Aproximaciones de hoy al Jesús histórico. Antonio Piñero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Piñero
Издательство: Bookwire
Серия: Estructuras y Procesos. Religión
Жанр произведения: Религиозные тексты
Год издания: 0
isbn: 9788498798203
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del Nazareno consistió en asumir los prenotandos teológicos de Juan, que a su vez se enmarcaban en la trama de la esperanza escatológica del judaísmo de la época: se acerca el juicio divino, pero el pueblo elegido camina hacia la perdición. Se impone andar por un nuevo sendero. Juan lo escenifica predicando en el desierto. Este lugar es donde el pueblo debe iniciar un nuevo éxodo hacia la tierra prometida, la salvación. El bautismo significará el nuevo ingreso de Israel en la tierra prometida. La etapa definitiva de este proceso será la implantación del reino de Dios. Este comenzará por un gran juicio purificador, que luego desembocará en un estadio de paz y vida plena que puede denominarse el gran shalom (estado de bienaventuranza) para Israel.

      Para algunos cristianos, la perspectiva de un Jesús que pasó un cierto tiempo, amplio, de meses probablemente, con Juan Bautista tras ser bautizado por él es bastante sorprendente. Pero la historicidad de este hecho parece indudable, porque está testificada unánimemente por la tradición evangélica antigua. Además, no pudo ser un invento de la Iglesia posterior, pues esta nunca se sintió cómoda con algunas consecuencias que los lectores podrían obtener, a saber, ideas equivocadas sobre la naturaleza de Jesús y de su misión. Por ello intentó por todos los medios que esta primera etapa quedara difuminada, o resultara acomodada y, en algunos casos, camuflada cuando la leyeran los cristianos. Se creó así, por ejemplo, la inversión «maestro Juan/discípulo Jesús», que pasó a convertirse en «Juan precursor/Jesús mesías, personaje de rango superior».

      Vidal acepta que el origen de Juan Bautista es oscuro, pero que su predicación y actuación se entienden bien si de algún modo se lo relaciona con la secta esenia, y en concreto con la teología de Qumrán. Como profeta, Juan experimentó la crisis de amplio espectro del Israel del siglo I. Fue una crisis política y de identidad nacional: Israel bajo el dominio de una potencia extranjera y pagana; fue una crisis religiosa: imposibilidad de cumplir totalmente la ley de Dios en esas circunstancias; y fue finalmente una crisis económica: opresión del pueblo por la depredación avariciosa e institucionalizada de los poderosos y ricos, tanto connacionales como extranjeros. Juan Bautista ofrecía a las gentes que oían su predicación una salida a esta crisis múltiple que conducía al pueblo judío a una situación de total fracaso, hacia el camino de la perdición definitiva. Todo Israel estaba contaminado por el pecado y de nada valía declararse nominalmente hijo de Abrahán, ya que la alianza con Yahvé estaba anulada de hecho.

      Al parecer, Juan Bautista distinguía dos momentos básicos de reforma del pueblo. El primero —el presente de su misión profética— tenía el carácter fundamental de preparación de la etapa decisiva del futuro (segundo momento) y estaba localizado fuera del territorio de Israel, en el desierto, como en los inicios del pueblo —según la tradición bíblica— antes de ingresar en la tierra prometida. El pueblo debía comenzar otra vez su marcha arrepentida hacia Dios. El Bautista simbolizaba este nuevo comienzo con dos grandes símbolos: a) el sitio en donde él predicaba, el desierto, en la cuenca oriental del Jordán, lejos de la sociedad contaminada, sobre todo de las ciudades, era el «lugar» del pueblo del Israel primitivo: peregrino hacia la heredad que Dios le iba a entregar; b) el segundo signo era el bautismo en las aguas del Jordán. Este simbolizaba la conversión con el arrepentimiento de los pecados, el perdón divino y el nuevo ingreso de Israel, ya purificado, en la tierra prometida. El segundo momento acontecería ya dentro del territorio sagrado de Israel en un futuro muy cercano. Juan Bautista no pensaba en un final del mundo tal como nos lo imaginaríamos hoy, sino en una transformación real en los aspectos sociales, políticos, económicos y religiosos de la tierra y del pueblo de Dios. El Bautista anunciaba la presencia salvadora de Yahvé para su pueblo. Pero el realizador de esa transformación no sería él mismo, el profeta anunciador, sino otro. Los evangelios no dicen claramente quién era, sino solo que Juan Bautista pensaba que era «uno mayor que él», es decir, quizás Dios mismo o un delegado suyo, semicelestial o celeste, o bien un ser humano con especialísima ayuda divina. Solo la tradición cristiana verá posteriormente en este personaje «mayor» a Jesús.

      Este proceso de transformación de la tierra y gentes de Israel tendría dos fases: A) La primera sería un «gran juicio» purificador de Dios, el gran día de la «ira de Yahvé»: los malvados del pueblo (y se supone, de las naciones) serían aniquilados como la paja por el fuego o el árbol malo por el hacha. B) En la segunda fase surgiría la época de la gran paz, la plenitud de vida espiritual y material para Israel en este mundo de acá abajo, solo que purificado y transformado. En esa tierra se cumpliría un «bautismo por el Espíritu Santo», es decir, la actuación plena de la potencia transformadora de Dios, que llevaría a la plenitud de la vida humana.

      El segundo proyecto de Jesús representa en realidad el primero auténticamente propio del Nazareno. Cuando Juan desapareció de la escena debido a su muerte violenta, Jesús no se desanimó, sino que comenzó un segundo proyecto: la misión en Galilea, cronológicamente la más amplia y suficientemente documentada. Jesús emprendió esta misión independiente con nuevas ideas, aunque conservando siempre la estructura básica de la teología del Bautista. Jesús descubrió que, a raíz del asesinato de Juan, Dios había decidido adelantar su actividad liberadora del pueblo con una dimensión nueva. Y que el agente encargado de proclamar esta decisión divina era él. Aquí hay que situar los inicios de la conciencia mesiánica de Jesús. Al parecer, ya el encarcelamiento de Juan provocó en Jesús la idea de que Dios actuaría enérgicamente en esos momentos de desesperanza. Según Vidal, Jesús hubo de tener tras la muerte del Bautista una suerte de revelación fundante, que equivalía a su vocación como agente mesiánico de Dios. Pero no debe imaginarse esa revelación como una visión o un éxtasis, sino quizás como una iluminación interior que daba un nuevo sentido a su misión. Lógicamente, según el proyecto de Juan, Jesús debió de sentirse como «el más poderoso», el «esperado» por el Bautista; es decir, tenía que asumir la función de agente mesiánico de la liberación definitiva de Dios. Consiguientemente también, fue entonces cuando Jesús comenzó a proclamar y a escenificar como ya presente el futuro anunciado por su maestro.

      Por ello, la misión de Jesús no tuvo como escenario el desierto (igual que en el Bautista), sino la tierra de Israel. No era ya tiempo de preparación, sino de la presencia del acontecimiento liberador y definitivo de Dios. Este no se iniciaba con el gran juicio purificador, como había anunciado Juan, sino con la irrupción de la acción transformadora del Dios soberano, que Jesús designaba como «reino de Dios». El «reino de Dios» era un símbolo que designaba en Jesús una realidad que tenía el mismo carácter fundamental que albergaba tal «símbolo» en la esperanza israelita. Se trataba del acontecimiento liberador único y definitivo con el que Dios iba a transformar la historia de Israel y, por su medio, el final de la historia de todos los pueblos. En correspondencia con sus orígenes, que en Israel iban asociados con la categoría política de Estado independiente y soberano, el reino de Dios era un símbolo de tipo político y social. Su perspectiva afectaba a la existencia del pueblo israelita en su conjunto. Y esta esperanza era compartida por Jesús con todo el judaísmo de su época, y por tanto también con Juan Bautista.

      El reino de Dios para Jesús no debió de consistir en un acto puntual de carácter mágico, sino —según Vidal— en un acontecimiento dinámico, cuyo proceso se desarrollaría en varias etapas. La primera estaba dedicada a la misión por los poblados rurales de Galilea y su entorno. Jesús descubrió en el campesinado galileo las raíces originales y profundas del Israel ancestral: representaba al pueblo humillado y oprimido que necesitaba liberación; era un pueblo pobre, despojado por los poderosos de su derecho a disfrutar de la tierra, la heredad donada por Dios. Era el representante del Israel enfermo y endemoniado, dominado por Satanás y el pecado.

      Si el reino de Dios tenía que ser una buena noticia, debía comenzar allí donde vivían los oprimidos, en las aldeas. Esa estrategia de Jesús distaba mucho de ser una estrategia de poder, es decir, una dirigida a influir en los estamentos socialmente poderosos. Se trataba más bien de una estrategia del encuentro con el pueblo perdido, pero elegido por Dios, que necesitaba la sanación y la renovación de sus raíces vitales y del tejido completo de su existencia. El cambio de horizonte temporal y geográfico de la misión de Jesús respecto a la de Juan exigía también un cambio de estrategia misional. El pueblo no tenía que acudir al desierto para recibir un bautismo —Jesús y sus gentes no bautizaban—,