El cuerpo duradero. Luis Antonio Cifuentes Quiñones. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Antonio Cifuentes Quiñones
Издательство: Bookwire
Серия: Laureata
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587813593
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producen en el enfermo la “suprema desilusión del dolor”; no obstante, esa visión de sí mismo y de las cosas, por más decepcionante que sea, semejante desilusión, producto de una visión glacial, es el único medio del enfermo para liberarse del dolor.

      Junto con la desilusión, se produce una “enorme tensión de la inteligencia” de cara al dolor. Esta hace que todo “brille con una nueva luz”: se produce un conocimiento tan agudo –por lo mismo, frío–, que las “nuevas iluminaciones” dan lugar a un alto estado de excitación. Es tan poderosa esa excitación como para ofrecer consuelo a la seducción del suicidio “y hacer que seguir viviendo parezca al que sufre algo sumamente deseable” (cf. A, §114). Este cuerpo irritado, enervado, excitado, es también un cuerpo enfermo, pero la perspectiva asumida aquí nos lo muestra luchando por no terminar siendo esclavo de su estado, por no dejarse seducir por la decadencia de la enfermedad. El enfermo, aquí, conoce. Llegado a este punto, nuestro enfermo piensa con desprecio sobre la nebulosa irreflexividad del sano, incluso de las ilusiones “en las que antes jugaba consigo mismo”. Obtiene placer al conjurar el desprecio hacia la vida que produce el dolor persistente y, de ese modo, hace sufrir amargamente al alma. Este “contrapeso” surge como efecto de un momento de lucidez tal. Así, en virtud de la necesidad de ese contrapeso, ahora el enfermo se para frente al “dolor físico”. Apela a su esencia –puntualiza Nietzsche– diciéndose: “[…] ¡toma tu dolor como una pena que te impones a ti mismo! ¡Disfruta de tu superioridad como juez! […] ¡Elévate sobre tu vida como lo haces sobre tu dolor, mira abajo hacia tus profundidades y tu abismo” (A, §114). La necesidad de contrapeso – antes hablamos de instinto de décadence– ha hecho que el enfermo se eleve y mire desde ahí, con fría lucidez, su minimum, su decadencia. De este modo, ha hecho su aparición el orgullo y no el pesimismo, al contrario de lo que debería esperarse.

      Nuestro orgullo se rebela como nunca: se tiene como un estímulo incomparable contra un tirano como el dolor y contra todas las insinuaciones que nos hace para que ofrezcamos testimonio contra la vida, – precisamente para defender la causa de la vida contra el tirano. (A, §114)

      De un momento a otro hemos asumido una nueva perspectiva, gracias al orgullo; desde lo alto, desde la claridad dialéctica y el elemento personal del orgullo, nos damos cuenta de que es posible representar “la causa” de la vida. En esta forma de asumir el sufrimiento se encuentra el toque particular de la experiencia nietzscheana: no opta por el pesimismo concediéndole el triunfo al dolor. Contra el tirano se asume el punto de vista de la vida; así se defiende uno de todo pesimismo, para que este “no aparezca como consecuencia de nuestro estado” (A, §114). La filosofía que asumamos, pues, es ‘consecuencia’ de ‘nuestro’ estado.

      Llegados a este punto en la lectura del aforismo, es notorio el cambio en el tono del escrito. Nietzsche abandona la tercera persona y parece involucrarse en el ‘nosotros’. Es como si nos estuviera haciendo una confidencia sobre su vida, pero con un énfasis más amplio que el de la vida particular del señor Nietzsche. “Pero dejemos a un lado al señor Nietzsche” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2). Está refiriéndose a las consecuencias del estado prolongado de enfermedad para una filosofía que mira desde la perspectiva de la vida y sus avatares.

      Se ha producido un nuevo giro. En este estado se vislumbra la curación. El orgullo se presenta como una forma muy alta de juicio, que lleva consigo “abiertas convulsiones de arrogancia” (A, §114) y, no obstante, fue, en su momento, una medida de defensa apropiada contra el dolor y sus seducciones. A partir de este rechazo del orgullo, ya se alcanzan a presentir la curación y la calma. Así, el primer efecto de este giro en la disposición corporal es que nos defendemos contra lo que nuestro filósofo llama “el poder superior” de la arrogancia; ahora, quién lo iba a pensar, nos peleamos contra el orgullo como si esta vivencia hubiese sido algo único y muy personal –he ahí un Nietzsche, podríamos decir, más íntimo en sus afirmaciones–. Se exige, de esa manera, un “antídoto” contra el orgullo con el cual “hemos soportado el dolor”. Ya es el momento de observar lo que ha acontecido, sobre todo porque, de todos modos, el dolor nos ha vuelto en extremo “personales”. Sí, se trata de una vivencia propia, no obstante, también es necesario ver lo que aprendimos, esto es, qué de todo ello enriquece nuestro conocimiento: “queremos extrañarnos y despersonalizarnos, después de que el dolor nos haya hecho durante demasiado tiempo violentos y personales” (A, §114).

      Esta, tal vez, es la razón por la cual el aforismo cambió de tono. De la descripción del dolor en ciertos hombres se pasa a una especie de confidencia personal, pero con el fin de sacar consecuencias, por decirlo así, más universales: cuáles fueron los efectos de una prolongada enfermedad para determinada filosofía.

      Apartamos de nosotros al “poderoso” orgullo, como si fuera otra enfermedad y otra convulsión. Para el hombre sufriente, al que no se le nubla el entendimiento, esta experiencia del dolor le enseña a ver las cosas y, sobre todo, sus estados con la claridad glacial de la distancia. Enfermos, hemos aprendido otra perspectiva, a vernos a nosotros mismos y a ver las cosas desde el lado de la vida. Es el experimento del que conoce: verse a sí mismo y observar las cosas con la frialdad del entendimiento. En ese estado comprendimos algo y, una vez apartado el orgullo, como otro estado pasajero,

      miramos de nuevo al hombre y la naturaleza – con un ojo más exigente: nosotros recordamos con una sonrisa melancólica que ahora sabemos algunas cosas nuevas y diferentes que antes: ha caído un velo sobre ellas – ¡cuánto nos refresca ver de nuevo la vida bajo una luz tenue y salir de la claridad terriblemente insípida en la que, como sufridores, vivimos las cosas y a través de ellas! (A, §114)

      Lo hemos dicho, aquí no solo hubo conocimiento teórico, sino también, y sobre todo, una experiencia. Es el acento propio de la filosofía nietzscheana, que no exige solo especulación, sino un conocimiento salido de la vivencia de quien quiso aventurarse en la observación de sí mismo, sin miedo. Una vez aquí, ganamos un punto de vista “más exigente” sobre la claridad glacial de la vida. Lo hicimos a través del dolor y, con él en la carne, aprendimos a ver “a través de” las cosas, con la distancia que exige el deseo irrestricto de conocer. Pero no hay que llevarse a engaños, esta distancia no es contemplativa. Ganamos la perspectiva de la vida, aprendimos sobre su periodicidad en nuestro cuerpo. Altos y bajos estados fisiológicos, salud y enfermedad prolongada, contrastes dialécticos en la sensación del cuerpo nos hacen ganar, por medio de nuestra experiencia, en carne propia, por así decirlo, el punto de vista del devenir de la existencia. Pero vuelve a caer el velo de la apariencia que con frecuencia nos engaña acerca de las cosas cuando estamos sanos. No obstante, ahora conocemos algo más. Así lo indica el final emotivo del aforismo: “no nos enojamos si los encantamientos de la salud comienzan de nuevo a jugar – nos quedamos mirando como transformados, piadosos y todavía cansados. En este estado no se puede oír música sin llorar” (A, §114).

      Este aforismo 114 de Aurora, ya lo hemos visto, no solo nos propone un punto de vista muy personal sobre las relaciones entre conocimiento, por un lado, y enfermedad y dolor, por el otro. Ofrece también una buena comprensión de las consecuencias del temperamento del filósofo sobre su filosofía. Ahora, ganada esta reflexión sobre la experiencia del que conoce, volvemos sobre el carácter del temperamento nietzscheano descrito en “Por qué soy tan sabio”, en Ecce homo. En el aforismo 1 nuestro filósofo nos describía su propia vivencia de la décadence. Pero el rasgo más propio de su carácter viene presentado a renglón seguido, en el §2 del mismo apartado. Se trata de su vivencia de la propia salud. “Descontado, pues, que soy un décadent, soy también su antítesis” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §2). Está claro que su vivencia obedece a otra variación, la antítesis de la decadencia. El decadente, por carácter, elige solo aquello que lo perjudica y, por ello, la consecuencia de su temperamento sobre su filosofía viene a ser el pesimismo. La prueba de que no es un decadente puro nos la da el hecho de que Nietzsche eligió “instintivamente”, de acuerdo con él, “los remedios justos contra los estados malos” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §2). Forma parte de su proceso filosófico la vivencia de la decadencia, con ella aprendió a afinar