Tal vez incluso debería darle las gracias. De no ser por la paranoia que nació en mí tras toparme con ella, pude haber ignorado la infelicidad de Amanda y vivido una mentira para siempre.
—Mi vida es una mierda —murmuré en el… ¿décimo? trago semiacostado en la barra completamente borracho—. Soy una mierda.
El barman que le siguió el turno a la rubia, mientras limpiaba la barra, negó.
Sí. Lo admitía. Separé los brazos a ambos lados de mi cuerpo, alzándolos. Me emborraché hasta los ojos en casa de Rachel van Allen y me desperté con ella sin siquiera saber quién era. Al recapacitar me excusé de forma mental con una violación masculina para sentirme mejor conmigo mismo. Luego, como si ya de por sí no fuera patético, la traté pésimo cuando fue a rendirme cuentas por temor a que el amor de mi vida me dejara. Había sentido miedo de Rachel, de Amanda, de la opinión de mi madre, de las mujeres, de enfrentarme al mundo sin un plan. Era un cobarde asustadizo. Por cómo sentía que me miraban estaba seguro de que podía verse reflejado en mis ojos, que el barman, los de seguridad, el cartero, mis obreros, mi hermano, mis amistades y todo aquel que se detuviera a mirarme lo suficiente lo sabría.
Era la deshonra de la masculinidad.
—Calma, Watusi.—Diego rio. A su lado estaba la barman coqueteándole después de salir de su turno. Al parecer había aceptado su tour alrededor del mundo—. Ya basta, Nathan, ¿no ves cómo te miran? Deja de lamentarte y consigue algo de acción. Seguro que con Amanda no la tenías.
—Amanda quería conservarse para la boda. Ella… —Me costó un infierno completar la frase. ¿Cómo pude haber sido tan imbécil? Todo este maldito tiempo sin tener sexo no era porque quería guardarse, sino porque estaba demasiado ocupada explorando el sexo lésbico—. Quería que nos tomáramos un tiempo de castidad antes de la boda.
—Claro —murmuró entre risas que me hicieron preguntarme, no por primera vez, qué clase de amigo era y por qué mierda lo había llamado.
—Cállate—gruñí.
—Ojalá hubiese conocido esa excusa antes. Quizás así Tara…
—Tara era demasiado buena para ti —intenté devolverle el golpe con el recuerdo de su exesposa. Había estado enamorado de ella, pero se comprometió siendo demasiado joven y tonto—. Solo estaba buscando una excusa para dejarte.
—Quizás. —Se encogió de hombros como si no le importara, pero por cómo forzó una sonrisa supe que había dado en el clavo. Esto, lejos de ser una noche de hombres que se consolaban entre sí, era quién jodía más el corazón del otro para no pensar en el suyo propio—. Pero joder, al menos a mí no me hizo Watusi, Watusi.
Gruñí.
Watusi era el mamífero con los cuernos más grandes del mundo. Diego me lo decía, porque ya sabía la historia, debido a nuestra conversación por teléfono.
—No lo sé, ¿no te preguntas cómo es que se casó tan pronto después de ti?
Diego sonrió con amargura en vez de llorar.
—Le pregunté. Dijo que necesitaba pagar la renta.
—¿Hablas con ella?
—¡Claro! ¿Es que tú planeas romper el contacto con Amanda? Si lo haces, no sabes lo que te pierdes. Si le sigues hablando, puede que un día la nostalgia entre ambos surja y decidan recordar viejos tiempos. En tu caso te envidio. —Tomó un trago de su coñac—. Puedes sobrepasar las fantasías de cualquier hombre teniendo un trío entre tu ex y tu secretaria.
Hice una mueca; esta mierda me afectaba.
—¿Cómo es que terminamos así?
—¿Cómo? —preguntó sin entender mientras rodeaba con su brazo a la barman.
—El futuro que teníamos planeado… tú con Tara, yo con Amanda, ¿cómo se desvaneció, Diego? Hace un año me habría reído.
—Negué—. No lo entiendo.
Dándose cuenta de que realmente había tocado fondo, palmeó mi espalda.
—Quizás la vida nos tiene preparado algo mejor.
Hice una mueca. No imaginaba nada mejor que un futuro con la chica de la cual había estado enamorado desde niño.
Jueves, 30 de diciembre de 2010
Rachel
Amaba gastar el dinero de Lucius al punto en el que solo los guardias, anunciando el cierre comercial, me detenían de llevarnos a la quiebra. Aun con mi actual presupuesto seguía teniendo alma de compradora compulsiva. Pero nada, ni siquiera las compras, me era gratificante con Ryan y siete meses de embarazo por una serie de motivos. Entre ellos destacaban los tobillos de hipopótamo, el planetario en el que se había convertido mi abdomen y las máquinas expendedoras de yogur a las que todavía les decía pechos. Mis cambios de humor eran incontrolables, imparables e impredecibles. Me costaba tanto mantenerme de pie como sentarme. Incluso había renunciado a dormir boca abajo, lo cual amaba.
Sinceramente, no entendía cómo las mujeres pasaban por esto una y otra vez. Si tuviera dinero, alquilaría un vientre. Después de todo el bebé no lo recordaría.
Ryan, inconsciente de mis pensamientos, señaló otra tienda.
—¿Quieres?
—Bueno —farfullé—. Pero es la última.
—Como quieras. —Se encogió de hombros—. Es tu bebé el que viene al mundo.
—No lo voy a recibir con las manos vacías. Hay un montón de cajas con cosas de bebé en mi habitación —le recordé mientras entrábamos. Gary también insistía en endeudarnos más y más para preparar su recibimiento. Estaba genuinamente agradecida por su colaboración, pero tampoco íbamos a recibir a una estrella de rock que debía vestirse cada dos horas con un atuendo diferente. Ni siquiera yo era tan pretenciosa—. Ryan, Dios, él tiene más ropa que los tres juntos.
—Ella.
—Él.
—Ella. —Me enseñó un vestido blanco con lunares rosas, así como sus dientes al sonreír por el placer que le ocasionaba llevarme la contraria—. ¿No es lindo?
—No es amarillo. — Ya que en contra de lo que deseé en un principio, no quise saber el sexo, sus cosas eran bastante unisex. Todas de un tono amarillo, blanco o verde suave—. Los vestidos están prohibidos.
Metió la prenda en una cesta que no lo vi tomar.
—¿Por quién? ¿Por ti?
—Sí —le contesté tomando un patito de hule: todos los bebés tenían uno.
Y era amarillo.
—¿Y quién eres tú para prohibírmelo?
Lo fulminé con la mirada.
—La que paga.
Se encogió de hombros.
—Este lo invito yo.
—Ryan… —gruñí con su mano sobre mi vientre que me detenía.
A diferencia de cómo sucedía con todas las demás personas, su toque no me transmitía molestia. Estaba acostumbrada; aunque fuera un imbécil, estaba segura de que en verdad le importábamos.
—Es solo un vestido, Rachel. Si no es niña, se lo regalaré al perro del vecino.
Hice un mohín, mis labios temblaban. El vecino tenía un pequeño carlino gruñón bastante varonil, pero también una hija que lo vestía con tutús y lo sacaba a pasear llamándolo su pequeña hada madrina cuando su papá no estaba. Ryan, sabiendo que había ganado la batalla, se dio la vuelta y continuó molestándome, seleccionando vestidos.
Viernes,