e) Lo que es válido para el judeocristianismo, en tanto que judíos, o en su aspecto de judíos practicantes de la Ley, es válido igualmente —y en mayor grado— para el Jesús histórico. Sobre este ha quedado ya como axioma firme de la investigación, incluso de la católica, que Jesús «se mantuvo siempre fiel al judaísmo»2. Por tanto, es difícilmente aceptable que un judío fiel como Jesús quisiera fundar un culto nuevo o una religión nueva (Senén Vidal mismo lo admite). En ese caso es impensable que instituyese la eucaristía tal como la presenta Pablo y, tras sus pasos, el Evangelio de Marcos, cuya fuente de inspiración es Pablo, a pesar de los aparentes argumentos en contrario de Joachim Jeremias. Es difícil admitir que pueda adscribirse al Jesús histórico que él «llegó al final de su vida a la idea de que con la nueva mediación de él como agente mesiánico» aceptaba su muerte como última exigencia de Dios para que llegara el Reino, de modo que resultaba «superada la mediación del culto en el Templo». Por muy suave que sea la interpretación de estas palabras en el lenguaje de Vidal, son demasiado fuertes para que constituyan el pensamiento de un Jesús que dos o tres días antes de morir acababa de entrar como «rey mesiánico» en Jerusalén (así Vidal) y que acababa de hacer el signo del Templo que tenía como finalidad afirmar que en un futuro muy próximo Dios volvería a construir uno nuevo y puro, no hecho por mano de hombres, que cumpliera exactamente sus funciones. Ese Jesús tenía plena conciencia del valor perenne de todas las funciones de un Templo debidamente puro; por ello nos parece imposible que Jesús, en cuarenta y ocho horas, cambiara a la idea de que el valor expiatorio del Templo quedaba anulado. Con otras palabras, es muy difícil aceptar que en la última cena apareciera un Jesús que tiene ya claro que su muerte tenía «fuerza de expiación». Naturalmente todo depende de lo que se entienda por «expiación». Si se comprende por este vocablo lo que entiende Senén, a saber, que «con la aceptación de su muerte se eliminaban las barreras que impedían que Dios actuara creativamente con el pueblo elegido para crear la nueva humanidad en el Reino» y que «su muerte debía significar la superación de la maldad del pueblo judío rebelde, es decir, debía tener fuerza de expiación», quizás podría aceptarse (con muchas dificultades, pues todo suena a teología cristiana). Ahora bien, no es eso, ni mucho menos, lo que el cristianismo inmediatamente posterior entenderá por «expiación», que significa anulación de los pecados de toda la humanidad conseguida por una muerte vicaria. La palabra puede ser la misma; el significado profundo es muy diferente, como indico a continuación.
f) Lo mismo puede decirse de la afirmación de Senén Vidal de que «Jesús ya tenía clara la idea de que su muerte era salvadora». Todo depende de qué se entiende por la palabra «salvación». Los requisitos para la salvación del ser humano en Jesús y Pablo son radicalmente distintos, y lo defendemos ampliamente [p. 61]. Y sostenemos también que no puede verse «en las palabras del rito del pan, al comienzo de la cena, y en el rito de la copa, al final de ella un acto de expiación/salvación en la mente de Jesús». El sentido teológico de la expiación del cristianismo es más bien un concepto griego, no judío: se trata de una muerte vicaria: alguien, justo-no pecador, que muere en vez de otros injustos-pecadores que son los que deberían morir. Sin duda alguna, nos parece que la muerte del Jesús histórico, tal como él pudo interpretarla, no fue una muerte vicaria. Sin embargo, Vidal parece entenderlo así, aplicándolo al final en cruz de Jesús, como si estuviera ya muy claro en su pensamiento, y como si hubiera una perfecta continuidad entre el concepto de expiación en el judaísmo, en el de Jesús y en el cristianismo posterior.
Para el judaísmo de los años de Jesús —e igualmente para él—, la expiación solo podía realizarse en el Templo; el sentido de expiación atribuido a la muerte de los mártires macabeos (véase 2 Mac 6,8 y 7,37-38, que son los únicos textos para sustentar esta opinión, «Que los jóvenes arrostren una muerte noble por amor a nuestra santa y venerable Ley…»; «Yo, lo mismo que mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes de nuestros padres, suplicando a Dios que se apiade pronto de mi raza…») se fundamenta en estos pasajes… ¡que no prueban nada! La expiación en el sentido de «morir en lugar de otros» y con ello eliminar el pecado ante Dios por ese sacrificio es, en mi opinión, un concepto totalmente ajeno a Jesús y al judaísmo, y es mucho más propio de la religiosidad grecolatina. La noción de expiación en el judaísmo solo puede restringirse a una especie de eliminación de obstáculos para que Dios actúe, una suerte de meter prisa a Dios para que active sus actos de salvación. Pero eso no es propiamente una expiación por los pecados, que en tiempos del Jesús judío solo se lograba por el arrepentimiento interior, y era solo refrendada y confirmada externamente por un sacrificio en el Templo. Nada de esto queda claro en el libro de Vidal. De esto ha escrito convincente y brillantemente Henk S. Versnel3.
8. Puede ser cierta la explicación de Vidal de que, con la asunción de su muerte, cambiara en Jesús el sentido de inmediatez de la venida del Reino: la realización de este se trasladó hacia un futuro impreciso aunque definitivo. Por ello afirmó Jesús que «no beberé del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25). Igualmente pudo albergar la idea, como buen judío piadoso, de que como agente mesiánico debía ser resucitado por Dios para disfrutar del Reino y que ello implicaría la «posterior entronización por parte de Dios como soberano mesiánico». Ahora bien, ya no me parece una conclusión probable la siguiente: «De este modo se explican los dichos de Jesús sobre el Hijo del Hombre como juez futuro que hablan de su futura parusía y de que ha de ser el juez de vivos y muertos». Aunque cada uno de estos dichos pueda tener rasgos debidos a la teología de los cristianos y no a la de Jesús, «el conjunto no se explica sin un apoyo en un núcleo en el Jesús histórico». Esto último no lo creo posible, ni siquiera para el conjunto de esos dichos después del concienzudo estudio de todos ellos elaborado, tras muchos años, por el arameísta Maurice Casey en su obra4.
M. Casey observa atinadamente que muchos de estos dichos sobre el Hijo del Hombre están pensados en griego, no en arameo, la lengua de Jesús; que no se corresponden con la estructura de los dichos auténticos del Nazareno que son fácilmente retrotraducibles al arameo; y que están plagados de conceptos adscribibles a la teología pospascual. Ni siquiera pueden considerarse al estilo de algunas sentencias auténticas de Jesús que pensaban en la posibilidad de su muerte y futura resurrección. Por tanto, no caben en el tercer proyecto de Jesús, ni en ninguno.
EL JESÚS DE SEAN FREYNE
Jesús, un galileo judío. Una lectura nueva de la historia de Jesús [2004], trad. de José P. Tosaus, Verbo Divino (Colección Ágora 22), Estella, 2007, 280 pp.
1. Como indico [p. 204], Freyne se acerca a los evangelios de un modo multidisciplinar, sobre todo recogiendo cuantos datos puedan ofrecernos la arqueología y la antropología. Nuestro autor estudia cómo pudo afectar al Nazareno la «ecología» de Galilea unida a la tradición de los libros sagrados que Jesús veneraba, su Biblia judía en relación con Galilea. Freyne sostiene que Jesús veía a Galilea y sus gentes desde la perspectiva de su fe en el Dios creador, fuente de la fertilidad de la tierra, y que esta creencia básica coloreó no solo la forma itinerante de su ministerio, como ocurrió con Abrahán, sino también su contenido: la creación daba muestras de la sabiduría divina, y la tierra y sus frutos debían ser bien tratados con los ojos puestos en que son propiedad de Dios. El empleo perverso del país por los terratenientes, la pésima situación de los pobres desposeídos de sus tierras, condicionaron sin duda que Jesús eligiera a los pobres como auditorio preferido para la proclamación del Reino y su contenido.
Freyne argumenta que no hay signos o indicios de que Jesús tuviera una mentalidad «irredenta», es decir, que fuera partidario de que Israel conquistara las tierras que teóricamente debían formar parte del «gran Israel» y menos que Israel fuera el dueño y señor del mundo entero. Tampoco parece que Jesús fuera universalista: no visitó las tierras al norte de Israel (las regiones de Tiro y Sidón o la zona Cesarea de Filipo) para atraer