Relatos de un hombre casado. Gonzalo Alcaide Narvreón. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gonzalo Alcaide Narvreón
Издательство: Bookwire
Серия: Relatos de un hombre casado
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788468680941
Скачать книгу
sumadas, comenzaría a darme cuenta de que la belleza física no lo era todo; por supuesto que lo físico es lo que genera “prima facie” atracción o rechazo, aunque mi experiencia me comenzaba a demostrar, que, como expresa el dicho popular “Billetera mata galán” cabía otro que perfectamente podría enunciar “Piel y química matan galán” no me cabe dudas sobre esto y aplicaba perfecto a lo que me sucedería con Fausto.

      Capítulo IV

      Fausto, un Adonis de mármol

      Nos habíamos cruzado en Gaydar y luego continuaríamos chateando en Messenger. En su perfil, Fausto había puesto una foto en la que estaba parado a orilla del mar, vistiendo una zunga celeste, no se le veía la cara, pero si el lomazo impecable. Era casado, vivía en zona norte, bastante cerca de donde vivía yo y trabajaba en Puerto Madero.

      Comenzamos a chatear casi a diario, aunque aún no nos conocíamos las caras. Nuestra situación encajaba perfecto, ambos buscábamos un encuentro sexual con otro macho, los dos éramos casados, tapados, vivíamos por la misma zona. Fausto era más tapado y reprimido que yo, no se animaba a nada. Sospechaba que, seguramente, sus experiencias sexuales con otros hombres deberían ser escasas o casi nulas.

      Luego de tanto chat y ante mi insistencia, sabiendo que diariamente tomaba el tren hacia el centro, logré convencerlo como para que una mañana, camino hacia su trabajo, se bajase en la estación cercana a casa; vivíamos solo a tres estaciones de distancia, por lo que resultaría una buena opción como para que, al menos, nos encontrásemos y tantear si valía la pena hacer el esfuerzo como para concretar un encuentro sexual.

      Finalmente, combinamos día y hora. Se bajaría del tren y nuestro encuentro duraría lo que tardase en llegar la siguiente formación, ya que Fausto debía seguir camino hacia su trabajo.

      Llego el día esperado, fui hasta la estación en auto y vistiendo ropa deportiva, el short blanco de rugby que solía usar en esa época, remera de manga corta y zapatillas de running. Estacioné y vi que se iba un tren, caminé apresurado hasta el andén en el que Fausto supuestamente se había bajado.

      El andén quedó vacío, pero Fausto no estaba. Pensé que quizá, había cambiado de opinión y que no se había animado a bajar. A pesar de la decepción, decidí esperar al siguiente tren.

      Transcurrieron diez minutos y otra formación se aproximó al andén, nuevamente, una multitud descendió del tren. En mi cabeza tenía una imagen más o menos armada de Fausto, seguramente los podría identificar, aunque realmente, había muchos machos facheros y no iba a parar a cada uno de ellos preguntándoles si se llamaban Fausto.

      El andén comenzó a vaciarse y vi que, parado, ya casi solo, había un flaco que comenzaba a caminar hacia mí. No podía ser… era demasiado.

      –¿Gonzalo? –preguntó tímidamente.

      –Qué haces Fausto –respondí.

      ¡Se partía! lentes de sol, cabello negro, tez blanca, cara angulosa, de macho destructor, más alto que yo, camisa escocesa en la gama de los azules, pantalón pinzado natural, mocasines náuticos y mochila al hombro. Parecía un modelo de gráfica de relojes o de perfumes… ¡Tremendo!

      –Finalmente acá estamos –dijo Fausto.

      –Sí, acá estamos y estás tremendamente fuerte macho –dije.

      –Callate boludo –dijo Fausto.

      No había quedado nadie en el andén, por lo que no entendía su temor o su vergüenza. Claramente, Fausto vivía en un tapper y no se atrevía siquiera a insinuar nada por fuera de cuatro paredes o de un chat.

      –Vamos a casa que estoy solo –dije, sin dar vueltas y tirándome directamente a la pileta.

      –No boludo, no me tientes que no puedo, el haberme bajado del tren ya hará que llegue tarde al laburo –respondió Fausto.

      Ya tenía una intriga revelada. El “no me tientes,” me blanqueaba que Fausto tenía interés en encamarse conmigo.

      –Bueno, como quieras, una pena, estoy re caliente y solito en casa –repliqué.

      –No, no, yo también estoy al palo, pero no puedo, arreglemos para otro día –dijo Fausto.

      Noté que se había puesto nervioso, se lo veía como debatiéndose entre ceder a la tentación e inventar algo que justificase su posible ausencia en el trabajo, o quedarse con las ganas e irse en el próximo tren.

      Escuchamos la bocina del tren que se acercaba al andén.

      –Ok, una lástima, arreglamos para otro día, pero mirá como me quedo –respondí, dirigiendo mi vista hacia mi bulto, que se notaba claramente hinchado.

      Fausto miró y no emitió comentario alguno.

      Llegó el tren y el andén se llenó de gente. Fausto desapareció entre la multitud; yo regresé hacia el auto, con la cabeza partida al medio, pensando en lo fuerte que estaba este pibe y con ganas de garchar con quien fuese como para sacarme la calentura.

      Llegué a casa y me clavé tremenda paja; necesitaba aflojar tensión. Cada encuentro me llenaba de adrenalina y el no concretar, me dejaba cargado y tenso. Haber tenido a Fausto frente de mí, con la posibilidad de concretar y el no haber podido convencerlo como para que viniese a mi casa, me había elevado la calentura al extremo.

      Me puse a trabajar con la computadora, intentando olvidarme de él.

      Pasada una hora, me sorprendió una video conferencia que solicitaba Fausto. Ya nos habíamos conocido personalmente y evidentemente, se habían esfumado sus conflictos como para chatear con video incluido. Como él se encontraba en su oficina, mantuvimos silenciados los micrófonos, por lo que nos podíamos ver, pero sin hablar.

      –¿Qué pasa?, ya ¿me extrañas? –pregunté, burlándolo.

      –No boludo, llegué a la oficina y de la calentura con la que me quedé, me tuve que meter directo en el baño para clavarme una paja –dijo Fausto.

      –¡Mirá vos! yo también me acabo de clavar una, porque me dejaste re caliente –respondí.

      –Sos un hijo de puta… apareciste en la estación con ese short de rugby ajustado, marcando bulto y mostrando tus patas armadas y peludas –dijo.

      Bajé la cámara, enfocándola hacia mi bulto, con la clara intención de comerle la cabeza hasta que cediera a concretar un encuentro.

      –Bueno bolas, hace un rato tuviste la oportunidad, pero arrugaste –dije provocándolo.

      –Hagámoslo mañana –contestó Fausto.

      Sí que me sorprendía. Evidentemente, estaba muy necesitado de concretar un encuentro y no podía demorar más su deseo de estar con un hombre.

      –¿Misma hora, mismo lugar? –pregunté.

      –Dale –respondió Fausto.

      Cerramos chat y me enfoqué en mi rutina, aunque transcurriría el resto del día un tanto ansioso por lo que podría suceder la mañana siguiente. La idea de encamarme con Fausto era más que tentadora, aunque había algo que no me terminaba de cerrar de este flaco; me resultaba un tanto extraño, complicado, como fuera de frecuencia… al menos, fuera de mi frecuencia.

      Pensé que, después de todo, la idea no era casarme con él, solo tener sexo y si pintaba química y buena onda como para tener continuidad, listo. Vivíamos cerca, eso estaba buenísimo.

      Luego de una noche tranquila, amanecí con el ruido de las gotas de lluvia que golpeaban la persiana. Me levanté, fui