpo”, como se dice en el texto anteriormente citado. La huida hacia la nada es también querida por el cuerpo.
El yo, en este caso, al hablar del cuerpo y al quererlo, nos muestra con toda honradez su proveniencia fisiológica. Por más que quiera huir hacia la nada, no hace más que hablar de lo que quiere su cuerpo, “aun cuando poetice y fantasee y revolotee de un lado para otro con rotas alas” (Z, “De los trasmundanos”). Ahora bien, cuanto más honrado es, cuanto más habla del cuerpo y de la tierra, tanto más clara es su relación con estos y tanto más clara es su procedencia de las fuerzas fisiológicas: “El yo aprende a hablar con mayor honradez [redlicher]4 cada vez: y cuanto más aprende, tantas más palabras y honores encuentra para el cuerpo y la tierra” (Z, “De los trasmundanos”).
Esta honradez nos revela una nueva potencia de crear sentido de carácter fisiológico. Gracias a ella, se está en capacidad de aceptar con mayor entereza el sentido de la tierra y actuar de acuerdo con él, sin pretender huir de esta. Podría decirse que así se asumen el sufrimiento, la enfermedad y el cansancio, pues, gracias a la honradez, se nos revela que forman parte de la vida misma:
Mi yo me ha enseñado un nuevo orgullo, y yo se lo enseño a los hombres: ¡a dejar de esconder la cabeza en la arena de las cosas celestes, y a llevarla libremente, una cabeza terrena, la cual es la que crea el sentido de la tierra! (Z, “De los trasmundanos”)
El orgullo del que aquí habla Zaratustra no es otro que el volver a tomar posesión de la propia potencia creadora del cuerpo y de la tierra. El sentido de la tierra no es el ser metafísico; es algo que se crea a partir de las fuerzas inmanentes propias de lo que experimentamos como lo más terreno: nuestro cuerpo. El nuevo orgullo se manifiesta en el crear. Así se puede volver a andar el camino ya recorrido por los hombres, sin querer huir de él, sino asumiendo como propias las fuerzas inmanentes de la tierra. “Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡querer ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y llamarlo bueno y no volver a salirse a hurtadillas de él, como hacen los enfermos y moribundos!” (Z, “De los trasmundanos”).
De esas fuerzas no se puede escapar porque fueron ellas las que, incluso, crearon los trasmundos –no es trayendo unas fuerzas externas a lo humano como se superan los trasmundos y su visión negadora de la existencia, son las fuerzas inmanentes las que le pueden dar forma a una manera nueva de asumir la vida, como, por ejemplo, los llamados por Nietzsche ‘impulsos malvados’, sobre los que hablaremos en la segunda parte de este libro. De cualquier forma, el cuerpo ha querido también huir de la tierra proyectando su ilusión más allá del hombre. Aun así, en este momento se trata de querer ese camino ya recorrido por el hombre. Zaratustra, por su parte, saca consecuencias de su evaluación:
De su miseria querían escapar [los que despreciaron el cuerpo y la tierra], y las estrellas les parecían demasiado lejanas. Entonces suspiraron: “¡Oh, si hubiese caminos celestes para deslizarse furtivamente en otro ser y en otra felicidad!” –¡entonces se inventaron sus caminos furtivos y sus pequeños brebajes de sangre! […]
Indulgente es Zaratustra con los enfermos. En verdad no se enoja con sus especies de consuelo y de ingratitud. ¡Que se transformen en convalecientes y en superadores, y que se creen un cuerpo superior! (Z, “De los trasmundanos”)
Y con esto arribamos al objetivo de esta evaluación. Zaratustra no solo hace un diagnóstico de sí mismo y de los enfermos que han creado los trasmundos. También viene a anunciar las potencias inmanentes al cuerpo y a la vida como creadoras. El cuerpo, en la filosofía nietzscheana, es el objeto de las evaluaciones, diagnósticos y, además, el hilo conductor que hay que seguir para recuperar el sentido y las potencias de la tierra y del cuerpo. El mismo cuerpo buscó