El capitalismo organizado se caracterizó por el surgimiento de un estrato social de administradores profesionales, jerarquías de gerentes, como diría Alfred Chandler, legitimados por el conocimiento y la formación en administración para dirigir las empresas, el crecimiento de la clase media trabajadora, ampliando su rol de solo trabajador a consumidor, mejorando los ingresos de los trabajadores y con ello la demanda, ofreciendo una supuesta integración al ciclo económico mediante una promesa de ascenso o superación como un nuevo mecanismo de control (Boltanski & Chiapello, 2002; Pastré & Vigier, 2009), eliminando así el riesgo de crisis y revolución por el conflicto social (dada una satisfacción a través de la compra y la esperanza de superación). Surgieron así la sociedad de consumo (Acquier, 2018; Gantman, 2009) o, como demuestra Bauman (2000), un sistema que creó consumismo y nuevos pobres. En este proceso los antiguos burgueses cambiaron el poder que tenían al ser propietarios de los medios de producción, y por ende de su renta, por figuras sociales logradas mediante luchas sindicales, lo que dio paso a que las clases sociales más acomodadas lograran las mejores condiciones y permitió que la propiedad se concentrara en manos de unos pocos (Boltanski & Chiapello, 2002), apoyado con la creación de instituciones como las Naciones Unidas en pro de la paz estable y el Fondo Monetario Internacional para la estabilidad del sistema monetario internacional, complementado con el trabajo del Banco Mundial (Solimano, 2017).
Esta época se conoció como la edad de oro del capitalismo y llegó hasta inicios de la década de 1970, con tasas de crecimiento económico sostenido, reducción de la desigualdad, equilibrio macroeconómico y control de las tensiones entre lo público y lo privado, pero que a mediano plazo generó quejas en los productores al presentarse un descenso del crecimiento, una ralentización de los incrementos en productividad y un alza continua de los salarios reales, de lo cual se responsabilizó a los beneficios adquiridos por los trabajadores y el poder de los sindicatos (Solimano, 2017), pero también reflejado por un incremento en los costos organizacionales, la pérdida del individualismo y una mediocridad generalizada, en especial en los empleados de cuello blanco, así como los límites generados por las prácticas de la cohesión y la lealtad en la capacidad de responder de las empresas ante los retos y exigencias (Barley & Kunda, 1995). El movimiento de relaciones humanas que profesaba que cuantos más motivadores y beneficios se den al trabajador, mayor es la productividad, entró en crisis, ya que estos métodos de administración no solo son costosos, sino que generaron estados de confort que estancaron la innovación y propiciaron la inercia organizacional.
Tres hechos originaron presión hacia una nueva transformación del capitalismo. El desarrollo de los computadores, la teoría general de sistemas y la consultoría contable afincaron de nuevo la fe de la administración en la racionalidad y el cálculo (Barley & Kunda, 1995). Uno de los resultados de la Segunda Guerra Mundial es que el desarrollo de métodos cuantitativos y la aplicación de la matemática a gran diversidad de problemas son la clave del triunfo. Se popularizó la cibernética organizacional en el diseño de sistemas autorregulados enfocados al control, como promovió Stafford Beer (Orozco & Albarracín, 2019), en los que se puede usar la computación para simular y crear conocimiento nuevo. En el mundo de los negocios la teoría de juegos se abre paso como el sistema de cálculos que permiten simular las negociaciones. Aparece el campo de la investigación de operaciones, liderada por la ingeniería industrial, en lo que conocemos como management science, en el que los administradores encuentran respuestas para administrar las organizaciones que coexisten en un entorno marcado por la competencia técnica entre Estados Unidos y la Unión Soviética, dada en la Guerra Fría, en el marco de un mundo que avanzaba en la globalización económica, a causa de los acuerdos de la posguerra que dinamizaron el comercio internacional con las organizaciones multilaterales.
La crisis del petróleo de 1973 generó inflación y periodos de recesión, en simultánea con el surgimiento de una pérdida de la hegemonía económica de Estados Unidos con el desarrollo de la industria japonesa y alemana, darían paso a una nueva transformación del capitalismo. Se presentó una crisis del sistema monetario a la par que el avance en economía financiera y finanzas corporativas abrió paso a nuevas prácticas de instrumentos financieros que facilitan el acceso al crédito y al consumo, aumentando la renta para los inversionistas y fortaleciendo así el sector financiero (Boltanski & Chiapello, 2002). En un entorno en donde el sindicalismo aún tenía mucho poder, empiezan a surgir cuestionamientos a las políticas de pleno empleo y a la social democracia, los cuales promovían prácticas que debilitaban el sindicalismo y fortalecían el poder del capital por la vía de los mercados privados de capitales. Se inició así un regreso al libre mercado, en un marco de reformas que buscaron la promoción a la inversión privada y la desinversión del Estado para la privatización, desde un movimiento conocido como el neoliberalismo2. Este nuevo sistema incluía prácticas políticas de privatización de empresas públicas, desregulación de mercados, reducción de la intervención del Estado en la economía, globalización y desnacionalización de los recursos naturales, para lograr el crecimiento económico, la modernización y la legitimización del lucro, sobre otros motivos como la solidaridad y el altruismo. Se concentró así el poder en pequeñas élites económicas (1 % más rico de la población) aprovechando las dinámicas empresariales y monopólicas en un proceso de expansionismo multinacional (Solimano, 2017).
Las consecuencias de estas acciones fueron frecuentes crisis financieras, manipulación del pensamiento político de la sociedad y sus valores a través de los medios de comunicación, control de las élites sobre los medios de producción y democracias de baja intensidad, con la promesa permanente de mejora social para las personas por medio de modelos de educación privada, lo que promovía el individualismo (Boltanski & Chiapello, 2002). Así se creó la capacidad de crear mercados ficticios en sectores sociales como lo indicaba Polanyi (Delanty, 2019).
En este contexto se posicionan grandes multinacionales y trasnacionales con enorme poder financiero y autonomía para definir trayectorias tecnológicas y concentrar la producción (Solimano, 2017). Estas organizaciones aprovechan las condiciones económicas y sociales de los países, utilizan prácticas como la globalización del capital, el traslado de sus procesos productivos a países con menores salarios y poca fuerza sindical; tercerizan servicios para disminuir costos de producción y de distribución (Liu, Feng, & Wang, 2019), importan productos manufacturados provenientes de economías con bajos salarios, usan tecnología para eliminar mano de obra y mejorar sus procesos en cuanto a tiempo de respuesta y localización geográfica precisa –cambiando así la forma de producir, distribuir, controlar y administrar (Boltanski & Chiapello, 2002, p. 21). Estas corporaciones usan figuras como fusiones, adquisiciones, absorciones y expansión internacional, con lo cual construyeron redes gigantes de desarrolladores externos (Hamel, 2012, p. 102; Pastré & Vigier, 2009, pp. 24, 37, 48) y oligopolios (aprovechando la baja regulación en el tema), dominando dos tercios del comercio internacional, afectando de esta forma el tejido empresarial local (Boltanski & Chiapello, 2002, p. 21) y provocando una rivalidad entre la gran empresa y el Estado (Acquier, 2018,