No obstante me casé. Supongo que fue por el ligero problema que siempre me ha acompañado… Me cuesta decir que no. Entiendo que pueda parecer fácil pero, como casi todo, nada es lo que parece.
Otro aviso fue durante el viaje de novios. Sus padres llamaban tres o cuatro veces al día, invirtiendo una hora en cada llamada sin que él hiciera lo más mínimo para interrumpirlos, como siempre, pero… ¡Es que estábamos en nuestra luna de miel! Pero ya me había casado. Así que decidí que, o me acostumbraba, o me volvería loca. ¡Y de verdad que lo intenté! Hasta que nació nuestra hija.
Los primeros días fueron especiales. Toda aquella que haya sido madre sabrá que son difíciles pero inolvidables. Mi hija fue muy buena y desde la primera noche durmió. Se podría decir incluso más. Debíamos despertarla cada cuatro horas para comer porque, si por ella hubiera sido, habría dormido toda la noche. Pero no obstante era duro. Los cambios de horarios, el estar pendiente, las visitas…
Durante esos días estuve muy cansada. Por la noche dormía cuatro horas seguidas, pero luego estaba una hora despierta dando de comer a la niña porque él trabajaba y no se hacía cargo entre semana. Bueno, ni los fines de semana porque, como la niña estaba acostumbrada a mí, era a mí a quien reclamaba. De hecho, cada vez que la cogía él, lloraba. No llegamos a saber el porqué, pero así era. El hecho de tener a mi madre y a mi suegra encima intentando “ayudar” constantemente, no fue tampoco mi mejor medicina en aquel momento. Pero claro, de mi madre podía encargarme yo. De mi suegra, por educación, no.
Le dio por llamar cada media hora, cuando no se presentaba en casa y abría con “su llave” sin llamar, a pesar de que ya le había insinuado en sucesivas ocasiones que no lo hiciera, al ser su hijo incapaz de hacerlo, y que hiciera el favor de llamar al timbre antes de abrir.
¡Era agotador! No dejaba de preguntar constantemente. Que si la niña había dormido, que si había comido, que si había cagado, que si había eructado… ¡Era inhumano! Nadie en su sano juicio hubiera podido soportarlo. Así que hablé con mi marido para que pusiera punto y final a esa situación si no quería que lo hiciera yo.
Y me dijo que hablaría con ella. Pero no lo hizo. Y pasaron seis meses. Seis meses en los que yo no cesaba de repetirle que necesitábamos nuestra intimidad y que por favor hiciera algo, delicadamente, pero que lo hiciera.
Así que un día exploté.
Recuerdo que estábamos todos en casa, para variar. Mi marido, mi suegra, mi suegro, mi cuñada y yo. Y sin ningún tipo de maldad, ella nunca hacía nada por maldad, pero hacía demasiado, ya me entendéis, intentó darme un consejo sobre cómo alimentar a mi hija, a la que poco a poco había comenzado a introducirle la fruta que, como todo niño, rechazaba en un principio por no estar acostumbrada.
Fue un hecho intrascendental, pero no pude evitarlo. Vi a mi marido allí, quieto, sin decir nada, y las palabras salieron de mi boca. Lo que no hice yo en su momento, lo hizo mi bruja interior.
—Quiero mi intimidad —me encontré diciendo.
—¿Qué quieres decir, hija? —contestó mi suegra. Me llamaba hija. No entiendo el porqué, pero bueno.
—Que quiero mi intimidad. Quiero recuperar mi vida. No quiero que me llames cada media hora para saber si la niña ha llorado, ha dormido, ha cagado o cualquier otra cosa. Llama una vez al día, si quieres, pero nada más. No quiero que abras la puerta sin llamar, no quiero tenerte en casa todo el día. Lo siento, pero quiero recuperar mi intimidad. La necesito.
—Vale, lo siento hija, no quería molestar.
Y ahí estaba. Yo era la mala. Todo el mundo mirando al suelo y, mi marido, que era el que tendría que haber intervenido o actuado antes para evitar todo eso, era quién más agachada tenía la cabeza. Mi matrimonio murió en ese mismo instante. No hubo nada que hacer.
No obstante, aguanté seis años más a su lado. Sí, tengo paciencia. O soy tonta. Últimamente he empezado a pensar lo segundo.
Tengo grabado el día en que le dije:
—Tendríamos que separarnos.
Era un soleado tres de marzo y estábamos esperando a que llegaran unos amigos que teníamos en común para celebrar el cumpleaños de uno de ellos en un bonito restaurante rústico. Había comenzado a estudiar nuevamente y terminaba de hacerme un comentario que fue la gota que colmó mi vaso.
—Lo que tienes que hacer es quedarte en casa cuidando de nuestra hija. ¿Para qué quieres estudiar? —había dicho segundos antes.
Sí. Habían pasado seis años, y lo habíamos intentado. Yo ya no le quería, creo que él tampoco a mí, pero le era cómodo. Tenía una mujer en casa que le cocinaba, le planchaba, le limpiaba y… Bueno, creo que no hace falta que sea más explícita. De cara al mundo exterior éramos la pareja perfecta. Cierto era que últimamente teníamos alguna discusión en público, pero como toda pareja. Pero en casa…
La frase: “Cualquier día te caes del balcón por accidente” no era la primera vez que sonaba. Tras escucharla en múltiples ocasiones, yo me había tirado el farol de que tenía un testamento secreto y de que, si algún día me pasaba algo, había dado indicaciones de que al primero que debían investigar era a él. Pero no parecía importarle demasiado.
Y esto era lo más bonito que nos decíamos. Había llegado un punto en el que no nos soportábamos. Por eso, su respuesta a mi afirmación me impactó, a la vez que supongo que me dio fuerzas para seguir adelante con una idea que simplemente había salido por mi boca sin pasar por mi cabeza.
—Cuando la niña tenga dieciocho años —contestó él.
¿En serio? ¿Estaba loco? ¿Pero qué me estaba contando? ¡Mi hija sólo estaba a punto de cumplir los siete años! ¿Tendría que vivir esta situación durante once años más? ¡No me podía creer lo que estaba oyendo! A pesar de que eso no era nada comparado con lo que tendría que llegar a oír. Con lo que se me venía encima, de hecho. Menos mal que no tenía ni idea.
Tras mi sorpresa inicial, decidí dejar la conversación para otro momento, un cumpleaños no era el lugar adecuado. Además, si lo miraba fríamente, debía hacerlo con tacto, ya que mi situación no era precisamente fácil. Lo había dado todo. Puede parecer increíble, pero mi confianza en él había sido absoluta. Y como consecuencia, en ese momento yo no tenía control sobre nada. Por poner un ejemplo, ni siquiera sabía qué cuentas bancarias teníamos abiertas. Si teníamos deudas contraídas o no, ninguna contraseña de ningún tipo, si poseía firma electrónica de documentos oficiales,… Y eso sólo era en el tema material. Por haber ignorado las señales, ahí estaban las consecuencias.
Pero yo no podía continuar viviendo una mentira sólo por miedo. Y tenía miedo, mucho miedo. ¿Cómo no tenerlo de alguien que no sabes cómo va a actuar? ¿De alguien en quien has confiado ciegamente, que tiene cara de buena persona pero por dentro es el mismo diablo? A mi cabeza vino el hecho de que ya había dado pistas en varias ocasiones de lo que iba a ser mi vida a partir de ese momento si decidía seguir adelante con aquello.
Sí, tenía motivos para tenerle miedo. Pero debía ser fuerte. A pesar de todo, ese día no volvimos a hablar del tema.
Otra de las “pistas” que no supe descifrar fue que, cada vez que intentaba entrar en mi correo electrónico, me encontraba con que la contraseña había sido modificada. Yo no entendía