—Estás loca —gruñó colocando una mano sobre su pecho—. ¿Quieres matarme apareciendo como una psicópata a esta hora con este terrorífico clima? ¡Y no! ¡No respondas! —Cerré la boca—. No quiero escuchar tu voz de perro mojado de nuevo. No tenemos empleo disponible —siseó—. Ya vino alguien ayer.
—¿Perro mojado? —¿Ese era el trato a sus clientas? Con razón el local estaba tan vacío. En general, era el dinero de la gente que entraba por la puerta, fuera quien fuese, el que alimentaba a los salones de belleza. Ella era oficialmente la peor recepcionista del mundo—. ¿Cómo que vino alguien ayer? ¡Esto lo recogí hoy mismo y el pegamento aún estaba fresco!
Me echó una mirada de arriba abajo.
—Es que no calificas.
—¿Perdón?
¿Para lavar el cabello tenía que calificar? ¿Asistir a un curso de cómo aplicar shampoo? ¿Lucir como alguien que nació para aplicar shampoo?
—Que no... —Me miró de nuevo como si fuera un insecto—. Calificas.
Apreté mis manos en puños, adelantándome para tener una pelea ante la mirada y el silencio de las demás estilistas.
—¿Cómo que no?
Antes de que pudiera contestar la campanilla volvió a sonar y apareció un hombre. Su piel era oscura. Un tatuaje de dragón adornaba su brazo derecho. Se podía ver por entero debido a su franelilla. Me estremecí. Debía tener sangre fría para soportar andar tan descubierto. Y también tener mucha seguridad en sí mismo para poseer semejante cresta arcoíris. Era tan alto que se tuvo que agachar para que su peinado no chocara con el marco superior de la puerta.
—Miranda, disculpa la tardanza, la basura de Ryan se averió.
—De repente la cara de la recepcionista era una máscara de amabilidad—. Cuando llamaste, me dijiste que había alguien esperándome, ¿ya se fue?
—¿No tienes algún puesto más? —me atreví a seguir insistiendo cuando ellos decidieron entablar una conversación e ignorarme, al darme cuenta de que era su jefe. Quizás era el encargado o algo por el estilo—. Lamento interrumpir su conversación, ¿pero podría decirme si tienen empleo?
—¿Qué empleo? —preguntó él como si por fin hubiese captado mi presencia.
—Este. —Le entregué el anuncio—. Ella me dice que ya está cubierto desde ayer, ¡pero lo han puesto hoy! Yo misma lo arranqué esta mañana apenas lo colocaron.
—¿Así que andas arrancando carteles?
—Lo siento. —Él me miró apenado—. Layla vino primero.
—Pero...
—¡Me quemas! ¡Cuidado!
Ambos nos giramos. Una clienta estaba quejándose.
—¡No te muevas! —le gritó la estilista.
—Layla... —La voz del desconocido de My Little Pony fue susurrante, pero aterradora. Las presentes nos estremecimos—. ¿Qué te dije de cómo atender a los clientes? ¡Seguro como la mierda que no mencioné nueve mil ampollas en sus cabezas!
Layla, una morena de ojos azules, se cruzó de brazos. Por lo visto era la única no intimidada por la furia punk.
—¿Sabes una cosa, muñeca? ¡Renuncio! ¡Esto no es para mí!
—En medio de su griterío tiró el secador y se dirigió a la puerta—.
¡Púdranse!
Su desaparición fue el fin del espectáculo. Las chicas y yo, incluso Miranda, la recepcionista, nos quedamos en silencio, esperando la reacción del unicornio.
—Realmente lo siento, alguna de mis chicas terminará con usted y le haremos un descuento. —El hombre no se calmó hasta que la mujer asintió. Luego miró a las demás en el negocio y hubo una especie de comunicación telepática, porque de inmediato todas se pusieron a limpiar, recoger o a continuar con su trabajo. Me tomó por sorpresa acercándose y ofreciéndome la mano—. Hola, soy Gary.
Se la apreté.
—Rachel.
—¿Todavía quieres trabajar aquí? —Afirmé sin pensarlo dos veces. Miranda me importaba un rábano. Necesitaba el dinero—. ¿Puedes empezar mañana?
—¡Por supuesto! —respondí sin poder creer que por fin lo había logrado.
—Entonces nos vemos mañana a primera hora.
Lunes, 29 de noviembre de 2010
Nathan
Amanda odiaba las sorpresas.
Esta era una de esas ocasiones en las que tomar el riesgo valía la pena, porque últimamente nuestra relación se había estado deteriorando de forma significativa. No solo era por mí y el asunto de Rachel van Allen, mi sucio secreto, escondido en las más recónditas profundidades de mi mente, sino también por sus estados ánimo. No sabía si se trataba de alguna jodida cosa femenina o pánico al compromiso, pero en lo que a mí respectaba su sonrisa ya no era la misma. A veces se tornaba tan triste que me cuestionaba si nuestra decisión de formar una familia, de vivir juntos, era la correcta para ella.
Eso era cuestionar el futuro que llevaba años armando.
—No, haz como Helga. —Mi secretaria con catarro que se tomó el día libre—. Hazlo sencillo, Megan. Solo cancela lo de hoy. Tengo... tengo cosas más importantes que hacer.
—¿Seguro, señor? La gente de los vinos...
—Seguro —la corté colgando.
La gente de los vinos eran los Van Allen.
Solo pensar en ellos era un puto dolor de cabeza.
Dejando de lado lo laboral, cogí de la guantera la delicadeza de plata que contenía mi primera táctica de persuasión para averiguar qué ocurría. El collar de esmeraldas, adquirido en una subasta de objetos de valor, había pertenecido a lady Elizabeth Lowell, una viuda londinense que se negaba a casarse de nuevo con el hermano de su difunto esposo, lo que esperaban de ella, pero que al final terminó siendo obligada a contraer nupcias y relatando su trágica vida en diarios. Estos también incluían su amor por el mayordomo y el hijo que ambos tuvieron. No era lo más apropiado para Amanda, las joyas no iban con ella, menos una que arrastrara tanto drama; no estaba a la par con su personalidad: sencilla y dulce.
Pero según Natalie las esmeraldas eran lo mejor para sobornar a una mujer.
Durante mi trayecto por el sendero de grava ajusté mi corbata, me cercioré de tener buen aliento y al llegar le eché una ojeada a mi reflejo en los vitrales de la puerta. Era atractivo, inteligente y maduro, dispuesto a hacer lo que fuera para conseguir lo que deseaba. Definitivamente, un buen partido listo para saber cómo recuperar a su mujer.
Pero no para saber la razón de su lejanía.
Al abrir, la escena con la que me encontré era todo, menos un estímulo para hacerme creer que la brecha que se había abierto entre nosotros pudiera cerrar. Amanda estaba en casa, sí. Era todo lo que un hombre podía desear, lo que yo deseaba para el resto de mi vida, sí. Y el motivo de tanta distancia era que también tenía un sucio secreto: estaba besándose con Helga, mi secretaria.
Mujer.
CAPÍTULO 4
Rachel
Le guiñé un ojo al espejo.
—Fabulosa.