A la inversa, las propias farmacias, según testimonian algunas crónicas, podían funcionar casi como almacenes de ramos generales y clubes sociales. Refiriéndose a la década de 1870, Daniel Cranwell afirma:
Por aquellos tiempos de gentes sencillas y modestas, la farmacia era el sitio preferido de reunión. Se discutía política; se jugaba algún partido amistoso de naipes; se gustaban los refrescos a base de orchata y los aperitivos a base de tinturas; se conversaba sobre las novedades de los teatros y las comadrerías sociales eran comentadas con fruición. (Cranwell, 1939: 23).
Dos décadas más tarde, la recién inaugurada Farmacia Franco-Inglesa vio en esa posibilidad de vender productos de otros rubros una exitosa estrategia de mercado; en su salón de ventas se alineaban diversos “aparatos (…) de indudable atracción en su época: la famosa gallina que ponía huevos con caramelos, el negro que brindaba sabrosos chocolates, el vaporizador mecánico de perfumes” (Anónimo, 1942: 13).36 No se trata de un fenómeno que afectara sólo a los comercios de productos farmacéuticos o higiénicos. A resultas de un mercado cuyo ritmo de expansión fue más acelerado que su posibilidad de sectorizarse en rubros diferenciados, era frecuente que un mismo local de un género cualquiera sirviera de punto de despacho de una infinita variedad de mercancías. El Censo de la ciudad de 1887 incluía al respecto una queja furibunda:
En ninguna plaza comercial del mundo podrá ser más difícil la clasificación por ramos de las casas de negocio que la formen, que en la plaza de Buenos Aires. En primer lugar, en nuestro mercado, son raras excepciones, las casas que se consagran a negociar con una sola clase de artículos y sus verdaderos anexos, y, por el contrario, numerosos son los establecimientos que abarcan y reúnen ramos de comercio de bien distinta clase y género. Muchas casas introductoras venden al mismo tiempo al por mayor y en detalle los artículos que introducen directamente de las plazas extranjeras, y los artículos que introducen pertenecen a todas las clases que produce la industria humana.
(…) Es muy general en Buenos Aires, ver perfumerías en las cuales se expenden, por cascos y cajones, vinos y licores finos, así como trajes confeccionados en el extranjero, y mil objetos diversos de fantasía.37
El descontento era también para con las farmacias autorizadas, pues ellas expendían sin receta una gran cantidad de medicamentos y preparados, funcionando de esa manera como centros donde se ejercía ilegalmente el arte de curar.38 No faltaron incluso denuncias contra farmacéuticos que, cual curanderos inescrupulosos, revisaban, auscultaban y atendían a los enfermos.39
Ese desarrollo mercantil de la profesión farmacéutica fue objeto de una dura autocrítica, confeccionada desde los foros más eruditos o académicos de la farmacia porteña. Las páginas de la Revista Farmacéutica sirvieron para lanzar una reiterada condena contra ese hábito de transformar las farmacias en un “bazar de expendio de panaceas comerciales, y en negocio de competencias rastreras”.40 Esa campaña se materializó, por ejemplo, en la advertencia sobre la necesidad de prescindir del añejado término botica para designar a la oficina de farmacia; tal y como se encargaba de puntualizar Estanislao Zubieta en 1888, la botica constituía sólo una de las tres secciones de toda farmacia: aquella en donde el encargado del despacho tenía contacto con el público. Las otras dos (la rebotica, donde se preparaban las recetas, y el laboratorio) eran en verdad las más significativas, pues eran los indicadores de que la profesión había dejado atrás su vieja rusticidad.41
Resulta entendible esa queja, pues desde hacía mucho tiempo un sector de los farmacéuticos sostenía una batalla por lograr el reconocimiento del status científico de su profesión, y por prestigiar la embrionaria industria local, azotada por la continua invasión de esas “especialidades” extranjeras. Estas últimas mercancías colocaban a la profesión farmacéutica en una posición paradójica. Al tiempo que significaban un porcentaje significativo de las ventas o las ganancias de los locales, atentaban contra los intereses de muchos actores del gremio, sobre todo de su elite académica (deseosa de realzar el tenor científico de su quehacer) y de los empresarios capaces de solventar la fabricación de sus propios “preparados” (González Leandri, 1999: 157). Tal y como afirmamos más arriba, carecemos de recuentos exactos del volumen de mercaderías importadas en este sector comercial. Varios elementos indican, de todas maneras, que hacia fines de siglo, la comercialización de esos productos foráneos constituía una parte esencial de la actividad de las farmacias porteñas. Así, en plena crisis de 1890, los redactores de la Revista Farmacéutica ofrecieron una enumeración de los factores que explicaban el fuerte impacto del crack económico en su profesión, y entre ellos figuraba: “su carácter esencialmente comercial, motivado a que además de no existir en el país los elementos e industrias que dan a este gremio el carácter nacional, estriba su principal ramo de explotación en preparados y especialidades extranjeras”.42
Ya en 1887 la misma revista tildaba al tráfico de específicos de “verdadera plaga”, compuesta por productos que “en su mayor parte no contienen nada de la base o principio activo que deben contener según el anuncio de la etiqueta que los acompaña”.43 Sabemos que se trata de una batalla perdida de antemano: todavía en 1929, en una de sus Aguafuertes, Roberto Arlt sentenciaba que “la profesión ha sido muerta por el específico”.44 Unos años más tarde, en 1935, Fernández Verano interpretaba como el máximo peligro sanitario
(...) la multitud de pretendidos “específicos”, que llena las estanterías y depósitos de las boticas, cuyos avisos ocupan gran parte de los periódicos de toda clase, que cubre con carteles y “affiches” de propaganda los muros de las calles e invade hasta los mismos hogares con volantes y folletos. (Fernández Verano, 1935: 13).
En 1891 el Departamento Nacional de Higiene encargó al químico Nicolás Levalle un análisis de los específicos; según Sud-América, comprobó que no poseían “ni un adarme de las materias que dicen tener”.45 Dos años más tarde, un examen metódico de algunas sustancias muy populares en el tratamiento de trastornos digestivos, las pepsinas y papaínas comerciales, fue llevado a cabo por Miguel Puiggari (1893). Los resultados eran demoledores. Del análisis de 115 pepsinas de distintas marcas, se comprobó que sólo 9 eran buenas en cuanto a su poder de acción. El examen de las papaínas arrojó resultados aun peores:
Nada hay tan variado, como los caracteres físicos y químicos que presentan las papaínas que circulan en el comercio. (…) Estas variedades deben preocuparnos algún tanto, por la duda que llevan al espíritu, respecto de la bondad de un producto que debiendo ser destinado al mismo objeto, se le encuentra bajo diversos aspectos; sin embargo, debo confesarlo, aquella duda y esta preocupación disminuyen de grado, al observar, que estudiando su poder peptonizante en los ensayos fisiológicos por la digestión artificial, se obtienen resultados completamente negativos de todos ellos. Y a pesar de todo, éstas son las papaínas usadas entre nosotros, y las mismas tal vez que se emplean en todas partes, haciéndose de ellas un inmenso consumo, y que dado su elevado precio, representa una suma considerable puesta al servicio de enfermos que pretendieron quizá recuperar con ella su salud, y que sólo han perdido su tiempo. (Puiggari, 1893: 87-88).
Los voceros de los intereses farmacéuticos responsabilizaron