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se sentía estúpida por primera vez en su vida.

      La mano de Sebastian era como un guante para la mano de Ginger. Encajaban como las dos últimas piezas de un rompecabezas. Tenía el tamaño justo: la de él era grande y cubría por completo a la pequeña mano de ella.

      Él carraspeó y se soltó para luego meter las manos en los bolsillos del pantalón y caminar hasta la banqueta.

      —Bien, ya estoy afuera, ¿y ahora qué?

      Ginger regresó por la correa de Honey, y tras cerrar la puerta con llave, caminaron por la acera.

      La casa de Ginger estaba sobre la calle Downing. El palacio de Buckingham estaba tan cerca que su familia y la reina Isabel II eran vecinas. Aunque, claro, nunca tocaban a la puerta del otro para preguntar si tenía una taza con azúcar que prestarse, ni le dejaban encargado a Honey cuando la familia salía de viaje, ni invitaba a su madre a tomar el té de las cuatro mientras se pasaban los chismes de la loca duquesa de York.

      Alrededor de ella se encontraba el parque de St. James, el Big Ben, el legendario puente de Londres, la abadía de Westminster y un puñado de jardines, teatros y museos; pero a pesar de todos esos lugares, Ginger no sabía a dónde ir con un chico.

      Doblaron en la calle King Charles hasta entrar en el parque St. James donde Ginger soltó a Honey para que olfateara con libertad.

      Mientras Sebastian lo veía alejarse con la nariz pegada a las hojas caídas, deseó en silencio que se perdiera y nunca volviera: los perros lo ponían nervioso y huraño. Honey no era la excepción.

      Sentado en el lado más seco de una banca, Sebastian esperaba.

      Había pasado una semana entera. Con sus siete días y seis medianoches. Una semana entera como un gato. Y, bueno, ¿qué esperaba? No paraba de llover y llover y llover… y llover.

      Bien, tampoco era para quejarse, estaba más que acostumbrado, pero ¿en qué estaba pensando? ¿Dejar que una desconocida con disfraz de camarón lo recogiera como si fuera un peluche abandonado?

      ¿Por qué simplemente no la atacó como pensaba hacerlo al principio? ¿Por qué no saltó y la arañó en la cara? La respuesta era sencilla: quería que lo sacara de ahí.

      Abrió los ojos, hasta ese momento los había mantenido cerrados; la luz que se colaba de manera intermitente entre las hojas de los árboles lo cegaba. Un poco más allá, vio la espalda de Ginger. Ella hablaba con el dueño de un carrito de hot dogs. A pesar de ser alta, su complexión era muy menudita y parecía que su pelirrojo cabello la quemaba como fuego en su piel de fantasma.

      Sebastian pensó que era muy flacucha y que daba tropezones constantemente con cualquier diminuto relieve en el cemento demostrando su grado de arritmia. Además, casi no tenía pechos —sí, hasta en eso se fijó—.

      Pero hace un rato…

      Y en la mañana…

      —¿Un hot dog?

      Sebastian parpadeó cuando se dio cuenta de que frente a su nariz se extendía el alargado alimento. Ginger se hizo espacio en el lado seco del asiento empujando un poco la cadera de Sebastian con la suya. Luego apuró una mordida en su hot dog.

      —Mmm... El tuyo tiene mostaza. Espero que te guste la mostaza. El mío es de salchicha vegetariana y no tiene mostaza porque soy alérgica a ella —comentó—. Bueno, la verdad es que soy alérgica a la mayoría de los alimentos y debo visitar seguido al nutricionista. Lo odio, no me deja comer nada y ni siquiera puedo hacer deportes porque me desmayo, por eso estoy exenta de esa clase en la escuela, lo que es genial; pero, por desgracia, no puedo ver a los jugadores y…

      Sebastian se presionó ambas sienes.

      —¿Siempre haces eso?

      Ginger lo miró desconcertada con el hot dog a medio camino de su boca.

      —¿Hacer qué?

      —Hablar y hablar cuando te emocionas.

      —Yo… —tuvo que desviar la mirada a su regazo, los ojos de Sebastian estaban cegadoramente más azules a la luz natural— es que… es agradable hablar con alguien y saber que te escucha. —Su voz se fue apagando, sospechó que había dejado entrever el suicidio social que había sido su vida.

      —¿Te refieres a que no tienes amigas como esas que se cuelgan en el teléfono hablando horas y horas?

      Ginger sacudió la cabeza:

      —No solo no tengo de esas, es que no tengo de ningún tipo —admitió.

      Sebastian no pudo evitar sentir pena a causa de esa declaración. Deseó haberla conocido antes para poder ser su amigo; pero, contra el pasado, no se podía hacer nada.

      Sintió que era el único que podía darle consuelo. Apoyó su mano en la de ella y dijo:

      —¿Y yo qué? ¿Acaso no cuento como amigo? —sonrió.

      Ginger no podía procesar esas palabras.

      —¿Tú? Pero… te acabo de conocer, hace un día.

      —Un día, dos segundos, veinte años, eso no importa. Para ser amigos no hay reglas, Ginger.

      Los ojos de Ginger ardían por las lágrimas que no entendía por qué querían salir tan de repente. Hizo un enorme esfuerzo por mantenerlas a raya y sonrió hasta que sus labios se ensancharon del todo. Sebastian experimentó una sensación extraña que lo pasmó. Fue como si la sonrisa de Ginger fuera capaz de iluminar todo Londres en la noche.

      Durante el camino de regreso a casa, Ginger encontró a Honey y le volvió a colocar la correa: ese acto irritó a Sebastian. Ambos, perro y humano, se fulminaron con la mirada como los eternos enemigos que eran.

      —He querido saber, si no te molesta contestar…

      Sebastian puso los ojos en blanco:

      —Ya deja de ser tan formal, por favor, siento que me está hablando la reina.

      Ginger se lo tomó como un cumplido y se sonrojó; pero prosiguió:

      —Está bien… Emm, amigo. —Esta vez habló como una chica «mala» y le dio un puñetazo a Sebastian en el brazo.

      —Demasiado informal… y agresiva. Solo sé tú misma.

      Ginger tomó aire y lo volvió a intentar:

      —¿Qué haces cuando no estás ocupado cazando ratones? Me refiero a cuando eres humano... ¿Dónde vives? ¿Con tus padres?

      Él se adelantó a patear una piedra que sabía que Ginger no vería y que podría lastimarla, aunque, de todas formas, ella se golpeó el dedo con otra. ¡Sebastian no podía contra las fuerzas oscuras de las piedras del mundo!

      —Nunca he sabido nada de mis padres —dijo mientras intercambiaba lugares con Ginger, el suyo estaba menos infestado de piedritas—. La señora Lovett me rescató cuando tenía cinco años.

      —¿La señora Lovett? ¿La que tiene cincuenta gatos viviendo en su casa y que falleció hace unos años?

      —La misma. En ese momento yo tenía el tamaño de un gato bebé, pero ya había abierto los ojos y podía caminar más o menos bien. Cuando me secó con una secadora para el cabello y volví a ser humano…

      —¡Te botó de nuevo!

      —No, ¡qué va! Me adoró como si fuera un dios gato egipcio. Mi condición no la sorprendió. Hasta creyó que todos sus gatos eran iguales a mí, los bañaba todos los días porque esperaba que se convirtieran en humanos; pero esa es otra historia, créeme, no quieres saber. Los terminó por matar a todos de un resfriado.

      Ginger se rio, muy a pesar de los gatitos.

      —Todo el mundo cree que está loca —siguió Sebastian—, pero no es cierto… bueno, un poco tal