Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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una idea: situaciones extremas requerían acciones extremas. Le dio alcance al dúo y se plantó frente a ellos:

      —Oye, Ginger —dijo, con la atención en Sebastian—, este viernes daré una fiesta en mi casa y —la miró de arriba abajo, de forma despectiva— estás invitada. —Tuvo que hacer un esfuerzo extra para decir eso.

      ¡Ginger no lo podía creer! ¿Había escuchado bien? ¿Tenía basura en la oreja o de verdad era posible que pasaran tantas cosas buenas en un solo día? Su rostro se iluminó de genuina alegría.

      —¡Gracias, ahí estaré!

      —Genial. —Keyra le dirigió una mirada tentadora a Sebastian—. Ah, y… trae a tu amigo —soltó. Luego se fue meneando el trasero al caminar.

      De camino a casa, Sebastian notó que Ginger estaba muy risueña. Era muy bonita, pero en especial cuando sonreía.

      Él odiaba ser un aguafiestas, pero tenía que decirle:

      —Oye, no estarás pensando en ir a esa fiesta, ¿verdad?

      Ella lo miró como si hubiera dicho la palabrota más ofensiva del mundo.

      —¿Estás loco? ¡Claro que voy a ir! No me la perdería ni aunque estuviera en medio de una operación de amígdalas —respondió.

      —En serio, Gin… ¿Por qué no nos quedamos en casa y vemos una película juntos o me enseñas algo de Álgebra? —Se rascó la cabeza—. Siempre la llevo algo baja.

      A Ginger le pareció de lo más tierno que él quisiera pasar el día con ella en vez de ir a una fiesta. Se sintió muy tentada a aceptar… pero estaban hablando de «la fiesta de Keyra» y la habían invitado «a ella». Una oportunidad así no se repetiría en otra vida.

      —Pero a ti también te invitaron, así que… estarías conmigo.

      Sebastian no era capaz de comprender cómo alguien tan inteligente como Ginger podía ser tan ingenua cuando de gente se trataba. Estaba clarísimo, para cualquiera que hubiera sido testigo, que la invitación había sido hecha implícitamente «solo» para Sebastian. Ginger era como el pase desechable después de pasar por la puerta.

      —Yo no pienso ir —afirmó.

      Eso fue un golpe bajo.

      —¿Por qué eres tan amargado? —dijo ella tratando de no sonar a la defensiva.

      —No es eso, es que Keyra… no me agrada.

      —Ni la conoces —argumentó Ginger.

      —No, no la conozco y eso es lo que me da más miedo. No la conozco y ya sé que solo te invita para humillarte. No quiero que te sigan tratando así, Ginger, date tu lugar.

      Sebastian se sentía como su padre al hablarle así, pero era la verdad.

      Silencio.

      Algunos pasos después, Sebastian miró a su lado y se dio cuenta de que Ginger ya no lo seguía. Estaba parada más atrás, muy tensa y con el ceño fruncido.

      —¿No crees que me invita solo por el simple hecho de que quiera que esté ahí?

      Él se acercó:

      —Ginger, no…

      Ella se apartó:

      —No, no, no. Respóndeme. ¿Tan idiota crees que soy? —refutó—. ¿Crees que no me daría cuenta de algo así? Deja de subestimarme y no vuelvas a decirme con quién me tengo que juntar y con quién no, apenas me conoces como para que te tomes esa confianza conmigo.

      Sebastian trató de controlarse, pero al final no pudo y el tono de voz le salió más alto del que quería expresar:

      —No entiendo por qué la defiendes… Apuesto a que ni siquiera te habla. Es más, apuesto que es esa clase de chica que te ha de tratar igual o peor que a esos jugadores cretinos; no sabe ni siquiera tu nombre y te menosprecia… —Tuvo que detenerse cuando sintió que había cruzado la línea. Bajó la intensidad de su voz hasta sonar cansado—. Y, aun así, lo permites y no haces el menor intento de demostrarles cuánto vales.

      

Capítulo 6

      Incomprendida

      Sebastian se quería arrancar la lengua. Se había arrepentido de decir aquellas palabras justo en el momento en

      que salieron de su boca.

      Ginger sabía que él tenía razón. Era consciente de que su día a día implicaba todo lo que él acababa de adivinar. Todo era cierto: pero una cosa es saberlo y otra, muy diferente, es pretender que no pasa nada.

      Vivía atrapada dentro de una bola para hámsteres, sin poder cruzar al otro lado por culpa de la basura que todos tiraban en su camino. Decir «hey, aquí estoy» nunca funcionaba. La despreciaban antes de darle la oportunidad de conocerla.

      Ginger no sabía qué había hecho para que la trataran de esa manera tan despectiva, tal vez, nada; pero nadie pensaba de esa forma. Todas esas experiencias las tenía bloqueadas, refundidas en el rincón más rezagado de su corazón; fue tan difícil enterrarlo todo, tardó años. Pero Sebastian llegó tan fácil y…

      Lo miró a los ojos.

      Él parecía escrutarla con esa mirada tierna, pendiente de sus reacciones, pendiente del recorrido que una lágrima solitaria descendía por su mejilla.

      Ginger no hizo nada por limpiársela. Y no hizo nada por hablar.

      Solo se dedicó a mirar cada veta azul de los ojos de Sebastian, a buscar, a tratar de entender por qué maldita razón él parecía comprender la situación mejor que ella, por qué tenía esa sensación de que él podría llegar a conocerla mejor cuando ella ni siquiera tenía claro quién era.

      Todo el mundo parecía ver algo malo en su persona, pero Ginger no se daba por enterada. No lo pensó más, levantó la barbilla y, tragándose su propia lágrima, caminó con paso digno y airado.

      «Date tu lugar».

      «Demuestra cuánto vales».

      Sebastian caminó detrás de ella, asegurándose de hacer ruido con las suelas de los zapatos para que Ginger supiera que él la seguía. Era la primera vez que la veía caminar con los hombros rectos y firmes. Hasta le parecía más alta, más imponente.

      —Ginger…

      —Por favor, no me sigas —dijo tajante, sin asomo de emoción en la voz y sin voltear.

      Él la siguió de todos modos. Ella se dio cuenta, pero lo ignoró.

      Cuando llegaron a las escalinatas de la casa, Sebastian se sentía agotado y ni siquiera había corrido.

      —Ginger, Ginger. Por Dios, ¿qué dije? —preguntó—. Bueno, sé qué dije, pero ¿por qué te pones así?

      Ginger subió las escaleras de dos en dos, abrió la puerta y, cuando entró, se la azotó a Sebastian en la cara.

      «¡Argg, mujeres!», pensó él y aporreó la puerta con el puño.

      —Ginger, ábreme.

      «¿Ábreme?». Él ni siquiera vivía ahí como para exigir eso, pero siguió intentando.

      —¿Podríamos hablar un momento?

      Silencio.

      Volvió a aporrear la puerta.

      Silencio otra vez.

      Soltó una palabrota entre dientes, adoptó la exasperada postura de los brazos en la cintura y miró a la calle. En la casa de enfrente alguien lo espiaba desde un resquicio entre las cortinas de la ventana, pero las