Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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en que Sebastian iba a entrar.

      Todo era tan irreal.

      Él recargó la espalda contra la fría puerta y dejó que su cuerpo se deslizara hasta quedar sentado en el suelo. Por alguna extraña razón, comenzó a recordar los pocos momentos que había pasado con Ginger. Hacía una semana ella le había cerrado la puerta del mismo modo en que se la cerró hacía un momento su madre: hay mañas que se heredan.

      En contra de su voluntad, la comisura de su labio se elevó en una triste sonrisa. Acto seguido, se llevó las manos a la cara y se apretó los ojos para que no saliera ni una sola lágrima… pero, aunque lo intentó, se le escapó una que descendió por su mejilla y se rompió contra el piso.

      Sebastian estaba soñando con una luz al final del túnel que bailaba de un lado a otro.

      —Yujuuu…

      Escuchó una voz masculina muy agradable que retumbaba con eco. ¿Quién le hablaba? ¿Dios?

      —Tierra llamando a chico dormido en el piso. Repito: Tierra llamando a…

      La luz se hizo más nítida cuando logró entreabrir los ojos. Descubrió que un hombre estaba hincado a su altura y le apuntaba a la cara con una lamparita de médico, de esas para mirar las pupilas o en el interior de la nariz.

      Sebastian se revolvió un poco e hizo una mueca de dolor al sentir que sus músculos protestaban. ¿Dónde diablos estaba?

      Miró a su alrededor. Más allá del hombrecillo frente a él, se extendía un pasillo azul celeste iluminado por la fluorescencia de las lámparas que había en el techo. Levantó la mirada y leyó: «sala de emergencias».

      Su corazón se aplastó bajo el parpadeante letrero electrónico. Ginger, ¡tenía que saber cómo estaba Ginger! Tenía que saber si la volvería a ver una vez más o…

      Se puso en pie con un impulso e ignoró sus propios malestares físicos. Abrió las frías puertas metálicas sin que le importase que llegara seguridad y lo arrastrase fuera del hospital como un costal de papas.

      Se internó en la habitación. Hacía un frío del infierno que le caló los huesos. Recorrió la sala con la vista, el lugar estaba abarrotado con instrumental médico, con tubos, con jeringas, con cables y con monitores de todo tipo que servían para comprobar signos vitales. A un lado de estos, yacía una cama que ocultaba a una persona tras cortinas verdes.

      Sebastian tuvo que masajearse el pecho con una mano para calmar sus latidos. A medida que se acercaba y extendía la mano, sus pasos avanzaban más lentos. Posponía la crudeza de lo que aguardaba al otro lado de la barrera de tela.

      Tan cerca y tan lejos.

      Asió un extremo de cortina y lo apretó un momento para volverlo a soltar:

      «Dios, Buda, Mahoma, Madre Teresa de Calcuta o quién sea, dame fuerza», pensó.

      Tomó ambos extremos de la cortina y los corrió con determinación al tiempo que sus latidos ya no le permitieron esperar un momento más. La situación lo estaba matando y no pudo evitar quedarse desconcertado con lo que vio: nada.

      No vio nada.

      Las sábanas blancas de la camilla estaban dobladas con pulcritud al pie del colchón, el cual aún conservaba una leve depresión en el centro que recordaba a la silueta de la última persona que la ocupó. Sebastian tomó la baranda de la cama con ambas manos mientras clavó la mirada en la cama.

      En el centro de la almohada destelló un fino y largo cabello rojizo que serpenteaba en la mullida superficie.

      —Gin… —susurró con un nudo que estrujaba sus cuerdas vocales.

      El peso de una mano firme se posó sobre su derrotado hombro:

      —Tú eres el que la trajo anoche, ¿verdad?

      Sebastian miró al hombre por sobre su hombro, con los ojos cargados de angustiantes preguntas.

      Y lo reconoció. Era el padre de Ginger.

      —¿Dónde está? —preguntó mientras hacía acopio de todas sus fuerzas para no zarandearlo por el cuello de la camisa en un acto psicópata en busca de respuestas.

      —En un lugar mejor.

      «¿¡Qué!?».

      —¿¡Qué!? —no pudo contenerse y lo agarró del cuello de la camisa como una pantera que atenaza a su presa.

      Derek Vanderbilt se mostró sorprendido con la reacción del muchacho, pero acto seguido esbozó una sonrisa bonachona y posó sus manos en el agarre de Sebastian para que lo soltara. Las puntas de sus pies apenas tocaban el suelo.

      —Vaya, ¡qué fuerza! Ahora me explico cómo es que cargaste a la bestia de Ginger. —Ensanchó su sonrisa.

      Sebastian frunció el ceño y trató de encontrar una excusa para no partirle la cara. ¿Cómo podía hacer esos comentarios en una situación así?

      Sebastian lo soltó de mala gana y entrecerró los ojos:

      —¿A qué se refiere con eso de que «está en un lugar mejor»?

      El hombre estudió el rostro de Sebastian un momento tratando de descifrar quién era él en la vida de su hija y por qué le importaba tanto Ginger. No es que la menospreciara, pero era muy consciente de que ella nunca había tenido una vida social de la que hablar en la mesa.

      —La habitación de arriba es mejor, así que fue trasladada a…

      Dejó que la frase flotara en el aire cuando Sebastian salió corriendo en busca de Ginger. Derek sonrió, negó con la cabeza y esperó.

      Tres.

      Dos.

      Uno.

      Sebastian asomó la cabeza por la puerta y, avergonzado, preguntó:

      —Amm… ¿Dónde queda exactamente esa habitación?

      Una congestión alcohólica era lo que les sucedía a las personas que les patinaba el coco y tomaban como si fuera el último día de su vida. Provocaba vómitos, desorientación, mareo, falta de control en los músculos y, en los casos más extremos, un coma.

      A Sebastian casi le da un coma de felicidad cuando de la boca del padre de Ginger salieron las palabras más reconfortantes de todo el universo:

      —Despertó hace dos horas y lo primero que dijo fue «¿dónde está mi gato?».

      Tuvo que luchar para evitar que se le notaran las emociones que le cosquilleaban en el estómago. La felicidad no cabía en su cuerpo y la sonrisa no cabía en sus labios. Sebastian estaba a punto de abrir la puerta cuando el picaporte giró desde el otro lado. Él se quedó quieto en el momento en que la puerta se abrió y tras ella se alzaron un par de ojos verdes.

      Pero no eran los ojos verdes que quería ver.

      La madre de Ginger lo miró con recelo y le impidió la entrada.

      —¿Podría pasar a…?

      Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante:

      —Lo siento, está dormida.

      —Déjalo entrar, Loren. Después de todo él fue quien la trajo.

      Loren lanzó a su marido una mirada de reproche:

      —Derek…

      —Se lo debes…

      Y con eso último se hizo un momento de tenso silencio. Loren se apartó, como quien no quiere la cosa, y dejó pasar a Sebastian. Él no esperaba que lo dejaran a solas con Ginger, pero para su sorpresa así fue.

      La habitación estaba en silencio