Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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de la secadora al área que faltaba y… las cosas sucedieron en cuestión de milésimas de segundo.

      Sebastian comenzó a hacerse más y más pesado. Donde había abundante pelo, ahora había una fina capa de vellos oscuros. Donde antes había dos pares de tiernas y cortas patitas, ahora había dos largos y musculosos brazos, y dos poderosas piernas. El flexible cuerpo del gato se convirtió en el duro y escultural torso de un hombre.

      Ginger lo miró a los ojos, sin rastro de aliento. Por un instante, creyó seguir viendo al gato Sebastian; sin embargo, cuando bajó la vista, ella vio su nariz en punta y luego la perfecta forma de sus rellenos labios: enseguida supo que estaba mirando a Sebastian.

      Sebastian y punto.

      Sus ojos se volvieron a encontrar con los de ella, apenas los separaban cinco dolorosos centímetros. Las transformaciones siempre lo dejaban agitado y ahora estaba jadeando, calentaba con su aliento la carne de los labios de Ginger.

      Se volvió loca.

      La volvió loca.

      Sebastian, que apenas se adaptaba de nuevo a la forma humana, estaba mareado y la cercanía de Ginger no lo ayudaba a poner los pies sobre la tierra. Se daba cuenta de que estaba desnudo y encima de ella cosa que, en parte, lo excitaba sin poder evitarlo y, por otro lado, lo preocupaba porque Ginger era… bueno, Ginger era inocente hasta decir basta. Tenía tatuada en la frente la frase «inocente y directo a ser monja».

      Sabía que debía decir algo, lo que fuera. Si no lo hacía, no podría contener las ganas de besarla que estaba sintiendo; no quería tocarla todavía, no le podía hacer eso.

      «Maldición».

      —Ginger —dijo en un susurro ronco.

      —¿Qué?

      Él vaciló un momento:

      —Bueno, es que… —la miró a los labios—, no es algo que tenga que decir porque es evidente, claro, pero… —Ay, ¿por qué era tan difícil decirlo?—. Pero, como podrás notar, estoy desnudo y encima de ti. No quiero sonar lascivo, sin embargo, si no te apartas creo que yo…

      Ginger parpadeó y miró hacia abajo…

      Una parte de ella se escandalizó y otra se fascinó con la perfección que encontró en el cuerpo de Sebastian. Se debatió entre tocar o no, los músculos de sus hombros y de sus brazos.

      Tal vez fuera solo imaginación de ella, pero la piel de Sebastian quemaba como si tuviera una plancha caliente encima. Le transmitió tanto calor que sintió que le sudaba todo el cuerpo, incluso en zonas donde sabía, o creía, que no podía sudar.

      —No puedo —dijo ella sin aliento.

      A Sebastian le sorprendió que ella no se apartara ni un solo centímetro. Cerró los ojos y los apretó para capturar el control y para aferrarse a la cordura; él no quería apartarse y le costaba toda su fuerza de voluntad permanecer cuerdo.

      —Diablos, Ginger, ¿por qué no? —dijo con la mandíbula apretada y ella notó un músculo que se movía en su mentón.

      —Porque me aplastas.

      Ah, sí, he ahí el dilema.

      Sebastian abrió los ojos y descubrió que la distancia entre sus labios era todavía menor.

      Bueno, perdió; pero al menos lo intentó…

      Conforme iba inclinando más la cabeza, acababa con la cruel distancia que los separaba. Notó que el pecho de Ginger subía y bajaba sin control alguno, muy rápido y cada vez de manera más agitada.

      Ella estaba siendo atacada por los nervios, no obstante, también estaba expectante.

      Un beso.

      ¡Uno de verdad!

      ¡La iba a besar! ¡La iba a besar! ¡De verdad, él la iba a besar!

      ¿Qué debía hacer? ¿Dónde se ponían las manos? Maldición, le estorbaban tanto; pensó que todo sería más fácil si no tuviera manos…

      ¡Al diablo con su cerebro!

      Justo en el momento en el que ella entreabrió los labios de forma instintiva para recibir el beso, se escuchó el rechinido que hacían las bisagras de la puerta principal al abrirse y el chasquido del picaporte al cerrarse.

      Sebastian levantó la cabeza y giró hacia la puerta de la habitación de Ginger. Ella echó su cuello hacia atrás para también mirar.

      ¡Santo Dios!

      Kaminsky.

      —Uff, menos mal que me llevé la sombrilla… Ah, hola, Honey, ¿por qué estás mojado? ¿Saliste a dar un paseo con Ginger? —La agradable voz de Kamy flotó desde la planta baja.

      Un ladrido.

      Los pasos de la señora Kaminsky resonaron pesados por el recibidor y, luego, por las escaleras.

      —Ay, Dios, ¡me va a matar! Es mi fin. ¿¡Qué va a pensar si me ve así contigo!?

      Ginger sacó fuerza del miedo que la tenía agarrada y empujó a Sebastian que ya se estaba por levantar. Se puso de pie con un salto y empezó a correr como loca alrededor de la habitación, presa del pánico.

      —Dónde te escondo, dónde te escondo…

      En ese momento deseaba tanto que fuera un gato para poder meterlo en un cajón o para arrojarlo por la ventana, así sin más.

      Y entonces, ella volteó y vio la luz.

      Su ropero.

      Jaló a Sebastian, que se veía de lo más tranquilo, del brazo y abrió la puerta corrediza de un tirón. Lo empujó dentro sin muchas contemplaciones.

      —¡Auch! Oye, ¿qué tienes aquí? Me acabo de enterrar algo en el…

      —Ginger, ¿estás aquí? —preguntó la señora Kaminsky desde el otro lado de la puerta.

      —Ah, sí —contestó mientras reprimía los jadeos.

      —¿Podrías bajar a ayudarme con la cena?

      —Claro.

      Cuando Kamy se alejó, Ginger todavía estaba agitada. Ella abrió la puerta del ropero y, tapándose los ojos con el antebrazo, le aventó a Sebastian una afelpada bata rosa de My Little Pony.

      —Lo siento, tengo que bajar. Ponte esto que yo te traeré la cena.

      Sebastian, sentado y abrazado a sus rodillas, sonrió a pesar de que Ginger no podía verlo. Él alargó el brazo para tomar la bata desde el reducido rincón entre los vestidos y los jeans.

      —Leche, por favor —pidió.

      —De acuerdo.

      Y salió corriendo.

      Él se llevó las manos a la cara para restregársela y volvió a sonreír, esta vez con ironía. No podía creer lo que estuvo a punto de hacer.

      Y menos podía creer cuánto le molestaba no haberlo hecho.

      

Capítulo 5

      Inadaptada

      Ginger se levantó con pesadez y cuando puso un pie en la alfombra, que estaba del lado izquierdo de la cama, sintió que pisaba una mano. Todavía no se acostumbraba a la presencia de Sebastian en su habitación.

      Él llevaba durmiendo dos noches en el suelo, sobre mantas. Lo rodeaban muñecos de peluche gigantes que parecían custodiar su sueño. Dio un respingo que le hizo sorber el hilo de saliva que se escurría sobre una jirafa de color azul y despertó cuando sintió el machucón en los dedos.

      —Lo siento —murmuró Ginger con el acento arrastrado que tenían los que están atrapados entre el mundo de los