Esa relación entre estado fisiológico y pensamiento se da en nuestro filósofo de una manera nada impersonal. En el fondo, Nietzsche perfila su pensamiento desde el punto de vista afirmativo de la existencia, aun conociendo y habiendo tenido la experiencia de los grados más bajos y decadentes de la fisiología. Incluso, si se ha dado en él, en algún momento, la tendencia dialéctica, se da de una forma muy particular:
En medio de los suplicios que trae consigo un dolor cerebral ininterrumpido durante tres días, acompañado de un penoso vómito mucoso, – poseía yo una claridad dialéctica par excellence y meditaba con gran sangre fría sobre cosas a propósito de las cuales no soy, en mejores condiciones de salud, bastante escalador, bastante refinado, bastante frío. Mis lectores tal vez sepan hasta qué punto considero yo la dialéctica como síntoma de décadence […]. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)
Por mucho que los estados más bajos de la enfermedad posean un carácter decadente y uno de sus frutos sea la dialéctica –“la perfecta luminosidad y la jovialidad, incluso la exuberancia de espíritu”, características de Aurora, surgen en antítesis con la debilidad fisiológica propia de esa época de su vida–, dicha dialéctica produce en Nietzsche, más bien, cierta agudeza y frialdad para la consideración de los particulares problemas filosóficos que le preocupan. El original examen de la moral, desarrollado por Nietzsche en Aurora, por ejemplo, lleva su impronta personal cuando aborda el tema desde el punto de vista de la experiencia propia de la enfermedad. Así pues, en ese libro asume una perspectiva histórico-psicológica, a partir de la cual critica el origen metafísico de la moral, valiéndose de hechos tomados de la biología y de la historia de la cultura; de este modo, el examen de los motivos humanos lleva a Nietzsche hacia la comprensión de cómo se configura el sentimiento de poder como motivo fundamental de las valoraciones y de la acción moral. Sin embargo, lo que nos interesa, por el momento, es que en los estados más decadentes del cuerpo enfermo, en su minimum, Nietzsche logra un aprendizaje para el conocimiento: afina sus sentidos para percibir matices. De ahí el estilo afiligranado en el análisis de la moral que se percibe en el libro. Por eso decíamos más arriba que la “claridad dialéctica” era muy particular en nuestro autor.
A los diagnósticos médicos sobre la posible existencia de cualquier degeneración fisiológica causante de las molestias en su mente, Nietzsche agrega una visión personal sobre sus estados. Según él, no pudo demostrarse ningún tipo de trastorno, ni fiebre, ni dolencias nerviosas o estomacales en su cuerpo que estuvieran produciendo perturbaciones en su mente: “imposible demostrar ninguna degeneración local en mí; ninguna dolencia estomacal de origen orgánico, aun cuando siempre padezco, como consecuencia del agotamiento general, la más profunda debilidad del sistema gástrico” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Su explicación se dirige a otra parte. Se trata del sistema entero, de los tránsitos de estados de debilidad a estados donde la fuerza aumenta. El conocimiento sobre sí mismo, proporcionado por los grados de atención a los cambios fisiológicos, lo lleva a percibir esos contrastes producidos por las altas y bajas de la fuerza corporal y a considerar con cuidado las diferencias de estados de vitalidad, con el fin de sacar conclusiones más allá de sus dolencias particulares. Busca consecuencias para la filosofía. Así, por ejemplo, en la explicación sobre su vista: “También la dolencia de la vista, que a veces se aproxima peligrosamente a la ceguera, es tan solo una consecuencia, no una causa: de tal manera que con todo incremento de fuerza vital se ha incrementado mi fuerza visual” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1).
No obstante, a renglón seguido puntualiza que esos contrastes no son estados absolutos y estables, sino subidas y bajadas, periodicidad, de la fuerza vital. Hundirse hasta el minimum da un conocimiento profundo y agudo de la periodicidad del cuerpo y de la vida. Este conocimiento de los contrastes, de esa periodicidad de la fisiología, lo lleva a no tomar partido por una vida enferma o saludable en absoluto. Esta experiencia da la medida de lo que llamamos el experimento de la enfermedad. Es una comprensión de la vida como experimento de quien conoce. Incluso, esta afirmación puede ser, también, la de la vida como devenir. La evolución del estado de enfermedad le da la pauta a su conocimiento, la decadencia es para el filósofo una experiencia en carne propia:
– Recobrar la salud significa en mí una serie larga, demasiado larga, de años, – también significa a la vez, por desgracia, recaída, hundimiento, periodicidad de una especie de décadence. Después de todo esto, ¿necesito decir que yo soy experto en cuestiones de décadence? La he deletreado hacia delante y hacia atrás. Incluso aquel afiligranado arte del captar y comprender en general, aquel tacto para percibir nuances, aquella psicología del ‘mirar por detrás de la esquina’ y todas las demás cosas que me son propias no las aprendí hasta entonces, son el auténtico regalo de aquella época, en la cual todo se refinó dentro de mí, la observación misma y los órganos de ella. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)
Como se observa aquí, el experimento es muy concreto. Ascender hasta los “conceptos y valores más sanos”, desde los momentos más bajos de la fisiología y de la existencia, eso sí, con la claridad dialéctica que brinda la enfermedad, y, desde la altura, “plenitud y autoseguridad de la vida más rica”, descender para comprender mejor “el secreto trabajo del instinto de décadence [Décadence-Instinkts]” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Obsérvese que lo llama ‘instinto’, lo cual se debe a ese conocimiento incorporado producto de la decadencia como experiencia vital. Eso es lo que vive en los momentos más bajos a los que lo lleva la enfermedad.
Las conclusiones del cuerpo enfermo y el cuerpo sano: el camino personal de Zaratustra y su experiencia del sufrimiento
Llegados aquí, es necesario profundizar en un aforismo de Aurora, el 114, llamado “Del conocimiento del que sufre”. Allí se ilustra bien lo que venimos exponiendo acerca de la periodicidad de la vida y de los estados fisiológicos. En principio está escrito en un tono impersonal, refiriéndose a los enfermos atormentados por el dolor durante un periodo largo de tiempo, pero a los que no se les ha nublado el entendimiento por su causa. Están lo suficientemente lúcidos como para poder experimentar y observar las variaciones de sus cuerpos y con ello adquieren un conocimiento suficiente sobre los avatares de la vida y sus fuerzas. Ese terrible y prolongado estado no es irrelevante para el conocimiento, descontados “los beneficios intelectuales” que en esos momentos producen la soledad y la emancipación de las obligaciones y las costumbres.
Lo primero que se transforma es la mirada a las cosas: el que sufre “lanza una mirada terriblemente glacial hacia fuera, a las cosas” (A, §114). El mundo se transforma ante sus ojos. Sale de sí y mira desde un estado corporal que no es el de la salud. Ahora bien, no deja de ser curiosa la afirmación de Nietzsche. Para el enfermo, las cosas han perdido el atractivo engañoso que poseen habitualmente para el hombre sano. Este no tiene por lo general una visión clara de las cosas, a menudo se deja engañar por ellas y, sobre todo, esta visión es inseparable de su estado sano. En el estado mórbido, por el contrario, el enfermo se sumerge en las cosas, experimenta las contradicciones de la fisiología. Pero ahí se delata la consecuencia más importante, pues esta lucidez es dada por la atención a sí mismo, posible en este estado: “sí, él se ve a sí mismo tendido delante de sí, sin plumaje alguno y sin colores” (A, §114). Sumergido en las cosas también obtiene una visión de sí mismo igual de glacial y poco engañosa. Ahora bien, ¿qué pasa con el estado del enfermo?, pues podría vivir en un estado “imaginario”, según nuestro filósofo. Podría engañarse respecto