Deseos encontrados. Oscary Arroyo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Oscary Arroyo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013201
Скачать книгу
invitadas rompió bolsa. Tengo que ir a cerciorarme de que está todo bien. Mamá está ocupada intentado encontrar a Rachel. Ha estado buscándola por horas para presentarle al hijo de un diplomático, jugando a la casamentera ahora que terminó con Thomas.

      Loren hizo una mueca.

      —Te acompañaré.

      La morena me echó un vistazo de reojo.

      —¿Qué hay de él?

      El hijo de mi socio se encogió de hombros.

      —Estamos trabajando en hacerlo más responsable de sus acciones. —Me ofreció una sonrisa burlona—. Podrá manejarse solo por unos minutos, ¿o no, hijo?

      Asentí, a lo que ambos se marcharon. En mi estado de embriaguez no pude hacer más que dejar con cuidado la copa en el borde de la baranda del balcón, acción que tomó casi dos horas, e ingresar a la casa ignorando el sonido del cristal que se rompía y el grito que le siguió, que venía desde abajo.

      —¿Dónde está el baño? —interrogué a la primera persona que se me cruzó.

      La mujer rubia me observó como si fuera un mono de feria, lo cual no me importó, y susurró algo en el oído de su amiga. Las dos me señalaron un par de puertas blancas al final del pasillo. Al llegar descubrí que ambos servicios estaban ocupados y maldije.

      —¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó una dulce voz a mis espaldas.

      Cuando me di la vuelta, sentí un golpe en mis pelotas.

      El cabello negro se rizaba a la altura de su cintura y contrastaba con la palidez de su piel. Impresionaba cómo su figura curvilínea encajaba a la perfección en la pieza de satén azul que era su vestido, color que a su vez resaltaba el gris de sus ojos, que me recordaban las tormentas, eran de la misma tonalidad que adquirían las nubes. El rostro de aquella mujer también era una obra de arte; labios rojos y carnosos, pestañas largas que impactaban con sus mejillas, hoyuelo en la barbilla, nariz respingona y cejas perfectamente arqueadas.

      No podía creer que tanta hermosura estuviera frente a mí.

      —Necesito ir a un baño —mentí.

      Lo único que necesitaba era descubrir si la textura de su mejilla era tan suave y cálida como se veía y repetir la operación con cada centímetro de su cuerpo.

      La lindura señaló las puertas tras de mí.

      —Ahí están.

      —Ocupados.

      Pensó tanto antes de volver a dirigirme la palabra que creí que no lo haría de nuevo. En ese intervalo no perdí el tiempo, evalué e imaginé el tamaño de sus pechos. No me quejaría si llegaban a llenar mis manos. Sin embargo, al recordar aspectos de mi vida, me reprendí. Las tetas que me importaban eran las de Amanda, ninguna más.

      No tardé en olvidarlo de nuevo.

      —Ven conmigo —ordenó dándose la vuelta para brindarme la visión de su trasero.

      Su vestido tenía corte en la espalda, pero su piel estaba cubierta por una melena oscura. La seguí, embobado, a lo largo de un interminable pasillo.

      —¿Qué es esto?

      —El cuarto de huéspedes. —Cerró la puerta de la habitación y pasó el pestillo, encerrándonos con una expresión maliciosa—. Aquí hay un baño.

      Fue mi guía hasta que me empujó a un sanitario privado. Me situé frente al lavabo de mármol y me limpié el rostro. Las ganas de devolver la cena habían mitigado desde que más de tres cuartos de mi atención estuvieron sobre la morena. Mientras buscaba borrar con agua y jabón la cara de idiota que tenía, un trueno resonó en el exterior. Giré el rostro justo a tiempo para ver cómo pegaba un brinco que consiguió torturarme con el bamboleo de sus senos. Estaba tan bebido que mis prejuicios se distorsionaban. En su lugar la imagen de ella sobre el lavabo, abierta de piernas y conmigo incrustado en su ser se hacía cada vez más nítida; no importaba quién me esperaba en casa.

      Hice una laguna entre mis manos y me sumergí en ella por pecador.

      —¿Te sientes bien?

      No sabía si fue la genuina preocupación que brillaba en su mirada o su acercamiento, pero tal intimidad me empezó a impacientar. Ahora mi mareo era por su presencia y el aroma a melocotón que la caracterizaba, así como su aparente inocencia. Parecía no darse cuenta de los efectos que producía en mí, aunque podría estar sucediendo justo lo contrario, saberlo muy bien y sacar provecho de ello.

      De nuevo hubo un borrón de pensamientos, pues se movió hasta quedar a tan solo un paso de mi alcance. Estuve a punto de hacer la señal de la cruz para enviarla lejos, para distanciarme de la tentación.

      —Aléjate —dije.

      —¿Por qué? —Mi intento de apartarla solo la atrajo más—. ¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor?

      —No. —El pervertido dentro de mí hacía movimientos de empuje con sus caderas mientras asentía—. Gracias por traerme aquí. Pero tengo que...

      Repentinamente las luces se apagaron y nos dejaron a oscuras. De inmediato soltó un grito. Por instinto acaricié su antebrazo para transmitirle calma. Mis sentidos se perdían poco a poco en ella. El oído al escucharla por primera vez preguntándome si me podía ayudar en algo, la vista al descubrir lo hermosa que era, el olfato al percibir su aroma a melocotón y el tacto justo ahora, hallando suave su piel, lo que me llevó a preguntarme si pasaría lo mismo con el resto de su cuerpo.

      Mi caída no requirió saborearla.

      Pero aún así, la hice mía.

      Martes, 27 de julio de 2010

      Rachel

      De los cuatro kilómetros que debía correr, solo me faltaba uno.

      Eso era lo que me repetía a mí misma una y otra vez para alentarme. Otro de mis métodos para no desfallecer era subir todo el volumen del iPod para así no escuchar el ritmo entrecortado de mi respiración. Estaba agotada. I Like It, de Enrique Iglesias, era responsable de mis pasos. Formaba parte de ese porcentaje de la población que no sobreviviría al ejercicio sin música.

      A los quinientos metros pasé por enfrente de las bancas y le sonreí a Jim, el hermano de mi ex, en un acto involuntario. Costumbre. El muy presumido, sin embargo, dejó ver el resultado de años usando frenillos al devolverme la sonrisa. Verlo era como presenciar una copia barata de las propagandas de Gatorade. Sostenía un termo con agua y su trabajado pecho estaba expuesto a la vista. Rodé los ojos ante la cantidad absurda de admiradoras que lo rodeaban. Ellas también lucían extremadamente bien en faldas y tacones cuando se suponía que era un sitio para hacer ejercicio, mientras yo, el puerquito que corría tras el trozo de comida por toda la pista, estaba necesitada de un buen baño.

      Tan solo faltándome cien metros para acabar, me encontré con que alguien no se había tomado la molestia de retirar la valla luego de saltarla. Para no tropezar ni golpear al que estaba corriendo junto a mí en el canal de al lado, tuve que pasar sobre ella. Por suerte era baja y con facilidad logré seguir corriendo. Odiaba que lo hiciesen. No era la primera vez que una arruinaba mi tiempo. Ahora tendría que esperar hasta el próximo miércoles para averiguar mi actual potencial. En cuestión de segundos alcancé la meta con la decepción de no haberme superado.

      Nada de récords por hoy.

      —Hola, Rachel —saludó Jim desde el último escalón de las gradas.

      No tuve que girarme a identificarlo para saber que se había acercado mientras yo bebía agua. Un saludo no era suficiente para él. Quería baba y halagos. No obtenerlo de cualquier criatura viviente sobre el planeta debía estar matándolo. Era ese tipo vacío de persona. Me erguí