Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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no estaba pululando a su alrededor.

      La normalidad volvió a reinar durante toda la semana en el colegio.

      Ginger se sentía paranoica. Salía todas las noches al jardín, esperaba verlo arrojar piedritas a su ventana y se emocionaba cuando oía ruiditos en el cristal, pero su sonrisa se desdibujaba al comprobar qué solo se trataba de la lluvia que tamborileaba sobre el vidrio.

      Todos los días le dejaba un tazón hasta el tope de leche y, aunque amanecía vacío, no estaba muy segura de que se tratara de Sebastian, bien podía tomársela otro gato.

      Su corazón se encogía solo de pensar en Sebastian muriendo de frío, siendo atacado por una jauría de pitbulls rabiosos o al imaginarlo atropellado en medio de la carretera sin que nadie se dignara a levantar su cadáver…

      Pronto, comenzó a hacerse la idea de que había sido la culpable. Sus malditos problemas existenciales alejaron a Sebastian y ni siquiera le había dado la oportunidad de hablar, de conocerse mejor, de ser amigos, de ser…

      Cerró los ojos con fuerza.

      «Bruta, tonta, torpe, estúpida, inmadura, idiota», se repetía como mantra constante, pues la única cosa que parecía buena en su vida se había desvanecido.

      El peso de la culpa era igual al de cien ladrillos. Lo único que ella deseaba era volverlo a ver para pedirle perdón, aunque existía la posibilidad de que él no se lo concediera, de que él no quisiera verla nunca más.

      Abrió los ojos y miró su reflejo en el espejo.

      —Cariño, estás preciosa —la señora Kaminsky miró su reflejo con ojos brillantes.

      Ginger apenas se reconocía. Había una extraña en su espejo que la miraba con fijeza. Se acercó más, hasta que la punta de su nariz chocó con la de la chica que reaccionaba exactamente igual que ella.

      No, imposible… no podía ser ella.

      —Oh, Dios, siempre supe que algún día te convertirías en una hermosa señorita y yo… y yo… —se le quebró la voz—, disculpa. —Se llevó una mano a la boca y jaló un pañuelo desechable de la caja.

      Ginger, ajena al drama, le dio unas palmaditas en el hombro con aire distraído. Kamy se sorbió la nariz con fuerza.

      —Voy por la cámara, ¡no te muevas!

      Cuando estuvo sola, Ginger caminó vacilante al espejo de cuerpo completo que estaba anexo a una de las puertas del ropero. Se quedó perpleja, pasmada, anonadada, con la mandíbula desencajada.

      Estaba… hermosa.

      Sin dudas, Kamy había hecho un trabajo increíble con ella y le estaría agradecida de por vida.

      Deslizó los dedos por su cabello recién alisado y tan brillante que, por primera vez, le encontró gracia a su color. El maquillaje alrededor de sus ojos los resaltaba intensificando la sensualidad en su mirada y el gloss rosa natural hacía que sus labios parezcan más gruesos…

      Más «besables».

      No pudo evitar sonrojarse.

      Pero al descender la mirada por su cuerpo… ¡Santísima aparición! Se escandalizó de lo ceñidísimo y cortísimo que le quedaba el revelador vestido negro. ¿En qué diablos estaba pensando Kaminsky al hacerla vestir con una prenda tan escandalosa?

      La tela era muy fina y se le pegaba a cada parte de su cuerpo haciéndola parecer que… pues, que tenía uno qué presumir. El largo le llegaba a medio muslo y permitía que luciera sus kilométricas piernas, además, los tirantes eran finos y obligaban a que centraran la mirada en un área en especial: los pechos. ¿¡De dónde habían salido!? Ginger no lo sabía, pero ahí estaban.

      Las formas recatadas con las que la habían criado estaban siendo violadas y se sentía traicionera… pero solo por una noche tenía que mandar al diablo todo.

      Se sentía bonita por primera vez en su aburrida vida. Ginger se sentía capaz de adueñarse de la noche, de bailar —si es que se las arreglaba para saber cómo hacerlo—, de coquetear con chicos —si es que no la terminaban intimidando— y de hacer que la víbora de Keyra se tragara sus venenosas palabras —si es que no la mordía primero y arrojaba el antídoto por el inodoro—.

      La noche del viernes era fresca y despejada. La lluvia por fin se dignó a ceder y liberó a las estrellas de las tinieblas ya que las había mantenido como rehenes durante toda una semana.

      Sebastian ronroneaba mientras daba lengüetazos al tazón con leche. Era deliciosa, lo hacía sentir como en el paraíso gatuno. Levantó la cabeza cuando escuchó el repiqueteo de unos tacones en las escalinatas y se dirigió hacia ahí con parsimonia, arrastrado por su naturaleza curiosa.

      —Vuelve antes de que tus padres lo hagan. No olvides llamar en cuanto llegues. Ah, y mucho cuidadito con lo que tomas, Ginger Vanderbilt.

      — Sí, sí, ya lo sé Kamy.

      Sebastian se asomó entre los arbustos. Reconocía esa voz, tenía que tratarse de… Ginger.

      ¿Esa era Ginger?

      ¿¡Esa era Ginger!?

      Sintió que algo le molestaba en el pecho, como si fuera un aleteo. Soltó un gruñido amortiguado e inclinó la cabeza para tratar de morderse la zona afectada, pero no tenía nada. No eran pulgas y tampoco garrapatas.

      Su gatuno y diminuto corazón estaba latiendo a la velocidad del aleteo de un colibrí. Como si acabara de esconderse del carnicero que siempre le quería dar caza.

      —Miauu —exclamó.

      Ginger se detuvo en seco justo cuando abría la puerta del taxi que aguardaba frente a su casa. Miró a ambos lados y luego se quedó quieta, mirando al vacío.

      —¿Sebastian? —susurró tan bajo que solo ella se escuchó. Pestañeó confundida y subió al taxi.

      Sebastian observó cómo se alejaban las luces rojas del vehículo.

      —¿Miauuu?

      Se sentó sobre sus cuartos traseros y comenzó a maullar, quería que Ginger lo escuchara y volviera. ¿A dónde había ido? ¿Por qué lo dejó solo? ¿Iba a regresar? Muy en el fondo tenía la sensación de que sabía exactamente donde había ido. Pero ¿dónde? ¿Dónde era? Eso no lo podía recordar.

      Pasó un buen rato plantado ahí, maullando y maullando lastimeramente hasta que la señora Kaminsky salió con aire exasperado. La mujer se agachó, se quitó una pantufla del pie y la arrojó a Sebastian con vaga puntería.

      —Gato estúpido, ¡cállate de una vez! ¡Algunos tratamos de ver el noticiero!

      Sebastian siseó mostrando todos los dientes y acto seguido desapareció, no sin antes orinar el poste del buzón: todo un rebelde sin causa.

      —Creo que ahí es —dijo Ginger por enésima vez mientras se encaramaba en el espacio entre los asientos delanteros y le señalaba al conductor la mansión que estaba al final de una elegante calle.

      —Señorita, lleva diciendo lo mismo desde las últimas veinte casas… —mencionó el chofer—. La verdad, ya hasta perdí la cuenta. Si quiere la llevo de regreso a…

      —No, no es necesario, ahí es —afirmó ella.

      El taxista puso los ojos en blanco y giró el volante para aparcar frente a la casa. Ginger le pagó la tarifa, que fue endemoniadamente alta, y bajó del auto mientras se estiraba la falda del vestido hacia abajo, con torpeza. Ya no estaba tan segura de sí misma. Se había dado ánimos mentales durante todo el recorrido, pero se olvidó de ellos cuando el motor del taxi dejó de ronronear en la lejanía.

      Miró hacia el lugar de