Le corrieron lágrimas por la cara, lágrimas que no pudo detener. No quería que fuesen lágrimas de alegría, pero algunas lo eran. Ahora su patria parecía más segura. Sus padres y su hermano, con los que había vuelto a hablar con más regularidad, parecían correr menos peligro de secuestro. Así y todo, siguió derramando lágrimas. También lágrimas de furia. Porque le habían robado un dinero que le había llevado años ahorrar, y por ver que su sueño de tener casa propia desaparecía junto con los hijos que ella y Blaise no tendrían nunca. Se sintió más sola ahora que antes de conocer a Blaise y a Olivia, más sola que cuando acababa de llegar a ese país y tenía una sola amiga.
Dédé no le quitaba los ojos de encima. Estaban más llenos de preocupación que de deseo. Las lágrimas de Elsie se convirtieron en sollozos; después, en quejidos; luego surgió una nueva fantasía de venganza. Ahora deseaba poder arrasar el bar de Dédé, incendiar todo hasta los cimientos. Metió la mano en la cartera, sacó la tarjeta de San Valentín que todavía llevaba encima y la rompió en pedazos. Los pedazos volaron como plumas cuando los arrojó hacia arriba, pero cuando cayeron, fue como recibir una golpiza de piedras y esquirlas de vidrio sobre el cuerpo.
—Te llevo a casa —dijo Dédé, y cuando ella se quiso acordar, estaba hecha un ovillo en el asiento de atrás del auto, el mismo Toyota negro que él tenía desde hacía años. De alguna manera, se las había arreglado para que ella le diera su dirección.
—Vives sola —lo oyó decir.
—Cuando no trabajo cama adentro —dijo ella.
El resto del tiempo, le habló dentro de su cabeza, sin que le salieran palabras de la boca, que estaba medio llena de vómito. Sí: estaba viviendo sola, en un monoambiente de North Miami, detrás de la casa principal de una pareja de ancianos jamaiquinos. Muchas veces le dejaban invitaciones a cenar con ellos, pero ella se la pasaba trabajando y no estaba casi nunca. Tenía la impresión de que la pareja era amigable con ella porque le tenían lástima, porque parecía que no tenía a nadie. Ella se resistía. Ya no quería hacer más amigos.
Cuando llegaron a la casa, le dio sus llaves a Dédé, que, mientras la mantenía erguida con una mano, trataba de abrir la angosta puerta metálica del monoambiente. Sobre la puerta había un cartel autoadhesivo del tamaño de un plato, con forma de señal de pare y con la silueta de un hombre con una diana en el medio del pecho. Arriba del contorno de cabeza y torso, decía Nada de lo que hay dentro vale una vida. Del otro lado de la puerta había un cartel del mismo tipo, pero tenía tachadas a mano las palabras nada y de, y arriba habían escrito todo lo, así que el autoadhesivo modificado decía Todo lo que hay dentro vale una vida. Al lado había otro cartel en blanco y negro que decía Si roba, hay bala.
Se había encontrado los carteles cuando se mudó. Antes de ella, le habían alquilado el departamento por poco tiempo a un joven que cada vez tenía más problemas, hasta que la pareja le tuvo que pedir que se fuera. O eso es lo que le habían contado. Habían querido quitar los autoadhesivos y volver a pintar el departamento, pero Elsie necesitaba mudarse de inmediato y les dijo que no se molestaran. A lo mejor, el cartel de la puerta le proporcionaría una protección más contra los intrusos, pensó.
Ahora los carteles parecían proclamar algunas verdades más profundas. De repente, esa única habitación era su todo. Era su mundo entero.
—No me voy a morir ahí dentro, ¿no? —preguntó Dédé—. No hay nadie con un fizi,1 ¿cierto?
Ella trató de alzar las manos para hacer un gesto que lo despreocupara pero no las pudo sincronizar a tiempo. Él abrió la puerta y entró, de todas formas. Todavía la tenía entre los brazos cuando ella fue a los tumbos hasta el baño y vació la boca y el estómago en el inodoro. Cuando él la llevó hasta una de las dos camas que estaban del lado opuesto a la puerta, ella sintió que volaba, no de la manera buena, sino como cuando una va cayendo en el aire y tiene terror de estrellarse.
Recostada sobre un lado, en su propia cama, entraba y salía de una neblina en la que la esperaban Olivia y Blaise, como habían esperado la noche en que los tres durmieron juntos. Esa noche, había realizado actos y había dicho cosas que ya no podía recordar en detalle. ¿Les había dado permiso para que estuvieran juntos? A lo mejor por eso la habían abandonado.
Hundió los dedos en las sábanas y trató de abrir los ojos para pelear contra esa imagen brumosa de los tres, pero particularmente contra esa imagen en la que ella les decía que se marchasen y estuviesen juntos, porque era evidente que era lo que querían. Ahora ella era la que sobraba.
Sintió que un paño húmedo se le posaba con suavidad sobre la frente. Dédé le había preparado una compresa y susurraba palabras tranquilizadoras en el aire que flotaba sobre su cabeza. No lograba distinguir la mayoría de las palabras, pero después de una larga pausa, él dijo:
—Estás en casa.
Ella asintió.
—Sí, estoy en casa —balbuceó.
—¿Me quedo? —preguntó él.
Hacer que él se quedase la tranquilizaría, incluso si solo permaneciera sentado en el suelo, del otro lado de la habitación, y la mirase dormir. Pero, de todas maneras, ella se despertaría por la mañana agobiada por lo que había perdido.
—Puedes irte —dijo, ahora que sentía más confianza en sí misma por el hecho de poder hablar.
—¿Segura? —preguntó él mientras le acariciaba las mejillas. Con el dedo húmedo, le fue tallando un arroyo cálido en la piel, un arroyo que a ella le empapaba todo el cuerpo—. Ojalá te hubiera conocido yo primero —dijo, mientras ampliaba el círculo que, con el dedo, le iba dibujando en la cara—. Ojalá te hubiera visto yo primero. Ojalá te hubiera conocido yo primero. Ojalá te hubiera querido yo primero.
—Pareces una de esas canciones estúpidas que cantaba él. —Tartamudeando, se abrió paso con las palabras; dudaba de si a él le resultarían graciosas o insultantes.
—Sí que eran estúpidas esas canciones. —Él soltó una risita y se puso las manos sobre la boca como si quisiera suprimir una risa más profunda—. El tipo estaba arruinando una música que era un tesoro y ni siquiera se daba cuenta. O no le importaba.
—¿Por qué lo tolerabas? —preguntó ella.
—¿Y tú? —devolvió él.
—Tenía sus encantos —dijo ella. Y era cierto. Uno de ellos era que se ponía muy conversador antes del sexo. Para él, los juegos previos consistían en hablar. Le pedía a ella que le contara qué había hecho durante el día. Quería saber de los pacientes, de las dificultades que le causaban, de sus sueños, como si todo aquello lo ayudara a expandir o a reinventar a la persona con la que estaba haciendo el amor.
—Yo lo toleraba porque era mi amigo —dijo él—. Era como un hermano.
—¿Así que todavía te cae un poquito bien? —preguntó ella.
—Solo la gente que te importa te puede lastimar como nos lastimó él a nosotros —dijo él mientras se acariciaba la barba, que ahora era mucho más espesa. El mechón gris que tenía cerca de la frente también se había ensanchado.
—La gente a la que quieres —dijo ella.
No se había dado cuenta de que le quedaban todas esas palabras dentro, y nada menos que para Dédé. Él era el que estaba sacándole esas palabras con tirabuzón. Él hacía que quisiese hablar.
—¿Por qué lo ayudabas tanto? —preguntó.
—Tenemos la misma edad —dijo él—. Nuestros padres eran mecánicos los dos, en Limbé. Yo sabía que él no quería vivir esa vida. Y ahora parece que tampoco quiere vivir la vida de un músico.
—Tampoco quería mi tipo de vida —dijo ella.
—Al