Un segundo ejemplo está dado por la medalla “electro-magneto-terapéutica” de Borsani, en cuya publicidad se apelaba sin medias tintas a un ideario religioso. Ese producto fue comercializado por un hipnotizador, José Borsani, que hacia 1890 tuvo algunos altercados con las autoridades sanitarias locales (Vallejo, 2017b). La medalla curaba “todas las enfermedades nerviosas”, y era acompañada, sin costo adicional, por un librito explicativo.31
A medida que nos acercamos al cambio de siglo, algunas tendencias en esta fauna publicitaria se tornan reconocibles. Por un lado, son cada vez más numerosos los productos que apuntan a desarreglos que aparecen definidos con un apego más claro al lenguaje de la medicina contemporánea. Por otro lado, se ve un avance en la calidad gráfica de los anuncios, sobre todo un protagonismo mayor de las ilustraciones. Valga como ejemplo la publicidad de la “Sirop” (o jarabe) de Follet, anunciado como remedio contra el insomnio producido por cualquier tipo de causa.
Más de un elemento del contenido visual apunta en la dirección señalada más arriba. El vestido de la mujer, así como su calzado y su peinado, indican claramente su pertenencia al sector acomodado. Otro tanto hace el sillón en que se recuesta, de madera ornamentada. La imagen, en tal sentido, parece jugar con el carácter equívoco de la escena presentada: antes que ilustrar el efecto sanador del remedio, opta por resaltar la posición deseable de su consumidora (elegante, adinerada). El mensaje icónico se inclina por ensalzar la condición envidiable de la mujer, antes que la naturaleza bienhechora del jarabe, y al hacerlo enaltece lo que se muestra como envés (en tanto que signo y no como consecuencia) de esa distinción: la neuralgia o la irritación nerviosa. Por otro lado, el aviso se muestra fiel a una recomendación que los publicistas hacen en el cambio de siglo: cada vez con mayor insistencia sugieren contextualizar los objetos o los hábitos a difundir. En vez de ofrecer la imagen de la botella o el piano a vender, es menester evocar su tenor deseable a través de un trayecto oblicuo, indirecto, visualizando una escena donde el objeto en sí mismo quede asociado a su ámbito natural de consumo (Szir & Félix-Didier, 2004). Siguiendo esa lógica, el sillón, el vestido y los bastidores son indicadores inconfundibles de que estamos en el interior de un hogar de clase media o alta. Así, el porte relajado de la mujer se debe menos a su cansancio que al goce de la tranquilidad del hogar. El insomnio queda así en un segundo plano.
Le Sirop de Follet queda delineado como una mercancía apetecible, no porque cure el insomnio, sino porque forma parte del hábito de consumo de quien se ha ganado ese derecho de distinción. A todo ello cabe quizá sumar una conjetura alternativa. Si el centro de la escena está ocupado por una figura humana −y por una figura que poco tiene que ver con la mortificante convulsión que habíamos recortado en una publicidad más vieja− y no por un producto, ello se debe a que para esa fecha (1895) lo nervioso ha ganado mayor derecho de ciudadanía. El neurótico ya tiene un rostro reconocible. Gracias a la confluencia de un mercado inquieto y de una medicina no menos imaginativa, existe ya el contorno de ese nuevo personaje, que puede buscar en los avisos impresos una imagen en que identificarse.
En síntesis, las dolencias nerviosas no tardaron en alimentar ese pujante mercado de productos curativos, gestionado en gran medida por firmas internacionales que importaban drogas y remedios desde Francia, Inglaterra y Alemania. Las farmacias, droguerías y boticas eran algunos de los puntos de distribución y venta de esas mercaderías. Si hemos de prestar su debida significación a la sostenida y abultada difusión de esos avisos publicitarios en todos los diarios de Buenos Aires, no podemos sino concluir que estamos frente a un circuito de venta exitoso. Los neuróticos porteños, los individuos que se sentían víctimas de esas dolencias nerviosas un tanto inmateriales, debilidades difusas, o simplemente de síntomas que poco tenían que ver con el vetusto y vergonzoso mundo de la locura, se lanzaban diariamente a esa feria de remedios y novedades.32
Mediante la compra de esas mercaderías, los porteños decaídos hacían mucho más que amontonar en sus botiquines sustancias de controvertible efectividad. Se daban a sí mismos la identidad que la medicina académica les denegaba. No es momento de zambullirnos en conjeturas contrafácticas, pero ¿dónde, si no en la seducción de esas publicidades, los neuróticos de Buenos Aires pudieron descubrir (y forjar) su verdadera condición, dado que los médicos locales apenas empezaban a escribir correctamente los nombres de esas afecciones en sus tesis a veces grandilocuentes? Esos avisos dieron a sus lectores la lección que ningún otro dispositivo cultural podía en aquel entonces reproducir; divulgaron, de modo obstinado y convincente, que lo nervioso era un territorio del auto-cuidado, siempre proclive a desarreglos y disfunciones. En un comienzo sancionaron que esa parcela era un rostro más de la debilidad orgánica, y en consecuencia debía ser revertida con productos reconstituyentes. Muy pronto acometieron una catalogación más pretenciosa, y dieron en deletrear afecciones que tenían el brillo de la moda. Autonomizaron el redil mórbido de lo nervioso mediante un mensaje que era asaz atractivo para su destinatario: el neurótico no sólo aprendió que su mal tenía un nombre, sino que merced al mismo gesto entendió que un simple consumo era su tramposa redención. De todas formas, lo más importante de todo esto es que jamás se lo confundía con el loco. El dispositivo de generación del neurótico tuvo el cuidado, desde el más temprano inicio, de colocar a sus criaturas a resguardo del estigma de la alienación. Cuanto más realimentaba su condición de comprador (artífice de un auto-consumo deliberado), más lo tranquilizaba respecto de su no pertenencia al universo del delirio.33
El enunciado de Sud-América ubicado como epígrafe de este capítulo decía en tono de sorna algo más que una ocurrencia divertida; lanzaba una verdad sobre la génesis cultural del neurótico. Dada la naturaleza endeble de la medicina nerviosa porteña, y ante la carencia de otros artefactos culturales que se mostraran capaces de alojar una demanda y una experiencia que una temprana globalización comercial ya había hecho arraigar, el neurótico estableció su diálogo generatriz con el mercado. Mucho antes de buscar su hábitat natural (que legitimara su rostro y le hablara en su propio lenguaje) en el diván, y bastante antes de que una medicina entre moral y tecnificada se mostrara a la altura de las circunstancias, a la experiencia neurótica le cupo ser el corolario quejumbroso de un mercado. Quien estuvo dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias el estudio de la neurosis halló más tarde que esa experiencia tenía siempre algo de interminable; nadie puede poner en duda esa verdad, pero a condición de agregar que ella afecta más al dispositivo que le dio vida, el mercado, que a la propia experiencia patológica.
Boticas, regentes y falsificadores
La sostenida proliferación de avisos de productos sanitarios en la prensa gráfica indica sin ambages la buena salud de ese mercado. Y dado que éste, según nuestro entender, fue uno de los artífices esenciales de una novedosa experiencia subjetiva y patológica, conviene atender a las lógicas que regían el desenvolvimiento de esa cultura comercial. Para empezar, cabe recordar algo ya señalado por otros autores: desde 1870 crece de modo acelerado el número de farmacias en la ciudad, y al mismo tiempo distintos actores sociales (médicos, comerciantes y químicos) deciden invertir en ese rubro que computan como lucrativo (González Leandri, 1999: 156-160). Por otra parte, la pujanza de ese negocio, así como las frecuentes noticias sobre clausuras de farmacias ilegales, hacen presumir que en Buenos Aires se dio el mismo proceso que en otras ciudades: esas mercaderías eran vendidas en una extensa variedad de puntos (“oficinas” de adivinas, cantinas, almacenes, consultorios médicos) que quedaban por fuera de los legalmente habilitados (farmacias registradas) (Correa, 2016; Palma, 2016).