La influencia de los profetas Daniel e Isaías, sobre todo, fue grande en la «mentalidad» y acción de Jesús. La perspectiva de que la teología daniélica del «sabio» piadoso respecto a Yahvé y la isaíaca del «siervo de Yahvé» inspiraron el comportamiento de Jesús y de su grupo. Ello se percibe en sus valores sociales: Jesús se manifestaba siempre en defensa de los pobres y de los desposeídos; Jesús se oponía a las exigencias absolutas de obediencia que manifestaba el Imperio romano; por ello se opuso sibilinamente al pago del tributo al césar; Jesús fue un partidario decidido de la restauración de Israel, pero no era de ningún modo amigo de la violencia. Al igual que los «sabios» del libro de Daniel, Jesús adoptó, por un lado, una figura de profeta sapiencial y se dedicó a instruir a todos los que pudo en la verdadera justicia, pero, por otro, dejó la venida del Reino absolutamente en manos de Dios, lo cual significa una actitud totalmente pacífica. Evitó la atracción de la revolución armada y practicó una resistencia pasiva frente al poder siempre confiado en la intervención divina. La acción de Jesús contra el Templo —la denominada «purificación»— debe interpretarse como un acto profético y simbólico, no violento.
Finalmente, Jesús pudo entender su muerte casi como una necesidad de su misión. Jesús pudo tener clara consciencia de que podría no ser el primer judío que iba a tener un fin violento por propugnar opiniones religiosas disidentes; pudo entender su final como algo previsto por Dios: ya fuere al igual que el sabio (Daniel) que tiene tribulaciones, muere y luego va a ser vindicado por Dios, o bien como el profeta-siervo-mártir (Isaías), que acepta heroicamente su muerte fundado en una firme esperanza de que Dios acabará haciéndole justicia.
2. Aspectos que me parecen positivos en las perspectivas de Sean Freyne son los siguientes:
a) Sin duda es interesante y debió de ser real la influencia sobre Jesús, como un judío galileo, de su procedencia geográfica y de las lecturas de su Biblia —en especial Daniel e Isaías— y quizás también de libros como el 1 de Henoc que más tarde no serían admitidos en el canon. Además, nuestro autor ha procurado iluminar la vida y propósitos de Jesús gracias al uso del llamado criterio de «plausibilidad histórica» [véase p. 215] es decir, ha intentado explicar a Jesús de acuerdo con el entorno sociológico, antropológico y teológico del Israel del siglo I de nuestra era. Y es loable procurar discernir el pensamiento de Jesús por el uso que pudo hacer de las Escrituras que tenía a su disposición.
b) Respecto a la influencia en Jesús de su procedencia geográfica, Galilea, en su mentalidad, actitudes, acciones y palabras, poco o nada tengo que objetar. Estoy convencido de ello: el lector de los evangelios siente que Jesús muestra una cierta distancia respecto al Templo y a la religiosidad en torno a él, así como su insistencia en la piedad individual e interior, más que en la exterior.
c) De acuerdo también en el aprecio de Jesús por la oración, la poca importancia que él otorgaba a meras cuestiones de pureza ritual —aun sin renegar de ella—, que se explica bien por haber nacido y vivido en una tierra de religión judía, pero alejada dos o tres días de camino del Templo, y rodeada de paganos por todas partes, con los que había que convivir… y negociar.
d) Admito gustosamente que es interesante la postura metodológica de Freyne de contemplar algunos episodios evangélicos bajo la luz de que la respuesta de Jesús a diversas cuestiones morales estaba condicionada no solo por la mencionada percepción del paisaje en sí mismo o las gentes de Galilea, sino por una teología de la creación amorosa de Dios, que se fija especialmente en Israel, más que en una teología del Deuteronomio que presenta a Yahvé sobre todo como guerrero y dueño absoluto de la tierra, y que determina según su omnímoda voluntad quién va a habitar en ella.
e) Es interesante también la perspectiva de Freyne sobre cómo la postura de Jesús respecto a los paganos estuvo condicionada igualmente, aunque en parte, no por motivos de pura tradición étnica popular o de prejuicios etno-xenófobos, sino por la influencia de las historias bíblicas de la conquista y del asentamiento de Israel en «Canaán». Jesús, como perteneciente en sus inicios al círculo del Bautista, debía de estar acostumbrado a leer y releer las Escrituras para escudriñar en ellas la voluntad de Dios; por tanto, la influencia del pensamiento divino —tal como él creía entenderlo— era extrema.
f) Y me parece igualmente interesante cómo enfoca Freyne el influjo del libro de Daniel sobre Jesús, no solo como se hace tradicionalmente —la construcción de la figura del «Hijo del Hombre» por parte de Jesús, o de sus biógrafos los evangelistas, está influida por Daniel 7—, sino ante todo por las páginas dedicadas al estudio del ideal del «sabio» daniélico (hebreo maskil, una de sus posibles acepciones), instructor del pueblo en la ley divina y aceptador de la voluntad de Dios en lo que se refiere al futuro escatológico de Israel, y cómo la imagen de ese sabio pudo influenciar a Jesús.
3. Señalo ahora aquello en lo que discrepo del punto de vista de Sean Freyne:
a) Veo una notable dificultad subyacente en la afirmación de nuestro autor de que entre Jesús y Pablo no hay fractura ideológica alguna, sino solo evolución de pensamiento y explicitación de ideas. Ya he sostenido en este libro que, por ejemplo, el concepto de la Ley y de la salvación del ser humano —que implica además una noción especialísima de la figura y función del Mesías en Israel— son radicalmente distintas en Jesús y en Pablo: no hay un puente posible entre ellas [pp. 39, 61].
b) Tampoco acaba de convencerme la perspectiva de Freyne cuando analiza en bastantes páginas de su obra el libro de Isaías (el profeta preferido de Jesús, es verdad) tratando de probar cómo tanto el Nazareno como su grupo se inspiró en la imagen de «Sión-siervo», en los «siervos de Yahvé que tiemblan ante la palabra divina» y finalmente en la enigmática figura del «Siervo individual de Yahvé» para dar sentido a su misión, en especial al final de ella, incluida su muerte. No digo que no influyera, sino que algunas consecuencias que se extraen de tal influencia no son de recibo a mi entender. Así, y a pesar de toda la argumentación, no creo plausible que Jesús entrara en Jerusalén —episodio que considero histórico prescindiendo de pequeños detalles redaccionales— como pretendiente mesiánico regio y que a la vez había madurado, y aceptado, la idea de que tenía que morir por voluntad divina. Por el contrario, el decurso de la entrada triunfal y lo que ocurrió después me parece que es un signo de que Jesús fue a Jerusalén para triunfar decididamente. De lo contrario, después de haber estado huyendo de la policía de Antipas en diversas ocasiones, no tenía sentido alguno ir a Jerusalén con la idea de morir en las manos, si no del tetrarca, sí en las de otro poder enemigo acérrimo de Yahvé, Poncio Pilato.
c) Tampoco me convence que ese mismo Jesús hiciera lo que hizo en el Templo (Mc 11,15-17) con una visión clara de que el plan de Dios para él, ya en ese momento, contenía la exigencia de su muerte, y mucho menos que su muerte fuera «vicaria» en sentido pleno, es decir, «morir en vez de otro». He indicado ya (supra) que, salvo error por mi parte, no hay en todo el judaísmo anterior al siglo I (ni en la Biblia ni en los luego declarados deuterocanónicos o apócrifos) ni un solo texto de que un mártir «muera en lugar de otro», y que esa muerte sirva de expiación de los pecados del que queda con vida. Debo hacer hincapié en que esa idea de «morir por/en vez de» no es judía, sino griega. Pablo la aprendió muy probablemente desde su escuela en Tarso y la aplicó para interpretar la muerte de Jesús. Pablo combinó una idea griega («morir por») con otra muy judía («expiar los pecados»). Se ha argumentado muchas veces que ni 2 Mac 6,28 ni 7,37-38 presentan esta noción. No me lo parece; no son textos que expresen esta idea de «morir por».
d) Y si sostengo que Jesús no fue a Jerusalén para morir, igualmente debo señalar que tampoco me parece convincente la larga argumentación de Freyne para probar la posibilidad de que Jesús iluminara toda su vida y la de su grupo con la teología del «Siervo de Yahvé», porque esta incluía necesariamente la idea de un final catastrófico, como se lee en Is 53,8-9: «Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido; y se puso su sepultura entre los malvados y