Una década antes, en su temprana tesis acerca de la hipocondría, Francisco Mendioros hacía una observación similar. A pesar de que el autor interpretaba la polifarmacia −esto es, el hábito de atiborrar a los pacientes con todo tipo de remedios− como un indicador nefasto de la falta de conocimientos firmes sobre la enfermedad, confesaba que: “el enfermo quiere ser tratado de su mal, y para esto quiere remedios, es pues esencial prescribirle aun cuando no fuese más que para satisfacer su imaginación” (Mendioros, 1880: 52-53).
Ni Marcus ni Mendioros tenían forma de saber que aquello que tomaron por un capricho de los enfermos, y al mismo tiempo por una pecaminosa condescendencia de los diplomados, era el reflejo locuaz de una sedimentación generatriz. Por un lado, si los neuróticos no estaban dispuestos a abandonar el gabinete de los profesionales sin una receta en la mano, ello tenía una explicación histórica muy sencilla: el lenguaje de los productos de consumo había sido el responsable de su bautismo en la trama cultural; el neurótico había llegado a ser lo que era gracias a un dispositivo de promoción del auto-consumo, y poner en entredicho esa alienación constituyente era anular toda posibilidad de un lenguaje compartido. Por otro lado, al plegarse a los engranajes de esa comercialización, los médicos no buscaban otra cosa que empujar hacia su propia cantera una experiencia que se había forjado casi sin su mediación.
Incluso en las salas de los hospitales los diplomados concedían el estatuto de remedio a objetos de consumo que estaban muy próximos a los específicos.48 Tal y como denunciaron los propios farmacéuticos, los médicos prescribían y recomendaban a mansalva esas mercancías de composición dudosa, y de esa forma ayudaban a mantener vivo un circuito de consumo en el que todos salían ganando: los médicos resguardaban su prestigio y clientela, las farmacias seguían siendo locales concurridos, y los importadores y droguerías pagaban el favor financiando, merced a sus avisos, las revistas profesionales. Nadie iba a andar preocupándose de que ese tipo de propagandas estuvieran prohibidas por una vieja ordenanza sancionada en abril de 1882 por el Departamento de Higiene, la cual condenaba y castigaba las publicidades de remedios “específicos” que incluyeran mención a las enfermedades en que debían ser empleados.49
A resultas de esos convenios, se producían a nivel visual contigüidades y composiciones que no tienen nada que envidiar a esos “encuentros fortuitos” preconizados por el surrealismo. Por ejemplo, una informada reseña del hallazgo de Wilhelm Röntgen, ilustrada con una prolija litografía del busto del científico alemán, quedaba casi opacada por las grandes publicidades que llenan la página derecha: el “Vino Nourry”, el “mejor medio de administrar el Yodo” para el linfatismo, la anemia y las enfermedades pulmonares, o el “Licor del Dr. Laville” para la gota y el reumatismo.50
Un motivo adicional por el cual las farmacias solían quedar bajo la lupa de los guardianes del orden higiénico, concernía a un mal hábito que mostraban tanto farmacéuticos como médicos diplomados. Infringiendo una prohibición explícitamente contemplada en la ley de 1877, esos dos agentes sanitarios solían establecer asociaciones mutuamente provechosas.51 Estamos ante un pecado que retorna una y otra vez. Ya en una resolución del Departamento de Higiene de mayo de 1882 se denunciaba:
(...) que en la actualidad sucede en Buenos Aires con frecuencia que los médicos abren gabinete de consultas en la misma oficina de la farmacia o al lado, donde a título de asistencia gratuita atraen gran número de enfermos, a los que recetan de modo que no puedan ser despachados sino en la misma farmacia o farmacia vecina, donde lo son a precios muy elevados para partir los beneficios entre médicos y farmacéuticos.52
En septiembre de 1879, la redacción de la Revista Médico-Quirúrgica afirmaba que no había “botica que no tenga oficialmente establecido un consultorio médico”;53 unos años más tarde, Emilio Coni sostuvo que a resultas de esas asociaciones prohibidas, “esos establecimientos son verdaderas minas para sus dueños” (Coni, 1885: 277). En su novela más célebre, publicada en 1884, Antonio Argerich describió con ironía ese hábito en el capítulo acerca de la amistad que unía a D. Isidro, el dueño de una botica, y el Dr. Catay, un médico mujeriego y fanfarrón. De este último personaje, la narración agregaba que “concurría a la botica para encontrar enfermos de ocasión” (Argerich, 1884: 87).
Esas relaciones ilegales podían tomar diversas formas, que una normativa del Departamento Nacional de Higiene de julio de 1890 se encargaba de detallar y condenar: desde el liso y llano “establecimiento de consultorios médicos en las oficinas de farmacia” (advertidos con chapas y letreros colocados en la puerta de estas últimas), hasta el más sutil artilugio de diseñar vías de comunicación que unieran por el interior un consultorio y una farmacia contigua (Departamento Nacional de Higiene, 1890b: 9-12; Barbieri, 1905: 717). La modalidad más extendida de esa infracción consistía, por supuesto, en el deshonroso ademán de los médicos que aconsejaban o exigían a sus pacientes la compra de los remedios en tal o cual establecimiento farmacéutico.54 Al aplaudir aquella última ordenanza del Departamento de Higiene, la Sociedad Nacional de Farmacia lamentó que fuera “casi moneda corriente el que la farmacia tuviera su respectivo consultorio, bien dentro de ella, bien en la casa más inmediata”.55 La prensa general se hizo eco, de tanto en tanto, de quejas a propósito de ese reiterado delito. Por ejemplo, una nota publicada en El Diario en abril de 1891 responsabilizaba ante todo a los falsos médicos extranjeros de esa infracción. En sintonía con un prejuicio muy extendido en la opinión pública, según el cual se multiplicaban en la ciudad inmigrantes que poseían diplomas falsificados, el artículo advertía que la llegada de “miles de honorables seudo-diplomados médicos, que nos llegaban con el fin honesto di far l’América”, era tan solo la antesala de “asociaciones de médicos y boticarios (…) que se hospedan en una misma casa, y del estudio del médico a la oficina del farmacéutico es pasado el cliente”.56
Otro motivo de queja de las autoridades sanitarias tenía que ver con la extendida existencia de los regentes. Con ese rótulo se nombraba a los farmacéuticos que, al menos en los papeles, estaban al frente de farmacias de las que no eran dueños. Según la queja de la elite farmacéutica, esos profesionales prestaban su firma a cambio de un honorario, y en realidad no participaban de ninguna de las actividades de la casa comercial, y en ocasiones ni siquiera vivían en la misma ciudad.57 Cabe agregar, de todos modos, que ya a comienzos de 1870, cuando el tema generó un encendido debate, había quedado en evidencia que no todos los miembros de la corporación farmacéutica miraban con malos ojos la existencia de las regencias (González Leandri, 1999: 162-163). A pesar de que una normativa del Consejo de Higiene de 1871 había pretendido ordenar el papel de esos actores sociales, y a pesar de que su status era reconocido por la ley de ejercicio de la medicina de 1877 (artículo 20), algunos sospechaban que la regencia era muchas veces un artilugio usado por un individuo no diplomado (por ejemplo un curandero) que, escudándose en el título de su regente, podía llevar adelante su negocio de expendio de remedios ilegítimos.58
En un informe elaborado en marzo de 1890 por el doctor Patricio Martínez Rufino a pedido del Departamento Nacional de Higiene, se dejaba