Jim colocó su brazo sobre mi hombro para retenerme.
—Nunca, jamás de los jamases, haría algo así. —El demonio de la promiscuidad me guiñó un ojo con complicidad. Contuve las ganas de vomitar. Olía a basura. En Navidad le enviaría un desodorante—. Estoy de tu parte, nena. Thomas es un idiota.
Me crucé de brazos y levanté una ceja.
—No te creo.
Jim tuvo el descaro de hacerse el herido.
—¿No? —Se acercó más, provocándome una arcada—. Lindura, si yo te tuviera no haría lo que él hizo —declaró negando con la cabeza, incrédulo—. No meteré las manos en el fuego por ese imbécil.
—Me dio una sonrisa de medio lado, una que estaba hecha para seducir, lo cual no hizo más que aumentar mi asco—. Su estupidez te regresa al mercado. Esta vez no me mantendré al margen. Jugaré mis cartas.
Terminó su discurso con otro guiño. Agradecí que se tomara la molestia de retroceder. Estaba a punto de vomitarle encima por la combinación del olor y el asco que me producían sus intenciones. Yo había estado con su hermano por años. Jim casi quería cometer incesto.
—¿Eso es todo lo que dirás? —Pisoteé—. No tengo tiempo para...
—No. —Se relamió los labios—. Tus pechos están más grandes y cuando corres...
Le propiné un pequeño puntapié en la rodilla que, lejos de lastimarlo, cumplió con su objetivo y terminó con el desagradable teatro. Sonreí con malicia al presenciar su mueca. Se lo tenía merecido por pervertido y mujeriego. Con sus quejidos venían las gracias de todas las mujeres del mundo.
—Si ya has terminado con el discurso introductorio a la peor noche que le das a tus citas, digo, víctimas, me voy —le informé.
Hice rodar las llaves del deportivo de Loren en mi mano antes de lanzarlas al aire y atajarlas intencionadamente; mi mirada, una invitación a acercase. Lo próximo que haría, si se acercaba, sería clavárselas en los ojos. Empecé a andar sin despedirme cuando vi que no sería tan estúpido, puesto que no gastaría más saliva sin necesidad.
—¡No te puedes ir! ¡Carlos me dijo que te dijera que quiere hablar contigo! —gritó.
Dubitativa entre hacerle caso o no, me detuve y traspasé un camino de cemento que me llevaba a las oficinas deportivas del complejo en vez de ingresar directo al estacionamiento. Ya dentro saludé a Sandy, la recepcionista, y con su permiso golpeé la puerta de la oficina de mi entrenador. No planeaba ir a las Olimpiadas, no era exactamente una deportista nata, pero había pertenecido al equipo de la universidad y de vez en cuando entraba en un maratón por los viejos tiempos.
—¡Pase! —El sudamericano esperaba tras un escritorio con papeles esparcidos. La oficina de Carlos era pequeña y sencilla, todo lo contrario a la de Lucius, pero acogedora—. ¡Rachel! ¡Necesito que me digas si vas a participar en los 10K del fin de semana! —exclamó burbujeante.
Tomé asiento, desconcertada.
—¡Claro! Te di mis exámenes la semana pasada —afirmé, recordando muy bien haberlos agarrado antes de salir de casa y...—. Te los di, ¿cierto?
Su silencio me hizo cubrir el rostro y gemir, infeliz con la idea de tener que ser pinchada de nuevo. Juraba que la carpeta había terminado en su destino, Sandy, pero durante los últimos días había estado muy ocupada con la boda de Marie y el aniversario de mis padres, hecha un lío, y a duras penas me quedaba tiempo para cubrir mis necesidades básicas, por lo que no me extrañaba que los hubiera dejado en casa.
—Sí. Lo que quiero decir es que... —Chasqueó la lengua. Ahora parecía incómodo—. Te apuntaste en la categoría equivocada.
—¿Qué quieres decir? —pregunté sin ocultar mi confusión.
Carlos suspiró y se cruzó de brazos, inclinándose hacia mí como si fuera a contarme un secreto. Yo no entendía nada. Siempre me apuntaba en la categoría profesional. No tenía el cuerpo plano que se necesitaba para ser un correcaminos, pero era veloz.
—Rachel... —Se estiró a alcanzar una carpeta violeta, mi carpeta, antes de abrirla frente a mí—. Según estos exámenes entras en la categoría de embarazadas.
Nathan
—¿Qué necesitas, cariño? —contesté.
No solía atender mi línea personal en horario laboral, pero Amanda siempre era una excepción, sobre todo últimamente. No estaba ciego. Hacía meses que la notaba distante sin motivo, pues estaba seguro de que no era consciente de mi aventura. El maldito error del que vivía arrepentido y que ella nunca sabría.
En condiciones óptimas, no borracho hasta los huesos, mirar a alguien más aparte de Amanda iría en contra de todos mis principios. Nos criamos juntos. Amy era lo único que conocía aparte de los negocios. Desde que éramos niños, en mi futuro siempre estaba ella como mi compañera, mi prometida, futura esposa y madre de mis hijos, en ese orden.
Era lo único indispensable.
En realidad, no se sentía como si la hubiera traicionado, porque no conservaba ningún recuerdo de mierda. Solo recordaba haber despertado junto a una extraña en una de las habitaciones de la mansión Van Allen. Mataría por un puto flashback que me ayudara a descartar teorías, pero hasta el momento no existía una escena concreta en mi mente que me obligara a decir si sí o si no. En lo que a mí concernía, pudimos tanto tomar una siesta como bailar la conga desnudos. Pero no indagaría demasiado en el asunto, no cuando lo único en el mundo que me podía dar respuesta era a su vez lo único a lo cual jamás me expondría de forma voluntaria.
Rachel van Allen.
Ese era el nombre de la heredera menor del magnate del licor. En mi última reunión con él me había dado cuenta de ello, pues Lucius nos sorprendió a todos con su lado paternal al sacar y enseñar una foto de su princesa mimada intentando hacer de casamentero, pero para mí no dejó de ser la cereza del pastel que la muñeca que me había atrapado fuera una arpía de sociedad. Me había pateado de manera mental una y otra vez por no notar su parecido con Anastasia van Allen, a quien sí conocía, desde un principio. De borracho debía tener mala memoria.
Ella no era una monja, por otro lado, como su padre la vendía. Si abusó de mi estado de embriaguez para tener un encuentro sexual conmigo, cuyos fines desconocidos podían ir desde el embarazo hasta decir que fui un abusador, cometió una violación a mi integridad que no permitiría. No le seguiría el juego.
—¿Nathan?
—¿Ah?
—¿Me escuchas? —preguntó con voz suave, para nada irritada por mi tardanza.
Maldición. Me acaricié la frente. Sentía que no hacía más que meter la pata.
—Sí, Amanda. Aquí estoy. —Tosí para aclararme la garganta y borrar el tono de culpabilidad en mi voz. Hizo un bajo sonido de reproche que pasó desapercibido por mí—. Pensaba. Estoy lleno de trabajo hoy. Disculpa.
Suspiró.
—Te llamé para decirte que hoy no podré llegar a casa —informó con un deje nervioso—. Comeré sushi con Lucy y otras amigas. Pasaré la noche con ella. Espero que no te incomode. Sé que tenías semanas preparando el maratón de películas para nosotros.
—¿Y eso? —Intenté hacerme el interesado, aunque no me importaba perderme el maratón o que saliera. Confiaba en ella. En realidad, ni siquiera tenía por qué disculparse. Amanda casi no salía con sus amigas. En los últimos días lo estaba haciendo más y eso me alegraba. Merecía disfrutar—. ¿Qué sucedió o qué celebran?
—Nada. Solo queremos