Gaspard le había contado a Elsie que, algunos años antes, su esposa, la madre de Mona, se había divorciado de él y se había ido a vivir a Canadá, donde tenía parientes. Elsie sospechaba que Gaspard había compartido con ella esa confidencia para explicar por qué no tenía una esposa que ayudara a cuidarlo. Cuando su hija aparecía los viernes a la noche y se iba los sábados a la tarde, agregaba a menudo que Mona también tenía que visitar a la madre algunos de los fines de semana que no pasaba con él.
—No quiero que piense que Nana me abandona, como hacen tantos hijos que se olvidan de los padres que viven aquí —decía.
—Ahora ella está acá, mesye Gaspard —decía Elsie—. Eso es lo importante.
Salvo las de su hija, odiaba las visitas. No tenía pelos en la lengua cuando les decía a los que lo llamaban, especialmente clientes y contadores con los que había trabajado durante años como asesor fiscal y de servicios varios en su propio estudio, que no quería que ninguno lo viera así como estaba.
Por lo general, apenas Mona se despertaba, iba a la habitación de Gaspard. Para no cansarlo, no hablaban mucho, pero durante buena parte de la mañana ella se dedicaba a leer un libro o a mandar mensajes de texto con el celular.
Blaise llamó una vez más, a eso de la una de la tarde, en el momento en que Elsie preparaba una ensalada de palmitos y paltas que había pedido Gaspard. Antes se la preparaba su esposa, y él quería compartir ese plato con su hija, que esta vez se iba a quedar con él toda la semana.
—Creo que la lastimaron, Elsie —estaba diciendo Blaise. Hablaba de una forma embrollada y lenta, como si recién se despertara de un sueño profundo.
—¿Por qué piensas eso? —preguntó Elsie. Sin querer, deslizó el pulgar por el filo del cuchillo con el que estaba cortando los palmitos en rodajas. Se apretó el borde de la herida con los dientes; el sabor dulce de su propia sangre tardó en írsele de la lengua.
—No sé —dijo él— pero lo puedo sentir. Tú sabes que no se da por vencida así como así. Va a dar pelea.
La noche en que se conocieron Olivia y Blaise, Elsie la había llevado a ver Kajou, la banda de Blaise, que tocaba en el Dédé’s Night Club, en Little Haiti. El dueño del lugar era Luca Dédé, un haitiano que, al igual que Blaise, era del distrito norteño de Limbé. Luca Dédé, un amigo de la infancia de Blaise con mejor pasar, le había conseguido una visa para que fuese de gira por los clubes haitianos de Estados Unidos. Las presentaciones no habían funcionado y la carrera de Blaise nunca terminó de despegar, por eso de día tenía que aceptar los pocos trabajos en negro que le iban surgiendo.
Esa noche, Elsie se puso una blusa blanca lisa con una modesta falda negra hasta la rodilla, como si fuera a una oficina. Olivia se puso un vestido de cóctel con lentejuelas verdes que había comprado en una feria americana.
—Era lo más parecido que tenían a algo de fiesta —dijo Olivia cuando se encontró con Elsie en la entrada.
El club de Dédé no era un lugar muy de fiesta, sino una taberna de la colectividad con paredes de ladrillo a la vista y sillones viejos de cuero negro alrededor de las mesas dispersas frente a un escenario bajo que a veces también se usaba como pista de baile.
—No tenían, pero para esta noche yo quería un vestido rojo —agregó Olivia—. Quería fuego. Quería sangre.
—Necesitas un hombre —dijo Elsie.
—Correcto —dijo Olivia, y se inclinó hacia delante con sus tacos de diez centímetros para estamparle a Elsie un beso en la mejilla. Era la primera vez que Olivia la saludaba con un beso y no con uno de sus habituales toqueteos confianzudos. Habían salido a divertirse, lejos de su jaula cotidiana de enfermedad y muerte.
Varios hombres las miraron embobados esa noche, incluido Luca Dédé, que se la pasó acariciándose los espesos y nudosos mechones de la barba como si se estuviera calmando los nervios. A Dédé le estaban empezando a salir canas en una parte de la cabeza, cerca de la frente, lo que a cada rato atraía la atención de Elsie. Además, se dio cuenta de que él usaba casi siempre la misma ropa: camisa blanca y pantalones cortos color caqui.
Mientras se ocupaba del bar, como siempre, Dédé repartió guiños y tragos hacia donde estaban ellas hasta que le quedó claro que Olivia no tenía ningún interés en él. Olivia bailó con todos los hombres que se acercaron a la mesa y le tendieron la mano. Varios ponches de ron más tarde, durante el descanso de la banda y por un desafío de Elsie, Olivia subió al escenario, se paró junto a Blaise y, con afinación sorprendentemente perfecta, cantó el himno nacional haitiano. Recibió una ovación de pie. El público silbó y aulló, y Elsie no pudo evitar advertir que su esposo estaba entre los que festejaban con más fuerza.
—La voy a poner en la banda —gritó por el micrófono cuando Olivia se lo devolvió.
—Que sea la cantante principal —vociferó Dédé desde el bar—. Canta mejor que tú, mi amigo.
Elsie y Blaise se habían conocido con más tranquilidad en lo de Dédé cinco años antes. Elsie había ido al club con una vieja amiga de Haití, la directora de la agencia de auxiliares de enfermería que la había ayudado a conseguir la visa para entrar en Estados Unidos, la había aconsejado y orientado mientras preparaba los exámenes que le permitirían ejercer, la había contratado y la había alojado hasta que a Elsie le alcanzó el dinero para irse a vivir sola.
La primera vez que oyó cantar a Blaise con Kajou, no se llevó una buena impresión. Blaise maltrataba bastante su cuerpo, largo y flexible, arrastrándolo por todo el escenario; llevaba una de las camisas guayaberas y los pantalones sueltos que tanto le gustaban y cantaba una tras otra, junto con la banda, las mismas canciones de estilo efervescente, alentando a todo el mundo a levantar bien las manos. Más tarde le contó que había sido el aspecto indiferente, incluso desdeñoso, de Elsie lo que lo había atraído de ella.
—Parecías la única mujer del club a la que no podía conquistar —dijo mientras se acomodaba sobre la silla vacía que había junto a ella en el club de Dédé. Él nunca dejaba pasar un desafío.
—Conseguí un par de préstamos —anunció Blaise cuando la volvió a llamar otra vez, algunas horas más tarde. Tenía la voz quebrada y tartamudeaba, y Elsie se preguntó si había estado llorando—. Tengo cuatro mil quinientos —agregó—. ¿Piensas que aceptarán eso?
—¿Vas a mandar el dinero, así como así? —preguntó Elsie.
—Cuando tenga todo el dinero, lo voy a llevar yo mismo —dijo él.
—¿Y si te llevan a ti también? —Su propio grado de preocupación la impresionó. Se preguntó con egoísmo a quién llamarían si lo secuestraban a él. Al igual que Elsie, Blaise no tenía familia en Miami. Lo más cercano eran Dédé y los de la banda, que seguían enojados con él porque había disuelto el grupo por razones que se negaba a discutir con ella. Quizás por eso la había dejado por Olivia. Olivia habría insistido en saber qué había pasado exactamente con la banda y por qué. Quizás habría tratado de solucionarlo para que siguieran tocando juntos. Probablemente, Olivia creía, como Blaise, que él necesitaba dedicarle todo su tiempo a la música, que trabajar como guardacoches durante el día lo estaba demoliendo espiritualmente.
—¿Cómo sabes que no es una trampa para sacarte dinero? —preguntó Elsie.
—Algo anda mal —dijo él—. Nunca se iría tanto tiempo sin avisarme.
Poco