Sentada en el piso de su departamento casi vacío y con la vista en el polvo que había quedado escondido detrás de algunas cosas de Blaise, Elsie vio, junto a la puerta, una tarjeta de San Valentín que le había regalado a él el año anterior. Seguramente se le había caído cuando se iba. La tarjeta era blanca y cuadrada y estaba cubierta de corazones rojos. «El mejor marido de todos los tiempos», decía en cursiva y en mayúsculas por todo el frente. Dentro, Elsie había escrito un simple «Je t’aime». Había dejado la tarjeta sobre la almohada de Blaise la mañana de San Valentín mientras él aún dormía. Ese día, ella tenía doble turno y él, una presentación sin la banda en una fiesta privada. No se verían hasta la mañana siguiente, cuando él ni siquiera mencionó la tarjeta. La noche en que Blaise se fue, Elsie salió de abajo de la ventana, recogió la tarjeta y la apretó contra el pecho. En ese momento se dio cuenta de que tenía que irse del departamento de los dos. Ya no podía quedarse más.
Mientras hacía cola en el banco de North Miami, Elsie metió la mano en la cartera y acarició, nerviosa, aquella tarjeta, que había guardado ahí desde la partida de Blaise. La cajera, una joven con acento bajan, le preguntó si estaba disconforme con los servicios del banco y si quería hablar con un gerente. Ella dijo que necesitaba el dinero con urgencia.
—¿No nos permitiría hacerle un cheque? —preguntó la joven.
—Necesito el efectivo —dijo ella.
Transpiraba cuando le extendió el grueso sobre al anciano haitiano que atendía detrás de la ventana de vidrio en el lugar donde se hacían las transferencias.
—Este dinero va a terminar en Haití, ¿no? —dijo el viejo—. ¿Estás construyendo algo allá?
El dinero, esperaba ella, iba a terminar por salvarle la vida a Olivia. Blaise le había pedido que lo transfiriese, no que se lo llevara, porque él estaba demasiado ocupado corriendo de un lado al otro, tratando de reunir fondos por todo Miami.
Ella había pedido la mañana libre en el trabajo para retirar el dinero y transferirlo, y cuando volvió encontró a Gaspard en el suelo, junto a la cama. Se había caído mientras trataba de alcanzar un vaso de agua que había en la mesa de luz. Mona ya estaba a su lado, con la cola en alto y la cara apoyada contra la de él.
Elsie corrió hacia ellos y, entre las dos, levantaron a Gaspard por los hombros y lo sentaron en el borde de la cama.
Todos jadeaban. Elsie y Mona, por el esfuerzo de levantar a Gaspard y Gaspard, porque lo acababan de levantar. Los jadeos de Gaspard pronto se convirtieron en fuertes risas sordas.
—Después de muchas caídas llega la grande —dijo.
—Gracias a Dios tenías la alfombra buena —dijo Mona con una sonrisa. Después, volvió a ponerse seria y dijo—: ¿Cómo puedo dejarte así, papá?
—Me puedes dejar y me vas a dejar —dijo él—. Tú tienes tu vida y yo tengo lo que queda de la mía. No quiero que te dé ningún remordimiento.
—Necesitas mi riñón —dijo ella—. ¿Por qué no lo aceptas? —Mona estiró el brazo y alcanzó un vaso de agua de la mesita. Se lo sostuvo mientras él tomaba algunos sorbos y después lo miró bajar la cabeza lentamente sobre la almohada. A Mona le faltó poco para perforarse los labios con los dientes por tratar de impedir que temblasen.
—Sé que tienes tu problema familiar —dijo esforzándose por no levantar la voz mientras dirigía su atención a Elsie—. Y sé que te dijimos que fueras a ocuparte de tus cuestiones, pero el asunto es que no estuviste aquí cuando mi padre se cayó de la cama. Creo que papá tiene razón. Voy a llamar a la agencia para que manden a otra persona.
Gaspard cerró los ojos y hundió más la cabeza en la almohada. No puso ninguna objeción. Elsie quiso rogarles que la dejaran quedarse. Gaspard le caía bien y no quería que se viera obligado a acostumbrarse a alguien nuevo. Además, ella necesitaba trabajar, ahora más que nunca. Pero si querían que se fuera, se iría. Solo esperaba que su despido no le costara otros trabajos.
—Está bien —dijo en voz baja—. Entiendo. Voy a ponerme a cerrar todo hasta que consigan a alguien.
Una noche, después de ir a escuchar a Blaise, que había ido a reemplazar a alguien a último momento en un festival al aire libre en Bayfront Park, en el centro de Miami, Elsie y Olivia caminaban hacia el estacionamiento cuando Olivia anunció que quería encontrar a un hombre que estuviera dispuesto a volver con ella a Haití.
—¿Tienes que enamorarte o puede ser cualquiera? —había preguntado Elsie.
Olivia arrastraba las palabras después de una tarde entera tomando cerveza.
—Cualquiera con dinero —dijo.
—Pero querida, ¿se puede vivir sin amor? —había contestado Blaise, con una efusividad que Elsie nunca le había oído antes, salvo cuando estaba en el escenario y trataba de seducir a las mujeres del auditorio con sus insinuaciones públicas («Pareces una piña colada, nena. ¿Me das un sorbito?»). Cosas muy cursis e inofensivas, a menudo medio cómicas, a las que Elsie estaba acostumbrada y que a veces la hacían reír.
—Ah, yo puedo vivir sin amor —había dicho Olivia— pero no puedo vivir sin dinero. No puedo vivir sin mi país. Estoy cansada de estar en este país. Este país te hace hacer cosas malas.
Elsie supuso que Olivia seguía pensando en lo que había pasado en uno de los turnos rotativos que cumplían las dos con un paciente atendido a domicilio a tiempo completo, un hombre de ochenta años cuyo hijo, un hombre blanco de mediana edad, agente de préstamos en un banco, había puesto de costado al padre, que estaba senil, en presencia de ellas, mientras hacían el cambio de turno, y lo había golpeado con la palma de la mano varias veces en el trasero arrugado.
—A ver si a ti te gusta —había dicho.
Cuando Olivia llamó a la supervisora desde el celular, apenas si había podido encontrar las palabras para explicar lo que acababa de ver. Después del concierto, para distraer a Olivia de sus pensamientos sobre pacientes maltratados, y quizá para distraerse y no pensar en la posibilidad de perder a Olivia, los tres habían vuelto al departamento de Blaise y Elsie y habían liquidado una botella de Rhum Barbancourt cinco estrellas. En algún momento de las primeras horas de la mañana, sin que nadie lo pidiera ni lo dirigiese, habían caído juntos en la cama; intercambiaron palabras desordenadas, besos prolongados y caricias cuyo origen no les interesaba averiguar. Ya no estaban seguros de cómo llamarse. ¿Qué eran exactamente? ¿Un trío? ¿Un ménage à trois? No. Dosas. Eran dosas. Los tres deshermanados, desamparados, juntos en su soledad.
Cuando se despertaron, cerca del mediodía del día siguiente, Olivia se había ido.
Blaise volvió a llamar temprano la mañana siguiente. Elsie todavía estaba en la cama pero se preparaba para dejar a Gaspard definitivamente. Gaspard y su hija dormían y, fuera del zumbido del compresor de oxígeno, la casa estaba en silencio.
—No tendría que haber dejado que se fuera —susurró Blaise antes de que Elsie atinara a saludarlo.
Cuando Blaise tenía la banda, a veces pasaba días sin dormir para poder ensayar. Para cuando llegaba la presentación, estaba tan tenso que la voz le salía robótica y mecánica, como si la hubieran purgado de toda emoción. Así sonaba ahora mientras Elsie trataba de seguir lo que estaba diciendo.
—Ya no nos llevábamos bien —murmuró lanzando las palabras aceleradamente—. Nos íbamos a separar. Por eso recogió sus cosas y se fue. Y por eso yo estoy…
La luz del pasillo se encendió. Elsie oyó que se arrastraban un par de pies. Se acercó una sombra por el piso de roble. Mona abrió la puerta corrediza de la habitación de Elsie y echó un vistazo mientras se frotaba el puño apretado contra los ojos para terminar de despabilarse.
—¿Está todo bien?