FIGURA 1. CRITERIOS DE EVALUACIÓN DEL CAPITALISMO
Fuente: los autores a partir de Aguirre & Lo Vuolo (2013) y Boltanski & Chiapello (2002).
El pensamiento ortodoxo busca un modelo genérico para el capitalismo, pero las crisis del sistema capitalista y las dificultades generadas durante esta negociación dan lugar a la aparición de pensamientos heterodoxos en la economía (Brown, Spencer, & Brown, 2014; Trautwein, 2017), que entienden que el modelo económico es un régimen situado en sociedades específicas (Aguirre & Lo Vuolo, 2013). Así, se reconocen diversas fases del capitalismo, como se ve en la figura 2.
FIGURA 2. FASES DEL CAPITALISMO
Fuente: los autores a partir de Acquier & Carbone (2019), Aguirre & Lo Vuolo (2013), Gantman (2009) y Pastré & Vigier (2009).
El capitalismo como sistema económico, que desplaza el mercantilismo del siglo XVI, surge en el marco del reconocimiento legal de la propiedad privada y la pérdida del poder de las monarquías, aunado a un espíritu que reconoce que la creación y acumulación de riqueza, en vez de ser parte de uno de los siete pecados capitales –la avaricia–, es ahora una señal de que se está entre los elegidos para habitar en el reino de los cielos. Luego de la Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra y los cambios que se dieron al deponer al rey Jacobo II, crear un parlamento, cambiar el sistema monetario y promover inversiones en sociedades anónimas como la South Sea Company, emerge el capitalismo con sus bondades y también con sus fallas, entre ellas, las crisis provocadas por la especulación y las burbujas en las que hasta las mentes más brillantes, como la de Isaac Newton, experimentaron enormes pérdidas (Levenson, 2020; Odlyzko, 2019). En el capitalismo liberal del siglo XIX, con el principio de laissez faire en el que no hay intervención del Estado en la economía, con el patrón oro como sistema monetario dominante, se genera un crecimiento económico sin precedentes cimentado en la producción en masa gracias a la innovación tecnológica de la primera revolución industrial (basada en la máquina de vapor y el telar), que genera bajos precios, aumenta el consumo y origina tanto riqueza a gran escala como satisfacción de necesidades. En este nuevo modelo de producción, en el que se reemplaza el sistema doméstico de trabajo por el sistema fabril, se van a formar grandes empresas industriales donde se marcará un nuevo orden de relaciones entre una clase dominante, el empresario burgués, que será la propietaria de los medios de producción y las rentas, y una clase social subordinada, el proletariado, y desposeída de propiedad y medios de producción. Se promovía un capitalismo global, con libre comercio, la movilidad irrestricta de capitales, bienes y servicios y la migración libre de la mano de obra (Solimano, 2017), ignorando las condiciones de trabajo y bienestar de los trabajadores y alimentando así el conflicto social de clases (Bauman, 2000).
Se generó una crisis económica a finales del siglo XIX, conocida como el pánico de 1873 o la gran depresión, que duró hasta 1879, en la que el aumento de la competencia, la reducción de precios y los problemas de liquidez en bancos y bolsas de valores dieron lugar a una serie de transformaciones en el capitalismo gracias a la emergencia de nuevas fuentes de energía (petróleo y electricidad), lo que, aunado al nacimiento de la industria química y de telecomunicaciones, marcaría el inicio de la segunda revolución industrial marcada tanto por la consolidación de grandes corporaciones monopólicas –denominadas trust– como por prácticas administrativas conocidas como mejoramiento industrial, en el que se buscó la cooperación y cohesión de la fuerza laboral para superar el conflicto social entre clases con iniciativas sindicales que carecían de apoyo estatal (Gantman, 2009, pp. 98-103), e inversiones orientadas a modificar las condiciones industriales, en que los empresarios unieron una visión religiosa de la moralidad –amparada por la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII que invita a un cambio revolucionario de derechos y deberes entre el capital y el trabajo– con una serie de inversiones caritativas que buscaron progresos en las condiciones de los trabajadores, con hospitales, viviendas familiares, mejoras en las condiciones de higiene de puestos de trabajo, y espacios de recreación, sin afectar las prerrogativas de la libre empresa y la santidad de la propiedad privada y la ética del individualismo (Barley & Kunda, 1995, pp. 82-85). La premisa era que, si la empresa podía ser el eje sobre el cual giraba la vida de los trabajadores haciendo coincidir sus intereses, valores y creencias con los del empresariado, se lograría un orden comunitario y la paz industrial, eliminando el conflicto, y con ello la lucha de clases, reflejándose en mejoras en la rentabilidad y el control (Barley & Kunda, 1995; Orozco & Albarracín, 2019), así como en la prosperidad de las naciones y sus democracias, tal como lo profesara la madre de la administración moderna, Mary Parker Follett, a inicios del siglo XX (Follett, 1925/2013).
Sin embargo, la depresión de 1896 permitió que los críticos del mejoramiento industrial afirmaran que las empresas que velaban por la cooperación con sus trabajadores no tuvieron mejores resultados que las que no lo hacían, lo que le abrió el camino a la ingeniería mecánica, que afirmaba que el problema de las empresas no era por el conflicto social, sino por las limitadas capacidades para administrar y controlar la fuerza de trabajo. La aplicación de la racionalización del trabajo con un enfoque de contabilidad de costos, control de producción y sistemas de pagos salariales, fue la piedra angular de la búsqueda de la eficiencia y dio paso a la etapa de la administración científica como eje del desarrollo del sistema capitalista y el control corporativo del trabajo (Barley & Kunda, 1995; Orozco & Albarracín, 2019). Los principios de esta administración científica eran “la creencia en la utilidad y moralidad del razonamiento científico, el axioma de que todas las personas son ante todo racionales, y la suposición de que todas las personas consideran el trabajo como un esfuerzo económico” (Barley & Kunda, 1995, p. 85), ideas que fueron tan persuasivas que lograron permear el pensamiento político estadounidense de los progresistas y permitir un control absoluto de los procesos industriales y de la relación empresa-trabajador desde una perspectiva de eficiencia. Esto condujo a prácticas de explotación y completa subordinación del empleado por parte de los propietarios (Gantman, 2009). La racionalización del trabajo condujo a la creación de una verdadera ciencia de la explotación en la alienación del proletariado que se convertía en una extensión de la máquina.
Ante los abusos de las grandes corporaciones, que controlaban los precios, el acceso a bienes y servicios, las condiciones laborales y las políticas gubernamentales, aunados a la sobreproducción y la restricción de los mercados, y el temor generado por efectos como la revolución bolchevique, se presentaron críticas al modelo de la administración científica y se promovió un cambio en el sistema con el resurgimiento