Todo lo que hay dentro. Edwidge Danticat. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edwidge Danticat
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874178619
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Por su experiencia en el trabajo con personas débiles y enfermas, había aprendido que la enfermedad que se ignora es la que mata, así que hizo todo lo posible por que todo estuviese a la vista.

      Cuando Blaise le pedía que invitara a Olivia a sus presentaciones, ella lo complacía porque disfrutaba de la compañía de Olivia fuera del trabajo. Y cuando él dejó la banda y no cantó más en lo de Dédé, los tres empezaron a salir a hacer las compras o a ver una película, e incluso a ir juntos a la misa del domingo por la mañana, en la Iglesia Católica de Notre Dame de Little Haiti. Pronto fueron como un trío de hermanos, y Olivia era la dosa, la última, nacida después de los mellizos; la hija que sobraba.

      —Perdón por no haberte llamado en tanto tiempo. —Ahora, Blaise hablaba como si estuvieran conversando porque sí, con el tipo de charla indolente de alcoba que Elsie había disfrutado tanto durante sus cinco años de matrimonio—. No pensé que quisieras saber de mí.

      No hablamos en más de seis meses, para ser precisos, pensó ella, pero dijo:

      —Así son las cosas en los divorcios rápidos, ¿non?

      Quería que él dijera algo más sobre Olivia. Era lento para administrar noticias. Le había llevado meses informarle a Elsie que la dejaba por ella. Habría sido más fácil de aceptar si él hubiese soltado todo de una vez. Entonces ella no habría dedicado tanto tiempo a repasar cada momento que habían pasado juntos los tres, ni a preguntarse si se habían guiñado el ojo a sus espaldas en misa o si se habían sonreído con malicia con ella recostada sobre el pasto entre los dos después de sus salidas de sábado para ir a verlo jugar al fútbol, con Dédé y algunos de sus otros amigos en Morningside Park.

      —¿Alguna noticia? —preguntó ella, con la intención de acortar la charla.

      —Me llamaron directamente. —Tragó con dificultad. Los oídos de Elsie se habían acostumbrado a esa especie de trago forzado luego de trabajar con Gaspard y con otras personas como él—. Vòlè yo. —Los ladrones.

      —¿Cómo sonaban? —Quería saber todo lo que sabía él para formarse una imagen coherente en su propia cabeza, una sombra chinesca idéntica a la de él.

      —Como chicos, muchachos jóvenes. No los grabé —dijo con fastidio.

      —¿Les pediste hablar con ella?

      —No me dejaron —dijo él.

      —¿Insististe?

      —¿No te parece que sí? Deciden ellos, sabes.

      —Lo sé.

      —Parece como si no lo supieras.

      —Sí lo sé —concedió ella—. ¿Pero les dijiste que no les ibas a enviar dinero a menos que hablaras con ella? A lo mejor ya no la tienen. Tú mismo lo dijiste. Es de pelear. Podría haberse escapado.

      —¿No crees que pediría hablar con mi propia mujer? —gritó él.

      La manera en que escupió esto último la irritó. ¿Su mujer? ¿Su propia mujer? Nunca había sido el tipo de hombre que decía que una mujer era de él. Por lo menos no en voz alta. Quizás el fantasma de su carrera musical le hacía creer que cualquier mujer podía serlo. Tampoco le había gritado nunca a ella. Casi nunca se habían peleado; ninguno de los dos era de ventilar sus resentimientos e irritaciones ocultos. Lo odió por gritar. Los odió a los dos.

      —Perdón —dijo él y se tranquilizó—. No hablaron mucho. Me dijeron que me pusiera a planificar el funeral si no les mandaba por lo menos diez mil mañana por la tarde.

      En ese momento, Elsie oyó que la hija de Gaspard la llamaba desde la otra habitación:

      —Elsie, ¿puedes venir, por favor? —La voz de Mona estaba cargada del cansancio permanente que sufren los que tienen seres queridos muy enfermos.

      —Llámame después —le dijo a Blaise y colgó.

      Cuando Elsie llegó a la habitación de Gaspard, Mona estaba sentada en el borde de la cama con el mismo libro que venía leyendo el último tiempo apoyado sobre el regazo. Lo había estado leyendo cuando Elsie se escabulló con la intención de llenar el lavavajilla con los platos del almuerzo pero terminó por atender el llamado de Blaise.

      —Elsie —dijo Mona mientras su padre apretaba la cabeza contra las almohadas y la llevaba cada vez más atrás. Tenía los puños apretados en estoica agonía; los ojos, cerrados. La cara estaba transpirada y daba la impresión de haber estado tosiendo. Mona levantó la máscara de oxígeno, se la colocó a Gaspard sobre la nariz, y encendió el compresor, que había llegado esa mañana y que emitía un zumbido que a Elsie le hacía más difícil oír.

      —Discúlpame, Elsie —le dijo Mona en creole—. No estoy aquí todo el tiempo. No sé cómo trabajas habitualmente, pero me preocupa mucho que pases tanto tiempo con el teléfono.

      Elsie no le quería explicar por qué hablaba tanto por teléfono pero enseguida concluyó que tenía que decírselo. No solo porque pensaba que Mona tenía razón, que Gaspard merecía que le prestara más atención, sino también porque no tenía a nadie más a quien pedirle consejo. La única amiga en la que siempre había confiado, la que había estado con ella la noche en que conoció a Blaise, se había mudado a Atlanta. Así que les contó a Gaspard y a su hija por qué había estado atendiendo esas llamadas y por qué eran tan frecuentes, pero modificó algunos detalles cruciales. Como seguía avergonzada por los hechos concretos, les dijo que Olivia era su hermana y que Blaise era su cuñado.

      —Lo lamento, Elsie. —Mona se ablandó de inmediato. Gaspard abrió los ojos y extendió la mano hacia Elsie. Elsie le agarró los dedos como algunas veces en que lo ayudaba a ponerse de pie.

      —¿Quieres irte a tu casa? —preguntó Gaspard con la voz cada vez más ronca—. Podemos pedirle a la agencia que mande a otra persona.

      —Yo no sé qué pensará Elsie, papá —dijo Mona; parecía mucho más joven cuando hablaba creole— pero creo que lo mejor es trabajar. Pagar esos rescates a veces deja a la gente en la ruina.

      —Es mejor no esperar —dijo Gaspard, que seguía tratando de recuperar el aliento—. Cuanto menos tiempo pase tu hermana con esos malfetè, mejor va a estar.

      Gaspard volvió la cara hacia su hija para recibir la aprobación definitiva y Mona cedió y asintió con reticencia.

      —Si quieres salvar a tu hermana —dijo Gaspard con la voz cada vez más estrangulada— quizá tengas que hacer lo que te piden.

      —Tengo cinco mil en el banco —le dijo Elsie a Blaise cuando volvió a llamarla esa tarde. En realidad, tenía seis mil novecientos, pero no podía desprenderse de todos sus ahorros de una sola vez, por si surgía otra emergencia ya fuese en Haití o en Miami. Él ya sabía lo de los cinco mil. Era más o menos lo que había ahorrado cuando estaban juntos. Había tenido la esperanza de duplicar sus ahorros pero no había podido porque se había tenido que ir del departamento de los dos a un monoambiente en North Miami; además, ahora les mandaba dinero a sus padres una vez por mes y le pagaba la escuela a su hermano menor, que vivía en Les Cayes. Pero lo que Blaise le había estado tratando de decir, y lo que ella no había entendido hasta ahora, era que él necesitaba el dinero para salvarle la vida a Olivia.

      A veces, Elsie estaba segura de que podía deducir aproximadamente el momento en que Olivia y Blaise habían empezado a verse sin ella. Olivia comenzó a reunirse con otras auxiliares para trabajar en los hogares y a rechazar las invitaciones de Elsie de salir los tres como hasta entonces.

      La noche en que Blaise se fue del departamento para siempre, Olivia estaba frente a la ventana del primer piso donde vivía Elsie, en el asiento delantero de la camioneta roja de cuatro puertas de Blaise, en la que a menudo llevaba los parlantes y los instrumentos para las presentaciones. La camioneta estaba estacionada bajo un poste de luz y, casi todo el tiempo en que Elsie se quedó mirando por una rendija que había entre las cortinas del dormitorio, la cara de Olivia, con su forma de disco, estuvo inundada por una dura luz brillante. En algún momento,