Todo lo que hay dentro. Edwidge Danticat. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edwidge Danticat
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874178619
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       Nacer es el primer exilio.

       Caminar por la tierra

       es una eterna diáspora.

      Cindy Jiménez-Vera

       Amamos porque es la única aventura verdadera.

      Nikki Giovanni

DOSAS

      Elsie estaba con Gaspard, el paciente con insuficiencia renal para el que trabajaba cama adentro, cuando llamó su ex marido para informarle que a su novia, Olivia, la habían secuestrado en Puerto Príncipe. Elsie acababa de darle una sopa de repollo a Gaspard cuando le sonó el celular. Gaspard estaba acostado en la cama con la cabeza acomodada cuidadosamente sobre dos almohadas y la cara, hinchada y picada de viruela, puesta en ángulo hacia el tragaluz de la habitación, lo cual le proporcionaba una vista oblicua del cocotero gigante que venía inclinándose desde hacía años sobre la casa junto al lago de su barrio de viviendas unifamiliares.

      Elsie apretó el teléfono entre la oreja izquierda y el hombro y, con la mano derecha, le limpió a Gaspard un pedacito de repollo que le había quedado en el mentón. Gaspard movió las dos manos como si dirigiera una orquesta, en un gesto que indicaba que no se fuera de la habitación pero que siguiera conversando. Elsie desplazó la atención de Gaspard al teléfono, se acercó el aparato a los labios y preguntó:

      —¿Ki lè?

      —Esta mañana. —Con la voz ronca y exhausta, Blaise, el ex marido, mezclaba las palabras. Su habitual tono cantarín, que Elsie atribuía al hecho de que fuera cantante de profesión, había desaparecido. Lo había reemplazado un susurro casi inaudible—. Estaba saliendo de la casa de la madre —continuó—. Dos hombres la agarraron, la metieron a empujones en un auto y se marcharon con ella.

      Elsie supuso que Blaise estaría sentado, o de pie, igual que ella, con el celular atrapado entre el largo cuello y los hombros estrechos, limpiándose las uñas. Las uñas limpias eran una de sus muchas obsesiones. Los dedos sucios lo volvían loco, razonaba ella, porque se había preparado para ser mecánico en Haití y no extrañaba en lo más mínimo tener perpetuamente sucios sus delicados dedos de guitarrista.

      —¿No fuiste a Haití con ella? —preguntó Elsie.

      —Tienes razón —contestó él mientras emitía algo que ella percibió como una exhalación interminable—. Tendría que haber estado con ella.

      Los ojos del paciente de Elsie vagaron hacia abajo, desde el techo, donde el cocotero en flor había salpicado el tragaluz con un puñado de semillas marrones. Gaspard había hecho de cuenta que no oía, pero ahora la miraba de frente. Cambiaba de posición, incómodo, pasando el peso del cuerpo de un lado de la cama al otro, y de vez en cuando hacía una pausa para recuperar el aliento.

      Gaspard cumplía sesenta y cinco años ese día, y antes del almuerzo le había pedido una botella de champán a su hija, un champán que no debía tomar, pero como había suplicado tanto, su hija había cedido, con la condición de que solo bebiera algunos sorbos. La hija, Mona, que tenía una década menos que los treinta y seis de Elsie, había venido desde Nueva York para visitar al padre en Miami Lakes. Había salido a conseguir el champán y ya había vuelto.

      —Elsie, necesito que cuelgues —dijo Mona mientras entraba en la habitación y colocaba tres copas de cristal sobre una mesa plegadiza que había junto a la cama.

      —Llámame pronto —le dijo Elsie a Blaise.

      Después de colgar, se acercó a la alta y delgaducha hija del enfermo. Las dos tenían más o menos la misma altura y el mismo talle, pero Elsie sentía que hubiera podido ser la madre de Mona. Quizá fuese por los muchos años que había dedicado a cuidar a otras personas. Era auxiliar de enfermería, aunque en ese trabajo en particular no había ninguna enfermera. Estaba ahí para mantener seguro y cómodo a Gaspard, para registrar sus signos vitales, darle de comer y acicalarlo, hacer algunas tareas domésticas livianas y, en general, hacerle compañía entre las dos sesiones de diálisis semanales, hasta que resolviera si iba a aceptar o no el riñón que le había ofrecido su hija. Mona ya estaba aprobada como donante, pero Gaspard todavía no se había decidido.

      Mona sirvió el champán, y Elsie la siguió atentamente con la mirada mientras le alcanzaba la copa a su padre.

      —À la vie —dijo Mona, y brindó por su padre—. Por la vida.

      Esa tarde, Blaise volvió a llamar para decirle a Elsie que la madre de Olivia había recibido noticias de los secuestradores. La madre había pedido hablar con Olivia, pero los captores se negaron a ponerla al teléfono.

      —Quieren cincuenta mil —dijo Blaise con una voz tan rápida y nasal que Elsie le tuvo que pedir que repitiera la cifra.

      —¿Estadounidenses? —preguntó, solo para estar segura.

      Se lo imaginó asintiendo con la cabeza ovoide mientras contestaba «Wi».

      —Claro que la madre no tiene ese dinero —dijo Blaise—. No son ricos. Todo el mundo dice que tendríamos que negociar. Podrían bajarlo a diez. Voy a tratar de que alguien me los preste.

      Ella deseó que fueran diez dólares; eso habría facilitado las cosas. Diez dólares y su vieja amiga y rival quedaría en libertad. Su ex marido dejaría de llamarla al trabajo. Pero, por supuesto, eran diez mil dólares estadounidenses.

      —Jesús, María y José —Elsie masculló una breve plegaria en voz baja—. Lo lamento —le dijo a Blaise.

      —Esto es un infierno. —Ahora sonaba demasiado calmo. Ella no se sorprendió. Las preocupaciones siempre moderaban a Blaise. Después de dejar la banda de konpa que había fundado y de la que había sido cantante, durante semanas no había hecho nada más que quedarse en casa y tocar la guitarra. Entonces también había estado excesivamente calmo.

      Olivia, ex amiga de Elsie, sabía ser atrayente. La piel de color castaño, el cabello espeso, recogido en un rodete fijado con gel: dentro de todo, Olivia era linda. Pero lo primero que había notado Elsie era su ambición. Olivia tenía dos años menos que ella y era mucho más extrovertida. Le gustaba tocarles el brazo, la espalda, o el hombro a los demás mientras hablaba, ya fueran pacientes, médicos, enfermeras u otras auxiliares de enfermería. Aparentemente, eso no le molestaba a nadie. Muy pronto no solo contaban con que ella los tocara y se alegraban de que lo hiciera, sino que lo deseaban fervientemente. Olivia era una de las auxiliares de enfermería con título más requeridas de la agencia de North Miami donde trabajaban las dos. Gracias a su dominio casi perfecto del inglés de manual, a menudo le asignaban los pacientes más ricos y menos conflictivos.

      Elsie y Olivia se habían conocido en un curso de actualización de una semana para cuidadores domiciliarios y, hacia el final del curso, se habían ido acercando la una a la otra. Cuando se daba la posibilidad, le pedían a la agencia que les asignara los mismos hogares, donde cuidaban principalmente a pacientes ancianos postrados. Por las noches, cuando sus protegidos ya estaban bien medicados y dormidos, ellas se quedaban despiertas charlando en voz baja, juzgando y condenando a los hijos y nietos de sus pacientes, cuyas imágenes aparecían enmarcadas cerca de los frascos de remedios, sobre las mesas de luz, pero cuyas voces casi nunca oían por teléfono y cuyas caras casi nunca veían en persona.

      A la mañana siguiente, Elsie ayudó a Gaspard a cambiarse el pijama por la ropa de gimnasia gris que usaba durante el día. Hubiese querido que él la dejara ayudarlo a dar una vuelta por los cuidados jardines del complejo, o que por lo menos le permitiese llevarlo a pasear en su silla de ruedas, pero él claramente prefería quedarse en casa, en la cama. Como todas las mañanas de los últimos días, susurró:

      —Elsie, mi flor, creo que hasta aquí llegué.

      Si comparaba con algunas mañanas en las que Gaspard descansaba incluso mientras hacía gárgaras, hoy lo veía relativamente estable. Sin embargo, se le estaba hinchando la cara, con lo cual los rasgos se le fundían de tal manera que la cabeza se empezaba a parecer