—El padre de Maddie es un donador de esperma.
Su mandíbula se tensó. Eduardo no era una persona agresiva, así que la furia en sus ojos lo hacía ver adorable.
—¿Es uno de esos idiotas que niegan la paternidad?
Hice una mueca. Nathan no solo había negado mi embarazo, sino que también había despreciado la oportunidad de ser padre. Me fijé en Madison, en sus preciosos ojos grises, pero más en su belleza, en la inocencia y bondad que emanaba mientras peleaba con su juguete. Pensar que ni siquiera le había dado la oportunidad de conocerla antes de tomar una decisión con respecto a ella me llenaba de un sentimiento oscuro y desagradable. Rachel van Allen no era una mujer perfecta. Dos décadas siendo una perra no se esfumarían en un abrir y cerrar de ojos, tal vez nunca dejaría de serlo, así que comprendía que no deseara nada conmigo, pero Madison era lo mejor que había hecho en mi vida. Probablemente también lo mejor en lo que él había participado y el idiota nunca lo sabría.
No entendía cómo alguien no podría amarla.
—Peor que eso.
Nathan
—Estás listo. —Gina Potter, mi nueva secretaria después de meses de búsqueda del reemplazo de Helga luego de que mi siguiente secretaria pidiera cambio de departamento porque mi presencia le causaba depresión o algo por el estilo, por lo cual no la culpé, salió de debajo de mi escritorio lo más rápido que sus tacones le permitieron—. ¿Quieres que te traiga la agenda de la próxima semana?
Levanté una ceja.
—¿Me tuteas?
Se sonrojó.
—Lo siento, señor, yo pensé… —Enderezó su espalda. Su expresión estaba llena de vergüenza. El Nathan de otra dimensión, uno que hubiera tenido un corte limpio con su novia, la habría invitado a salir. El Nathan de esta solo quería todo el sexo sin compromiso que pudiera tener, del cual se había privado en las otras etapas de su vida por amor—. ¿Quiere que le traiga la agenda de la próxima semana? Ya está lista.
—Bien.
—Lo haré en breve, señor. —Se relamió los labios—. ¿Algo más?
—Nada más. Puedes irte, Gina.
—Gracias por… todo, señor.
—Puedes irte —repetí echando la cabeza hacia atrás y cerrando los párpados, mientras la despachaba con un movimiento de mano.
Solo abrí los ojos cuando escuché el sonido de la puerta que se cerraba. Ahí, en mi soledad, dirigí la mirada hacia el ventanal que me ofrecía una buena vista de la calle en la que estaba situada la embotelladora. No había nada cerca para almorzar y no me sentía con ganas de ir al comedor de los trabajadores, porque seguramente me toparía con Gina y su grupo de amigas murmurando. Tomé mi saco y pedí un chófer. John me había mandado un mensaje con la dirección de su nuevo sitio de trabajo, una cafetería en el centro. Iría a visitarlo y a molestarlo un poco más con el asunto de la universidad. No sabía cuánto duraría en Brístol antes de que escapara de nuestra familia en un avión.
Rachel
—¿Primera vez? —preguntó una voz grave a mi lado.
Asentí.
—Primera vez.
—La primera vez es una mierda.
Me di la vuelta. Frente a mí estaba un pelirrojo con ropas holgadas, al estilo rapero y una barra metálica en la ceja. No tendría más de veinte. Debía de tener un niño o ser un pervertido que tomaba la primera oportunidad que se le había presentado para que nuestra conversación tuviera sentido.
—También pasé por eso —dijo como si leyera mi mente.
—¿Tu hermano?
—Mi hijo. —Parpadeé. Sonrió con amargura—. Adelante, dilo.
Fingí no tener ni idea de lo que hablaba.
—¿Qué cosa?
—Que soy muy joven para ser padre.
—Yo no…
—Lo piensas.
—No, en serio —insistí.
—Eres pésima mintiendo. —Hizo una mueca—. Pero lo que tú digas.
—Basta. —Reí—. Tampoco te llevo tantos años. Tengo veintiuno, ¿tú?
—Dieciocho.
—Pues entonces estamos en la misma sociedad de padres jóvenes, pero no de embarazos precoces. Eso es algo, ¿no?
—Padres, madres jóvenes —rectificó—. ¿O ese no es tu caso?
—¿Hablas de ser madre y padre al mismo tiempo? —Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Le dediqué una lenta sonrisa cómplice—. Culpable.
—Entonces te declaro mi socia. —Se enfocó en Madison—. Tiene tus ojos. Son muy hermosos. No me imagino qué tipo de imbécil podría no querer verlos cada día.
—No, ni te lo imaginas —murmuré—. ¿Qué tal te llevas tú con su mamá?
—Murió —Contuve las ganas de llorar por él, lo que debió notar por cómo se encogió de hombros para restarle importancia—. Nunca nos quiso, de todas formas. La extraño, pero está mejor así. Estamos mejor así. —Sonrió con melancolía. No hallé adecuado opinar, por lo que callé—. Soy Marco, ¿tú?
Le estreché la mano.
—Soy Rachel. Ella es Madison.
Como si hubiera reconocido su nombre, mi bebé asomó la pequeña cara de su lugar en mi cuello. Marco le sonrió encantado. No lo podía culpar. Estaba adorable con su gorro y botas para la lluvia.
—Un placer, Madison. —A Maddie también le estrechó la mano. Hice una mueca. Tendría que limpiársela con liquido antibacteriano cuando se fuera—. ¿Te quedas aquí?
—Desafortunadamente —contesté por ella con un mohín.
—Bien. Ya no les robo más tiempo. —Se cubrió más con su chaqueta de cuero—. Repito que fue un placer conocerlas. Espero verlas por ahí.
—Igual—murmuré mientras lo veía partir.
Como las supervisoras del turno de la tarde me indicaron, fui directo a la última puerta de aluminio del único pasillo. Toqué de forma suave, agradeciendo que Cristina, mi asistente, se ocupara de llenar los papeles y cumplir con los requisitos de la inscripción. Ya solo dejando a Madison en la guardería, se me rompía el corazón. Imaginaba que, de haber sido yo, hubiera llorado como una Magdalena sobre ellos hasta que se deshicieran, lo cual a mi parecer sería de lo más normal en vista de que estaba por compartir mi mayor tesoro para permitirme más horas de trabajo sin tener que recurrir al auxilio de Gary, Ryan o Cleo, mi mejor amiga, quienes tenían su propia vida con sus propias preocupaciones.
Una mujer en sus sesenta, uniformada, baja y de pelo gris me abrió.
—¡Hola! —saludó con animosidad—. Debes ser Rachel. Cris me habló mucho de ti. —Los nietos de Cristina estaban en el mismo kínder—. Por fin te conozco.
—También me habló de ti, er… ¿Sophia?
—Sophie.
Asentí.
—Ella es Madison. —Las lágrimas se acumularon en mis ojos—. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Dártela?
—Oh, cariño. —Nos abrazó a ambas. Olía a aromatizante de fresa para autos—. Me la das, te vas, le asignamos una cuna, la cuidamos, ella interactúa con otros bebés y regresas a las seis o a las