Deseos encontrados. Oscary Arroyo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Oscary Arroyo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013201
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de su belleza arquitectónica. Muchos de sus edificios seguían siendo los mismos de siglos atrás. Donde me estaba quedando, por ejemplo, los peldaños de la escalera chirriaban por la vejez de su madera y las tuberías estaban un tanto oxidadas. Lo fascinante era que aquellos defectos resaltaban el aire vintage y excéntrico de la construcción en lugar de restarle valor. Pero claro, debías tener un ojo experto para saberlo; de lo contrario, solo lo verías viejo y feo.

      Además de lo agradable que resultaba a la vista, la zona era fresca y la humedad no sentaba tan mal. Aunque la mitad del tiempo me sentía al borde de la gripe o la hipotermia, la otra mitad me satisfacía a mí misma acurrucándome frente a la chimenea y bebiendo chocolate caliente. Con respecto a mi miedo de estar rodeada de tiendas y personas, no tenía de qué preocuparme. Por mi calle solo transitaban ciclistas, motocicletas y estudiantes. Tampoco, a excepción de floristerías y restaurantes, el comercio era tan marcado.

      Un mes atrás Old City no habría estado hecho para mí.

      Mi versión alterna y embarazada era otra cosa.

      —Rachel, cariño, ¿a qué hora vas a salir? —Brigitte, la esposa de Erwan, el taxista que había terminado alquilándome la habitación que solía ser de su hija, salió de la cocina lustrando una olla. Sus rizos grises se escapaban del pañuelo rosa amarrado a su cabeza que los mantenía lejos de su rostro —. Se hará tarde.

      Le eché una ojeada al reloj de búho colgado en una de las paredes tapizadas con espirales de la sala. Cinco de la tarde. En general, los operadores no solían responder a esta hora.

      No me iría bien.

      —Tienes razón —murmuré dejando de leer el periódico. Más que a buscar empleo iría por un poco de aire fresco—. Voy a cambiarme.

      Ella asintió y regresó a su lugar favorito del apartamento, la cocina. La creería un fantasma de no ser por su sonrisa amable y habladurías con la vecina. Estar agradecida con ella por dejarme estar en su casa hasta que consiguiera trabajo, como nos insistió su esposo a ambas, no me hacía perdonarla por seguir creyendo que era una potencial rompehogares. Por Dios, ¿no veía la diferencia de edad entre Erwan y yo? ¡Podía ser su nieta! Llevados por sospechas que, de ser ciertas, podrían destrozar su forma de ver el mundo, las personas inventaban de todo. Solo le faltaba decir que era Osama bin Laden usando tetas para pasar desapercibido.

      En mi habitación, un cuarto modesto con piso de madera y muñecos de felpa en abundancia, saqué un suéter de segunda mano del armario. Teóricamente agosto era un mes en el que las temperaturas diurnas superaban los veinte centígrados y descendían de forma drástica en la noche para compensar la calidez experimentada, así que hacía frío, y tenía que abrigarnos a mi bebé y a mí, pero mientras transitaba por las calles, «fría» no era un adjetivo que usaría para describir la noche. Se quedaba atrás. Mis manos escondidas en mis bolsillos, mi dificultad para respirar, entre otras medidas para mantenerme en calor, lo comprobaban. Me arrepentía de no haber seguido mis instintos de atarme el cabello en una cola de caballo, ya que me azotaba con violencia el rostro, colándose entre mis labios cuando los entreabría para respirar.

      Una celestial sensación de alivio me embargó cuando por fin entré en la cabina. Antes de sacar el montón de panfletos que se arrugaban en el interior de mis vaqueros, tomé aire apoyándome contra la pared de cristal. No encendía mi celular desde que había visitado a Nathan para evitar nuevas decepciones y las ganas irrefrenables de mandar a todos a la mierda a través de un mensaje grupal. La verdad, dudaba de que me quedara batería. Tampoco quería molestar a los Bennett pidiéndoles otro favor al tomar prestado su teléfono, a Brigitte específicamente, por lo que me sentía mejor tomando unas monedas y los volantes que había descolgado de postes. Al recomponerme recobré mi postura, tomé uno al azar y, llenándome de valor, empecé a marcar.

      Había llegado la hora de conseguir empleo.

      En mi primer intento, mesera en una cafetería, me respondió la contestadora. En el segundo, ama de llaves en un hotel, la recepcionista me dejó esperando de manera indefinida con Hotel California de The Eagles. Fue al tercero, asistente en una firma de abogados, que obtuve una negativa formal por no tener un miembro entre las piernas. El hombre que lo solicitaba quería evitar su divorcio aceptando uno de los tantos requerimientos de su esposa: renunciar a las secretarias. Acabé con la llamada, con sus lamentos patéticos de hombre en abstinencia, al activarse mi alarma de coqueteo.

      Pensando en su pobre esposa y en lo que haría de estar en sus zapatos, quizás castrarlo con un abogado hasta dejarlo sin nada, desdoblé mi cuarta oportunidad de obtener un sustento financiero como agregada en recursos humanos.

      —Bones Marketing, ¿con quién hablo?

      —Buenas noches, me llamo Rachel van Allen y estoy interesada en el puesto de ayudante en el departamento de...

      —¿Experiencia?

      Titubeé antes de contestar.

      —Nula.

      —¿Aspiraciones?

      —¿Conseguir empleo?

      —Estaremos felices de recibir su currículum en nuestras oficinas, nosotros la llamaremos. Pase buenas noches, Rachel.

      No pude pasar el resto de la noche agotando los volantes. Una madre que esperaba por su turno con dos niños, apretados los tres bajo una sombrilla, lo impidió. Salí abrazándome a mí misma. No tenía experiencia. No encontraría trabajo en mi área a no ser que usara mi apellido. De regreso a los Bennett una mueca dirigida a mi fracaso adornaba mi rostro. Quería llorar. No era mi primer día llamando, tampoco sería el último. En vez de aceptarlo y seguir siendo una realista y fuerte mujer luchadora, mis aspiraciones se redujeron a hallar un sitio seguro para refugiarme mientras el mundo se derrumbaba a mi alrededor.

      Quizás eran las hormonas que, junto con las náuseas, empezaban a atacar a diestro y siniestro. Debía ir a hacerme un chequeo lo más pronto posible y a comprar libros de maternidad, crianza y partos, tal vez una saga de vaqueros ardientes con bebés de la que había oído. Cuando la lluvia aumentó, saqué de mis bolsillos las opciones que me quedaban para que no terminaran ilegibles. Al revisarlas por encima noté que una de ellas no era tan lejos; había pasado por ahí el día que Erwan me mostró Old City y su horario era hasta muy tarde.

      Inhalé. No tenía nada que perder.

      Nathan

      Ser la peor mierda sobre la faz de la tierra no era tan fácil como todos creían. La culpa y la vergüenza embestían contra mí sin piedad. Era trabajar o pensar en dos joyas grises llorando. Mi consuelo era empeñarme en que era un engaño, pero esta teoría perdía credibilidad con el pasar de los días. Mi subconsciente no estaba satisfecho con lo que había hecho. Demostraba cuán decepcionado se encontraba al recordarme lo maldito que había sido con ella dentro de mi cabeza, así como la escena que había presenciado después de la reunión con su familia, como si fuera mi maldita película favorita.

      Pasó el mismo día que ella había ido a verme. Había terminado la reunión. Lucius le decía a Loren que su mujer le había contado que Rachel no llegaba a casa, ni respondía sus llamadas, ganándose una mirada de rabia y una salida dramática de su padre cuando no supo contestar dónde estaba su hermana, como si Loren fuese el responsable de su desaparición. Ojalá me hubiese ido apenas terminamos en vez de permanecer en mi silla, aterrado de que se enteraran de nosotros y lo que sea que tuviéramos, y así no oír cómo su princesa nunca desaparecía sin avisar y lo responsable que era desde los diez años. Ahora me preocupaba saber que Rachel no había llegado, me atormentaba pensar que algo malo le podía haber sucedido, a ella y al bebé si existía, y que, de ser así, sería mi culpa.

      Era un hijo de puta.

      Rachel

      Los ladrillos rosas a lo Barbie, las flores en abundancia, el viejo cartel de neón que rezaba Ksis y las columnas romanas me producían diabetes. Gracias a Dios, dentro no era tan desagradable. Constaba de una sencilla sala con un futón de piel, zona de lavado, seis sillas giratorias, espejos victorianos y pequeños estantes con equipos de belleza. Conté