Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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con la luz que emergía de las múltiples ventanas en arco que le daban vista a cada una de las habitaciones.

      Ginger caminó con las rodillas temblorosas a causa de su incompetencia para caminar con tacones de plataforma alta. Se sentía una bestia ya que de por sí era demasiado alta como para agregar más centímetros a la cuestión.

      A lo largo de la acera estaban aparcados un montón de autos, Ginger reconoció todos los de los jugadores de rugby e hizo una mueca. Realmente esperaba no encontrase con ninguno de ellos cara a cara.

      En el centro de la glorieta descansaba una fuente que escupía agua. Cuando Ginger llegó ahí, escuchó algunas risitas y murmullos tras los arbustos: no se quería imaginar qué estaban haciendo detrás de ellos.

      En los barandales de las escalinatas estaba recargado un grupo de chicos que reía de manera socarrona y bebía cerveza en enormes vasos desechables. Ginger tuvo que soportar los comentarios, los silbidos, las insinuaciones, las miradas lascivas y el aliento alcohólico de cada uno de ellos cuando pasó por en medio para internarse en la casa.

      El recibidor era un pasillo bastante glamuroso con el piso de mármol en blanco y negro. En ambas paredes se exponían cuadros de la familia de Keyra, con efecto de haber sido pintados al óleo y caracterizados como si estuvieran en la época Victoriana. La música iba subiendo de tono conforme Ginger se acercaba al final del pasillo que terminaba en unas enormes puertas dobles de vitral, cuyas formas constituían un caleidoscopio multicolor.

      Se podían distinguir siluetas difuminadas que se movían de un lado a otro y podía sentir el «boom, boom» de las bocinas que retumbaba dentro de su corazón.

      Ginger asió ambos picaportes —que juntos parecía que formaban un bigote francés—, le quemaban en las palmas; no sabía si podía hacerlo, nunca en su vida había ido a una fiesta de esas. Miró por encima de su hombro el trecho que había recorrido, los chicos de la entrada la seguían mirando y se reían de algo; parecían hienas en celo.

      Regresó la atención a sus nudillos, blancos por la fuerza que aplicaba a los picaportes. Cerró los ojos. Respiró profundo.

      Todavía más profundo.

      «Date tu lugar».

      «Demuestra cuánto vales».

      «Si Sebastian estuviera aquí, todo sería más fácil de afrontar», pensó con pesar.

      Por ella, y por él, Ginger giró los picaportes hacia adentro y abrió la puerta justo en el momento en que el DJ paraba la música para pasar a la siguiente. En ese pequeño lapso, que duró dos segundos, se hizo el silencio y las cabezas se giraron en dirección a ella.

      Una animada canción comenzó a sonar y sirvió para ahogar las exclamaciones de los chicos que dejaron de arrimarse a sus novias solo para mirar a Ginger con curiosidad. Primero, ellos se preguntaron de qué juguetería había salido esa muñeca; luego, miraron a su alrededor para asegurarse de que ningún idiota viniera con ella y, como no traía a nadie, sus desatadas mentes comenzaron a formular un malvado plan para deshacerse de sus novias y llevarse a Ginger a algún cuarto del piso superior. En ese momento, se quemaron más neuronas que en un examen de matemáticas.

      Ginger no soportaba estar en su propia piel de lo incómoda que se sentía. Llamaba demasiado la atención, malditos tacones.

      Buscó una desesperada escapatoria y sus ojos encontraron un rincón despejado junto a un ventanal con vistas a la colosal piscina donde la fiesta también se extendía. Caminó hasta ahí y se resguardó en las sombras como una vampira que se quema al contacto con la luz… y con la fiesta.

      Maldijo el día en el que creyó que sería genial asistir a una fiesta. No veía a ninguno de los integrantes del club de ajedrez ni a los miembros del club de lectura.

      ¿Pues cómo no? Si ella fue la única marginada social a la que habían invitado.

      No tenía otra cosa para hacer más que lamentarse y observar la forma en que todos parecían divertirse.

      Se encontraban en un salón enorme, coronado por un candelabro de araña cuyos cristales brillaban cuando se movían. Las escaleras centrales eran una hermosa obra de arte que se dividían en dos a cada extremo y flanqueaban toda la habitación hasta unirse de nuevo en un pasillo superior. El DJ se encontraba tras su equipo de mezcla en lo alto de ese pasillo. Era un chico de piel pálida, con el cabello cubierto de rastas y un colorido gorro hippie en la cabeza. No obstante, y de manera contrastante, vestía de traje y corbata.

      —¡Muy bien, hijos de papi, es hora de rayar el piso de Keyra! —gritó el disc jockey con un perezoso acento de estereotipo de hippie.

      Todos contestaron con un grito de excitación y levantaron los brazos con vasos de cerveza en mano.

      Las luces se apagaron y fueron reemplazadas por otras de colores que se movían por toda la habitación al ritmo de la canción que subía de volumen.

      Ginger estaba relativamente entretenida observando bailar a todos los alumnos atractivos de la escuela reunidos en un solo lugar. Estaba atenta a una pareja que bailaba, uno muy pegadito al lado del otro, en perfecta sincronía con una canción de Britney Spears.

      Se imaginó bailando así con Sebastian, pegados uno a lado del otro…

      Y se sonrojó.

      De repente, un chico se acercó a ella y recargó el antebrazo en la pared, junto a su cabeza. Ginger salió de sus ensoñaciones con brusquedad y volteó hacia el chico que estaba muy, ¡muy!, cerca de ella. Casi podía sentir su respiración en la cara y olfatear su aliento alcohólico. No distinguía bien su rostro en la penumbra, pero sí veía un brillo peligroso en sus ojos.

      —Hola, muñeca, ¿estás sola?

      «No, con mi abuela. Claro que estoy sola», pensó Ginger, ajena a las técnicas de ligue que estaban siendo implementadas con ella.

      No obstante, reconocía esa voz rasposa. La escuchaba todos los días. Era la segunda voz más horrible después de la de Brandon Winterbourne, o sea, era la del mejor amigo de Brandon: Kevin Taylor.

      Ginger se estremeció y comenzó a apartarse cuando Kevin la tomó del antebrazo y la jaloneó.

      —Oye, oye. ¿A dónde vas, linda? ¿No quieres estar conmigo?

      Ginger forcejeó.

      —No, en realidad, lo siento —dijo, como siempre, demasiado formal para la ocasión, pero con algo de censura en la voz.

      —¿Qué dices? Ven aquí —Kevin puso una mano en su espalda y la acercó a él hasta que la parte frontal de sus cuerpos se tocaron. Ginger trató de apartarse de él y metió las manos entre ellos para empujar su pecho. Era obvio que él no sabía quién era ella, no la reconocía o estaba demasiado borracho como para darse cuenta.

      —No… —chilló Ginger.

      —¿Kevin? —preguntó alguien—. Maldito bastardo, ¿qué haces?

      Ginger volteó, agradecida con la interrupción, y vio a Keyra de pie frente a ellos con los brazos cruzados sobre su pecho, enfadada.

      Keyra estaba increíble, vestía una blusa ajustada de color blanco que mostraba su firme abdomen y la perforación brillante que decoraba su ombligo. Su falda era tan pequeña que, en vez de falda, parecía un cinturón grueso que apenas la cubría. Además, su maquillaje era fuerte y destacable, pero Keyra era Keyra, ella podía enredarse con una bolsa para basura y seguiría luciendo espléndida.

      Kevin hizo una mueca:

      —¿Qué no estabas cogiendo con Brandon? —escupió.

      —¿Qué no estabas buscando tu cerebro? —devolvió.

      —Perra.

      —Golfo.

      Se fulminaron con la mirada y Kevin se fue mientras prorrumpía en una sarta de groserías.

      En cuanto se alejó, Ginger sintió la mirada inquisitiva de