Según Vidal, los relatos evangélicos apuntan a que Jesús esperaba que la renovación del pueblo aldeano y pobre de Galilea desencadenaría un proceso imparable que conduciría al estado definitivo de la implantación del reino de Dios en Israel; este proceso acarrearía la renovación directa también de Jerusalén, que como capital sería el centro del esperado reino mesiánico. Se realizaría entonces la renovación del Israel total de las doce tribus. Y este sería el inicio y el instrumento para un cambio en los pueblos todos de la tierra. Se cumpliría así una dimensión importante de la esperanza judía en la que se expresaba la comprensión profunda que Israel tenía de su elección. El pueblo elegido tenía conciencia de ser, en la época mesiánica, un medio de salvación para todas las naciones.
Este segundo proyecto intentó hacerse realidad en etapas. La primera sería la misión en los poblados de Galilea y su entorno. La segunda y definitiva se realizaría en Jerusalén. El proceso culminaría con el disfrute de Israel, junto con todos los pueblos, de un gran estado de paz y bienestar, de plenitud vital, en una tierra transformada. La base de este proyecto era la creencia en la restauración o renovación de Israel, decidida por Dios, cuyo símbolo eran los doce discípulos, símbolo de las doce tribus de Israel que iban a ser restauradas, ya que diez se habían perdido. La escenificación de las tareas misionales no sería ya en el desierto, sino en la tierra israelita; el agente principal de la proclamación era Jesús. El centro, Cafarnaún. La renovación del pueblo tendría un carácter global, instaurándose una forma de vivir de las gentes conforme a la voluntad de Dios. Como muestra se instauraba la nueva familia espiritual, la que escuchaba en Jesús la voluntad divina. Las curaciones y exorcismos de Jesús eran el signo de la presencia liberadora de Dios. En Jerusalén se renovarían las instituciones del pueblo de la Alianza y surgiría un nuevo templo, del pleno agrado de Dios. Los antepasados fieles a la Ley resucitarían para participar en las dichas del Israel renovado. Los pueblos gentiles participarían también, pues por la mediación de Israel ingresarían de algún modo en la estructura del Reino. El final sería, como en el caso de Juan Bautista, el gran shalom definitivo, cuyo símbolo es el banquete mesiánico.
La gran esperanza de Jesús mientras misionaba por los poblados de Galilea y las regiones de su entorno fue, sin embargo, un rotundo fracaso. No se cumplió tal proyecto de la renovación del campesinado galileo. Este fracaso fue debido de nuevo a la actividad humana, libre; su causa fue la poca acogida efectiva del pueblo de la proclamación de Jesús y el rechazo frontal de las autoridades de Galilea, escribas y letrados, por una parte, Herodes Antipas y los herodianos, por otra. Se imponía, pues, comenzar otro proyecto o retirarse.
El tercer proyecto surge al fracasar la misión en Galilea, que provocó una crisis interior en Jesús. La situación aparentemente desesperanzadora del fracaso llevó a Jesús al convencimiento de que ello era la señal de que Dios apresuraba la etapa definitiva de la renovación del pueblo entero de Israel; pero en vez de ser una ola desde Galilea que inundaría también a Jerusalén, el reino de Dios comenzaría en la capital y desde allí se extendería más rápidamente por toda la tierra sagrada. Ahora bien, esta etapa se hallaba sujeta también a dos posibilidades antagónicas. Su realización dependía de la acogida o no del pueblo y las autoridades.
Si la acogida era positiva, sobre todo por parte de las autoridades, tendría lugar la instauración definitiva del reino mesiánico en Israel, antesala inmediata del reino de Dios en toda la tierra. Que Jesús pensaba ser el mesías de Israel queda claro a través de todo el relato de su muerte. La tradición evangélica señala que el Nazareno fue condenado y ejecutado como pretendiente mesiánico regio. Y todo parece indicar que esto es fiel reflejo de la realidad histórica. Las autoridades judías y romanas apresaron, acusaron, condenaron y ejecutaron a Jesús como pretendiente mesiánico real. Si no hubiera sido así, si solo fue condenado por blasfemia, por ejemplo, quedaría sin aclarar históricamente el hecho de su muerte en cruz.
La causa inmediata de la condena debe buscarse en los signos proféticos realizados por Jesús a su llegada a Jerusalén: su entrada triunfal y su acción en el Templo. El primer signo, la entrada, fue determinante. A pesar de que Jesús había escogido una escenificación de rey pacífico, lejos de la imagen del mesías rey guerrero y majestuoso, no dejaba de presentarse como el rey de Israel. El segundo signo, la purificación de un Templo contaminado, debía ser como el anuncio de su pronta destrucción y el de la construcción de otro santuario puro, apropiado para la edad mesiánica. La base de estas acciones tan provocadoras fue la creencia en la instauración por parte de Dios del reino mesiánico, dentro del cual se renovaría el pueblo y sus instituciones, representadas por el Templo. Estos signos no fueron improvisados. Jesús debió de meditarlos largamente antes y los proyectó con anterioridad al irse descubriendo el fracaso de su misión en Galilea. Así pues, el paso a Jerusalén no era una huida, ni tampoco fue Jesús a la capital con el designio de morir allí. Suponer que fue a Jerusalén precisamente para morir, convierte su actuación en la ciudad en un espectáculo burlesco, que jamás pretendió. Los signos que Jesús efectuó en su entrada en la ciudad, y su consiguiente acción en el Templo, no se explican de ningún modo desde una intención de morir en la capital.
Pero la acogida podría ser negativa. Dada su experiencia de fracaso en Galilea, parece poco probable que Jesús no hubiera contado con otra posible decepción en Jerusalén. Debió de pensar incluso en la posibilidad de su propia muerte violenta, debido a que la instauración del reino de Dios modificaba el statu quo de las autoridades judías y romanas en Israel. Lo que al principio era solo una posibilidad se convirtió pronto en certeza: sus signos proféticos en Jerusalén provocaron el rechazo de las dos autoridades. Al sentir Jesús que iba a fracasar esta posibilidad por la oposición de la autoridad romana y por parte de los dirigentes del pueblo, se abrió ante él la segunda posibilidad: Dios podría exigir su muerte para que llegara el Reino. Integrar su muerte violenta dentro de su proyecto mesiánico constituyó propiamente la gran novedad del tercer proyecto jesuánico. El Nazareno ya había ido madurando esta posibilidad desde la muerte de su maestro Juan, y al ver que también le habían amenazado con lo mismo en Galilea herodianos y escribas.
Así, paradójicamente, la muerte del agente mesiánico se convertía en el nuevo camino misterioso para la realización definitiva del reino de Dios. Surgió entonces en el espíritu de Jesús la idea de que la voluntad divina deseaba integrar en el proyecto del Reino su propia muerte violenta. Y así lo expresó en la interpretación que dio a su futuro pero inmediato fallecimiento en la última cena. Jesús pensó que el asesinato del agente mesiánico, su propia desaparición física, habría de convertirse paradójicamente en la acción suprema de Dios para la liberación del pueblo rebelde, un nuevo y misterioso camino para la instauración definitiva del Reino. Su muerte habría de ser expiatoria como las de los mártires anteriores de Israel. Eliminaba los pecados, de modo que la actuación de Dios podía manifestarse libremente. Y también gracias a su muerte podría celebrarse el banquete mesiánico en el Reino futuro y definitivo.
Esta concepción supone que Jesús creía en su propia resurrección para participar en el Reino, como era común entre los judíos piadosos. Esta esperanza está en la base de su anuncio de que él bebería de nuevo el vino del banquete mesiánico en el reino futuro. Además, en la última cena aparece cómo Jesús tiene ya claro que su muerte debía tener fuerza de expiación y con la nueva mediación, la suya, como agente mesiánico «quedaba superada la mediación del culto en el Templo». La muerte de Jesús supone también que se «renovaba la alianza de Dios con el pueblo; suponía el compromiso decisivo de Dios con Israel». Así se explican los dichos de Jesús sobre el Hijo del Hombre que hablan de su futura parusía. No se explican sin apoyo en el Jesús histórico.
Este último y definitivo proyecto de Jesús fue el mapa de la esperanza del cristianismo que nació después de su muerte. «El cristianismo antiguo no configuró un nuevo proyecto, sino que asumió el último de Jesús, el que contaba con su muerte, un acontecimiento que para la comunidad cristiana ya había sucedido. Lo que hizo fue explicitarlo y desarrollarlo». El cristianismo naciente superó la aparente contradicción de la muerte en cruz distinguiendo dos fases, a su vez, en la época mesiánica: a) La resurrección de Jesús fue entendida por sus seguidores como una