Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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los pies.

      A Sebastian le hirvió la cabeza. Tuvo que cerrar los puños para no reaccionar de forma violenta cuando vio que Brandon y sus amigos pasaban de largo mientras se reían, se mofaban y algunos chocaban las palmas.

      Bajó la vista y encontró que Ginger estaba de rodillas levantando sus libros con torpeza. Cuando había recogido la mayoría, se le volvieron a escurrir de los brazos y soltó un gemido de frustración.

      Sebastian se llenó de una ternura que no cabía en él. Se puso de rodillas frente a ella y rejuntó todos sus libros con eficacia, luego acercó una mano y levantó la barbilla de Ginger con un dedo para obligarla a mirarlo.

      —Ginger, estás… ¡Te sangra la nariz! —La cara de Sebastian reflejaba una pura preocupación.

      Ella se levantó con brusquedad y sacó de su casillero un pequeño espejo de mano en forma de corazón. El hilillo de sangre descendía sobre su labio superior.

      —Ginger yo… ellos… —Estaba tan enfurecido que no podía hilar sus pensamientos—. No puedo creer que sean así, menos contigo. —Lanzó una mirada por donde se habían alejado—. Bastardos.

      —No te preocupes —se apresuró a sacar una cajita de pañuelos desechables y presionó su nariz mientras inclinaba la cabeza hacia arriba —. En serio, no ha sido nada.

      —¡¿Qué no ha sido nada?! —Exclamó fuera de sí—. Júrame que no es así todos los días.

      Ginger no contestó, cerró su casillero y comenzó a caminar. La campana sonó y el pasillo se saturó del sonido metálico de los casilleros que se cerraban a portazos.

      —Ginger, mírame y júramelo.

      Ella no lo miró. No quería hacerlo. Rehuía su mirada porque los ojos se le comenzaban a poner llorosos y le quemaban.

      A Sebastian eso no le pasó desapercibido.

      —Ginger… —dijo en un tono increíblemente más suave y tranquilizador.

      —Es por el golpe, nada más. —Metió la punta de los dedos tras sus gafas y barrió sus lágrimas dejando un húmedo rastro tras de sí.

      Sebastian no insistió en el tema, pero juró en silencio que la próxima vez no se quedaría de brazos cruzados.

      La acompañó hasta su salón. Ginger se detuvo en la puerta para voltear y despedirse de él mientras agitaba la mano, componiendo una sonrisa que a él le pareció triste.

      Luego, caminó hacia su antiguo salón de Literatura con algo de retraso; se suponía que, los de último año, ahí tenían clases los lunes por la mañana.

      La señorita Brooks ya no estaba al frente de la clase como él recordaba; en cambio, ahora, había otra profesora mucho más vieja que lo miró de manera inquisitiva cuando él se paró en la puerta. La mujer enarcó una ceja por encima de sus gafas que tenían cordones en las patillas y dejó de escribir en el pizarrón.

      —¿Y usted es…?

      Toda la clase, en especial las señoritas, dejaron lo que estaban haciendo y levantaron las cabezas para posar sus miradas en el flamante recién llegado. El silencio era tan letal que podía cortar un papel en dos si lo lanzaban al aire.

      La voz de Sebastian sonó como un trueno en medio de la quietud.

      —Sebastian… —vaciló un momento, no recordaba cuál era el apellido adoptivo que le había dado la señora Lovett—. Sebastian Blake —dijo al fin. Así era el apellido de casada de la mujer.

      La profesora enarcó la otra ceja y buscó en la lista de asistencia. Su dedo descendió sobre toda la lista de nombres:

      —No está en la lista, señor Blake.

      Sebastian se encogió de hombros.

      —Seguramente no, falté demasiado. Así que debo estar dado de baja, pero la dirección debería tener mi registro.

      La maestra hizo un mohín y caminó hacia la puerta.

      —Iré a comprobar eso. Y ustedes —miró letalmente a los alumnos— terminen el ejercicio de la página ciento veintinueve.

      Al cerrarse la puerta, se hizo de todo menos obedecer. Sebastian fue presa de preguntas de todo tipo y de los arrimones de las chicas por la siguiente media hora. Pronto recordó por qué nunca se había acostumbrado a la escuela.

      Al término del día, los alumnos de Dancey High salieron como una estampida por las puertas dobles de la entrada e infestaron la escalinata, la parte trasera del contenedor de basura donde algunos chicos se juntaban a fumar, el estacionamiento y la zona de los autobuses escolares.

      Sebastian estaba recargado sobre el rugoso tronco de un pino observando a los que salían. Cuando vio a Ginger, con su caminar inseguro, los libros abrazados al pecho y la mirada media baja, sonrió. Sacó una mano del bolsillo del pantalón y la levantó esperando a que ella lo viera. Y lo hizo.

      Cuando ella se acercó, le sonrió y él se ofreció a llevarle la mochila y parte de los libros.

      —¿Nos vamos? —preguntó.

      Ginger asintió, no podía ser cierto. Era demasiado bueno para ser verdad. Cuando ella vio que Sebastian estaba ahí, y la esperaba precisamente a ella, el sol salió en su interior.

      Cuando comenzaron a andar, una chica se topó «por accidente» con el hombro de Sebastian.

      —Ay, lo siento tanto.

      Ambos voltearon y vieron a una chica deslumbrante: cabello negro azabache y ojos azul zafiro maquillados por un profesional, de cuerpo bastante escultural gracias a las horas de gimnasia y pechos grandes gracias a los implantes que se rumoraba se había mandado a poner.

      Sí, tenía que ser Keyra Stevens, la chica más popular de Dancey High.

      —No hay problema… —contestó Sebastian.

      —Ay, no, no, no. ¡Qué terrible! Te debe doler. —Compuso una magnífica expresión preocupada y le sobó el brazo con bastante ahínco… no, más bien se lo exploró—. Soy Keyra: capitana de las porristas, así que es natural que ya hayas oído hablar de mí, mucho gusto —se presentó y sonrió.

      —Ah. Emm… soy Sebastian…

      Ginger, totalmente ignorada, frunció el ceño y tosió con toda la intención de acaparar la atención. Keyra reparó en su presencia con un mohín de repulsión.

      —Cielos, Escorpi, aléjate. No me vayas a contagiar tus virus. —Se rio y le dio un golpecito coqueto en el pecho a Sebastian—. Ay, discúlpala, es un poco tonta.

      A él no le hizo ninguna gracia esa chica, ni siquiera le dio buena espina en cuanto la vio.

      —Se llama Ginger —dijo mientras se apartaba de los tentáculos de Keyra.

      La porrista se ofendió en silencio por el hecho de que él se tomara la molestia de defender a la inepta pelirroja, sin embargo, compuso la sonrisa del millón.

      —Ginger, Escorpi, es lo mismo, ¿no lo sabías? —Volvió a reírse de manera tonta, como si le quitara importancia—. Seguro de que no; pero verás, es nuestra fiel mascota en el equipo de rugby —explicó ella en un claro intento por desprestigiarla de las atenciones de Sebastian.

      Ginger enrojeció y agachó la cabeza.

      Sebastian no podía creerlo. ¿Cómo era posible que todos acabaran con ella de esa manera? ¿Cómo es que una persona tan dulce y buena como ella lo soportaba sin decir una sola palabra de queja?

      Sebastian apoyó una mano en el hombro de Ginger y la instó a caminar. Ambos le dieron la espalda a Keyra y la aludida no lo pudo soportar, claro.

      Keyra se autoproclamaba el prototipo de eminencia escolar y darle la espalda a ella