Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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vista y notó que Ginger se acercaba a él con los brazos extendidos hacia adelante.

      ¿Lo iba a abrazar? ¿Se disculparía?

      Todas las esperanzas se fueron por el drenaje, pues, lo único que Ginger hizo fue arrebatarle la mochila y los libros que se le habían olvidado.

      Volvió a cerrar la puerta tras entrar. Sola.

      Sebastian bajó las escalinatas y saltó sin ningún problema a los arbustos que rodeaban el jardín lateral. Alzó la cabeza y miró hacia el ventanal del segundo piso. Tenía que ser el de la habitación de Ginger, reconocía las cortinas y… ¡Dios santo! No pudo evitar notar el revelador ángulo que la mujer de los correos tuvo de su trasero el otro día.

      Sacudió mentalmente el recuerdo más vergonzoso de su vida y se concentró en la tarea de buscar piedritas en el césped que le sirvieran de proyectiles. Sopesó varias piedras irregulares en su mano y, antes de arrojar la primera contra la ventana, echó un furtivo vistazo alrededor. Lo que estaba haciendo era un acto de delincuencia y no quería tener que pasar una noche en prisión… otra vez.

      Retrocedió un paso para darse más perspectiva, arrojó la segunda piedra justo en el momento en que Ginger se asomaba para abrir la ventana y… Sebastian le pegó en la frente. Ella parpadeó, perpleja, y se tocó la zona donde fue atacada.

      Sebastian escondió sus municiones tras la espalda y le dedicó una mirada de profunda disculpa, lo cual solo sirvió para que ella lo fulminara con la mirada y cerrara la ventana con brusquedad.

      —Ginger, es en serio, necesito hablar contigo.

      Ginger frunció el entrecejo. Sebastian alzó los ojos al cielo y luego regresó a mirarla con sincera preocupación.

      —¡Va a llover otra vez, y me voy a mojar! —gritó con los brazos levantados.

      Ginger cerró las cortinas al juntarlas de un jalón. El mensaje en la acción fue muy claro:

      «Pues si llueve, te jodes».

      Dos horas después, Ginger estaba con medio cuerpo inclinado dentro del refrigerador. Buscaba en sus profundidades abarrotadas alguna caja de leche.

      Ella iría a esa estúpida fiesta y cambiaría la opinión que todos tenían de ella. Le demostraría a Keyra que no era una lata que podía patear. Le demostraría a Brandon Winterbourne y a su legión de supervillanos que no era una simple nariz que podían romper. Le demostraría a Sebastian que no era una nerd empollona, con complejo de friki, incapaz de defender su propia persona.

      Pero, sobre todo, se demostraría a sí misma hasta dónde podía colarse para darse su lugar; para destruir la inseguridad que le dificultaba respirar, la que la tenía amenazada con avergonzarla si aspiraba a ser algo más grande que una bacteria.

      Y eso, era lo más importante… y lo más difícil de lograr.

      Sirvió la leche en un tazón de plástico y miró el exterior del jardín por el cristal de la puerta trasera. La lluvia era de un color plomizo que entristecía al cielo y colmaba el aire con el olor fresco de la humedad.

      Ginger abrió la puerta trasera y desplegó la sombrilla para protegerse de los despiadados golpecitos de la lluvia. Miró a su alrededor y agitó un poco el tazón para que Sebastian pudiera captar el olor de la leche.

      Buscó dentro de la casita de madera de Honey, se asomó al borde de la piscina —¿qué tal si se había arrojado para suicidarse?— y escrutó las ramas medio desnudas del único árbol que tenían.

      Pero Sebastian no hizo acto de presencia. Sabía que no seguía siendo Sebastian. Ahora debía ser Sebastian, el gato. Sus ropas empapadas sobre el césped se lo confirmaban. Ginger las levantó como pudo y dejó el tazón dentro de la casa de Honey.

      Antes de entrar, se detuvo en el umbral de la puerta y soltó un suspiro. Miró el lugar donde estaba tirada la ropa de su padre, el lugar que los pies de Sebastian habían pisado por última vez.

      

Capítulo 7

      ¿Sexo, drogas y

      rock and roll?

      Sebastian observaba la puerta principal de la casa de Ginger desde la valla del vecino. El día anterior había llovido a todas horas, con mucha violencia. Sin embargo, en ese momento solo caía el rocío de una leve llovizna que dejaba gotitas diminutas en las hojas de las plantas.

      Desde hacía varios minutos él esperaba que Ginger saliera. En su cerebro de gato la relacionaba con la comida y las caricias tras sus orejas. Su lado animal había formado la inquebrantable conexión mascota-dueño.

      Ginger era su dueña.

      Sebastian era de ella.

      Cuando escuchó el chasquido del cerrojo de la puerta, él se levantó de un salto en sus cuatro patitas y enderezó las orejas, pendiente a cualquier señal de Ginger; pero lo único que vio fue a una anciana en pantuflas y con una bata estampado de un leopardo azul que mascullaba algo entre dientes y posaba una mano en la parte baja de la espalda mientras se agachaba para tomar el periódico.

      —¡Ay, ay, ay! Esta vejez… Malditos reumas, me van a dejar como una lechuga… —Hizo una pausa para soltar una horrible tos cargada de flema—. ¡Ay, maldita tos! Me va a dejar como un perro enfermo… —Entró de nuevo a la casa y ahogó sus quejidos tras la puerta.

      Posteriormente, llegó la mujer del correo quien, sin ninguna clase de disimulo, miró hacia la ventana donde Sebastian había tenido su «momento estelar». Él soltó un gruñido gutural al recordarlo. No conservaba todos los recuerdos de su mitad humana mientras era un gato… pero, por desgracia, ese no se borraría ni con un trasplante de cerebro.

      Minutos más tarde, la puerta volvió a abrirse y vio salir a Ginger, pero… algo andaba mal, era diferente.

      Esta versión de Ginger parecía mayor; su pelirrojo cabello estaba recortado con un moderno y elegante estilo que apenas le rozaba el mentón. Además, caminaba de forma refinada y decidida, maniobraba con los tacones de doce centímetros como una modelo y lucía ropa de corte profesional que se ceñía a las curvas maduras y proporcionadas de su cuerpo.

      Tenía que ser la madre de Ginger, estaba seguro. Sebastian era gato, pero no tonto. Aun así, el parecido era extraordinario No pudo evitar seguir mirándola como un adolescente enamorado de su profesora hasta que la mujer se subió a un Mercedes Benz de color rojo y se perdió al doblar la esquina.

      El padre de Ginger salió, un poco más tarde, empujándose el nudo de la corbata hacia arriba. Era un hombre delgado, de estatura media, con un bigote de esos que dan pinta de bonachón y unas gafas de montura cuadrada. Gracias a él se revelaba el misterio del origen de la miopía de Ginger: la había heredado de su padre. Y, menos mal, que fue lo único que heredó de él.

      De repente, la suave llovizna se intensificó cuando Ginger salió. Sebastian se acercó y se escondió detrás de uno de los pilares que sostenían el techo del pórtico mientras la veía batallar con una sombrilla que no quería abrirse.

      Cuando lo logró, el viento sopló con fuerza y arrastró a Ginger. La sombrilla se abrió más, hasta doblarse por el sentido contrario. Sebastian maulló y fue tras ella.

      Ginger armaba todo un espectáculo acróbata, se aferraba al mango de la sombrilla, que ya ni la cubría, y sostenía el gorro de su impermeable rosa sobre su cabeza.

      «Idiota, deja la sombrilla y sálvate», pensó Sebastian con impotencia por no poder hacer nada.

      Sin ser visto, acompañó a Ginger en su atropellado trayecto hasta la estación del metro donde, antes de irse, ella maldijo a la condenada sombrilla defectuosa y la arrojó a la basura.

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