La regencia de las farmacias (…) no debe ser tolerada por más tiempo, pues a la sombra de éstas se permite ejercer una profesión científica a personas que no tienen sino un interés comercial. Afirma el informe que la frecuencia con que esa categoría de farmacéuticos flotantes, conocidos con el nombre de regentes, cambian de una farmacia a otra, es increíble, ejerciendo casi todos ellos actos de curanderismo.59
En la misma dirección, la difundida existencia de los regentes fue notada por el publicista genovés Ferdinando Resasco en su visita a la ciudad en 1889:
Justo es decir que en la República Argentina la fortuna tiene esos caprichos raros (…). Algunos desesperados, no sabiendo a qué Santo encomendarse, se hicieron mancebos de botica, y una vez adquirido un poco de crédito, abrieron oficinas de farmacia por su propia cuenta, sin poseer título de ninguna clase, y realizaron grandes fortunas por haber comprendido al público y conocido la localidad. Supe de otros que por haber establecido en Buenos Aires boticas con un capital llevado de Europa, y con otro capital mayor en títulos y en conocimientos profesionales, se arruinaron y acabaron muy desdichadamente, siendo criados y practicantes de sus mancebos. (Resasco, 1890: 403-404).
A los fines de introducir algún ordenamiento en esas asociaciones sospechosas, en abril de 1891 el Departamento Nacional de Higiene dispuso algunas medidas, entre ellas la obligación de que los contratos entre las partes fueran celebrados con la intervención de esa repartición sanitaria.60
La proliferación de falsificadores, puntos de venta ilegales y productos de composición dudosa puede hacer pensar, a primera vista, en una competencia desregulada o salvaje.61 Nada más lejos de la realidad. Incluso un aspecto como la publicidad estaba sometido a regulaciones que con el tiempo se tornaron más estrictas. En efecto, ya para el cambio de siglo fueron frecuentes las denuncias, formuladas muchas veces por los agentes o representantes de firmas internacionales, contra fabricantes o distribuidores que hacían imprimir propagandas que en su diseño, contenido o tipografía, emulaban las de productos de buena reputación.62
Resulta necesario comprender que el repetido señalamiento de esas infracciones es un síntoma de la existencia de controles ideados para regular infructuosamente un mercado denso y en constante expansión. Las propias autoridades no se cansaban, por su parte, de protestar por la insuficiencia de esos mecanismos de control. Podemos recordar, a tal propósito, la queja manifestada por el Departamento de Higiene en un informe publicado en 1896. Quedan allí en evidencia no solo la rotunda difusión y promoción de esas mercancías sospechosas, sino la vasta cantidad de actores sociales implicados en ese embrollado tráfico:
“Se analizan los vinos, se ha dicho, ¿por qué no se someten al mismo control los específicos que en inmensa cantidad existen? Creemos que si para el vino es necesario un examen, con más razón debe establecerse para las drogas” – De acuerdo con esa opinión, conviene a los mismos fabricantes de especialidades exigir ese requisito para evitar que los que sin conocimientos de ninguna clase lancen productos sin acción de ninguna clase cuando no nocivos [sic]. Ahí están los tranways, las paredes, los teatros, llenos de avisos de unas famosas píldoras hechas aquí, bautizadas con un apellido alemán, que no son otra cosa que aloes y harina, sin dosis fija, y que son preconizadas con certificados falsos contra todas las afecciones (…). Desgraciadamente en estos tiempos, ha adquirido el negocio de las especialidades un desarrollo exagerado a tal punto que puede decirse que no hay un farmacéutico que no tenga su vino, su elixir, su jarabe, sus polvos (hasta los médicos los tienen!), sus cachets, etc. (Anónimo, 1896: 15-16).63
No todos los creadores de esos sospechosos preparados o específicos se movían de espaldas a la ley. Muchos de ellos, deseosos quizá de promocionar con alguna libertad sus invenciones, cumplían con la obligación de dar aviso a las autoridades sanitarias sobre sus productos, sometiéndolos a un análisis químico.64 Lo hacían también con el objeto de poder colocar su mercancía en las farmacias habilitadas, pues la ley de 1877 establecía, en su artículo 21, que los farmacéuticos “responden de la buena calidad” de las drogas que expendan en sus locales (Coni, 1891: 249-250). Así, si algún día se lograse recabar el catálogo completo de los productos presentados ante la repartición de higiene, se tendrá una idea más clara no sólo del indomesticable universo de remedios que circulaban en la ciudad, sino también de la dispar identidad de sus promotores.
En mayo de 1891, Sud-América informaba que el Departamento de Higiene había recibido la más reciente creación del “Dr. Navá, el autor de la Perlarina, medicamento que lo mismo curaba un dolor de muelas que uno de tripas”.65 Este individuo había acercado “un frasco de otra nueva composición que denomina mitrina, en honor según parece del general Mitre. El nuevo medicamento, según Navá, cura las enfermedades del estómago, la parálisis, los callos y la calvicie”.66 Casi por las mismas fechas llegó al Departamento otra elaboración, el “Agua del Salvador”, para obtener su permiso de comercialización. El pedido fue efectuado por un médico extranjero de apellido Sorrentino, pero las autoridades sabían muy bien que ese profesional era una suerte de pantalla o portavoz del verdadero creador: el curandero y mistificador Hugo Salvador Baschieri, quien por esas fechas, y bajo el amparo de aquel doctor, explotaba un “consultorio nigromántico” en la calle Rodríguez Peña.67 En ese establecimiento, no sabemos si a resultas del consumo de aquella agua, “murieron dos o más [personas] por envenenamiento y varias otras causas”, lo cual motivó la intervención de la justicia.68
La existencia de productos que, además de ser falsificados, suponían un peligro para la salud no pertenecía sólo al terreno de la imaginación paranoica de los higienistas. Se trataba de una realidad cotidianamente verificada por los encargados del análisis químico de los objetos de consumo de los porteños. Si tomamos los resultados de las comprobaciones efectuadas en 1884, vemos que circulaban en la ciudad más vinos “malos peligrosos” que “buenos” o “regulares” (por ejemplo, durante el mes de mayo, el análisis arrojó como resultado 110 vinos malos peligrosos y ¡sólo 17 buenos!). Los números respecto de confituras, materias colorantes o café eran un poco mejores, pero de todas formas señalaban la prevalencia de falsificaciones que atentaban contra la salud (Arata, 1885).69
En síntesis, la comercialización de específicos contra afecciones nerviosas formó parte de la consolidación de ese mercado que, aun con sus desórdenes y tensiones, abastecía cotidianamente a esos porteños que para fines de siglo se habían habituado, movidos por la fuerza de las cosas, a amalgamar el cuidado de la salud con un ademán de (auto) consumo. Tal y como veremos, los boticarios no fueron los únicos en sacar provecho de esa fusión. Por lo pronto, conviene subrayar que el estudio de esa profusa circulación de remedios atañe, de un modo íntimo y en una medida difícil de sobreestimar, a la historia de la experiencia de la enfermedad en una ciudad cuyos habitantes tenían cotidianamente una relación fría y distante con la profesión médica. Más que la distancia, lo que marcaba el contacto con la medicina era la decepción; nunca viene de más repetir que durante el último cuarto del siglo XIX, y aun a pesar de los estrepitosos avances efectuados en bacteriología o en cirugía, la ciencia médica seguía siendo lo de siempre: una profesión que no curaba. Su arsenal terapéutico para las enfermedades más mortíferas y extendidas, como por ejemplo la tuberculosis, no era más efectivo que el hígado de bacalao. Una de las luminarias de esa ciencia había escrito en su tesis de