Muchas de estas publicidades guardaban silencio acerca de la composición de los productos lanzados al mercado. Otras pocas, en cambio, daban un esquivo detalle de su fórmula activa. El “elixir antinervioso polibromurado Dr. Baudry” reunía “en perfecta combinación” drogas que eran muy utilizadas por esos años por los médicos en sus abordajes de las patologías nerviosas: bromuro de potasio, de sodio y de amonio. Este elixir en particular prometía la curación o el alivio del insomnio, la jaqueca, la agitación nocturna, “el histérico”, el baile de San Vito y las convulsiones infantiles; convenía, por último, “a las señoras que padecen de espasmos, vapores y ataques de nervios”.17 No todas las sustancias provenían de Francia. Algunas eran de origen inglés, como las “Beecham’s Pills”. Por otro lado, la toma en consideración de la circulación de esta última mercadería en el mercado porteño sirve para efectuar un señalamiento que puede ser extensivo a otros productos. La emergencia de lo “nervioso” como parcela de un mercado de bienes de consumo no se tradujo en la inmediata irrupción de drogas que se aplicasen exclusivamente a esa nueva esfera. En algunas ocasiones, a los remedios que eran vendidos para enfermedades más tradicionales o para condiciones que no respetaban la progresiva sectorización de los sistemas orgánicos de la medicina, se les quiso agregar mágicamente un poder anti-nervioso. Es lo que comprobamos en esas píldoras de Beecham. Además de remediar las pústulas en la piel o el escorbuto, “refrescar la sangre, rechazar las calenturas y prevenir las inflamaciones en los climas cálidos”, eran provechosas asimismo “para los desórdenes biliosos y nerviosos” como jaquecas, vértigos, sofocaciones, “rojeces súbitas”, pesadillas y “todas las demás sensaciones nerviosas y temblorosas”.18
Otro ejemplo ilustrativo está dado por el “Hierro del Dr. Girard”, entre cuyas indicaciones estaban la histeria, la clorosis, la anemia, el empobrecimiento de la sangre, la constipación y los dolores de estómago.19 Las “Píldoras tocológicas del Dr. Bolet” (fabricadas en Nueva York y distribuidas en Buenos Aires por la farmacia de Otto Recke, según rezaba su anuncio) eran el “remedio infalible” para el histerismo, los “catarros uterinos”, los “malos embarazos” o los tumores de ovario.20 Por su parte, el “Sirop du Dr. Forget” era anunciado como un antídoto contra “resfriados, insomnios y enfermedades nerviosas”.21
Algo similar puede ser señalado quizá respecto de los “Cigarrillos Espic”. Además de “calmar el sistema nervioso”, eran recomendados contra el asma, la tos, las constipaciones y las neuralgias.22
Para el caso de las enfermedades nerviosas podemos hacer valer asimismo la distinción entre avisos como los recién recuperados, que iban dirigidos a condiciones singulares, y algunos otros que no renunciaban a una confusa mescolanza. Entre estos últimos cabe colocar a las “cápsulas Thévenot”, compuestas de antipirina, bromuro de alcanfor, bromuro de potasa y éter; según el aviso que se imprimió en esos años, esas cápsulas servían de remedio contra “enfermedades nerviosas de toda clase”.23 Para “todos los afectos nerviosos”, y para las jaquecas y calambres de estómago, iban destinadas también las “píldoras antineurálgicas del Dr. Cronier”.24
Para mediados de la década de 1890 una entidad diagnóstica invade los avisos de específicos; conquista esas propagandas más rápidamente que las páginas eruditas de los doctores. Nos referimos a la neurastenia (o la neurosis a secas). Estamos ante una entidad que llegó para quedarse, pues los productos para atacar ese mal abundarán en el mercado sanitario durante largas décadas. En el capítulo cuatro abordaremos las figuraciones que acerca de esa condición circularon en la medicina local a fines de siglo. Anticipemos meramente que ella tenía la virtud de recuperar y resignificar las clásicas representaciones del debilitamiento, aunándolas a modelos y lenguajes que insistían en el carácter perjudicial de la vida moderna (el aceleramiento del tiempo, el desgaste por sobre-estimulación, etc.).
En el cierre del siglo XIX los flamantes neurasténicos de Buenos Aires tuvieron al alcance de la mano múltiples remedios para su mal. En muchos casos debieron consolarse con píldoras que servían para todo, pues a los tradicionales “tónicos” o reconstituyentes se les atribuyó, de un día para otro, virtudes anti-nerviosas. Las páginas de La Semana Médica supieron ser una inmejorable vidriera de esas novedades del mercado. Allí se anunció la “Contradolina”, un innovador “antineurótico”, que además estaba indicado contra el reumatismo, la gota, la gripe, la fiebre tifoidea y la fiebre amarilla.25 O el “Fosfato Vital de Jacquemaire”, en solución inyectable, útil para la neurastenia, la tisis y las enfermedades de los niños.26 Encontramos también la versátil “Cerebrina”, que en su versión “bromada y yodada” servía para combatir la neurastenia, la neurosis y las neuralgias rebeldes.27 Las sílabas “neuro” aparecían en los rótulos de los productos más diversos, incluso en los que incluían sólo tangencialmente las enfermedades nerviosas en el largo listado de las dolencias a revertir: el “Hemoneurol Cognet”, que amén de la neurastenia, curaba la tuberculosis y las afecciones de los huesos;28 o el reconstituyente “Neuroiodina Tegami” que, al igual que muchas sustancias de esos años, era promocionado como un excelente reemplazo para los “repugnantes y desagradables” aceites de hígado de bacalao;29 el “Neurosine Prunier”, en cambio, apuntaba más directamente a los desequilibrios nerviosos.30
No todos los productos ofertados para sanar vagas condiciones nerviosas se amoldaban al hábito del consumo de sustancias (por vía oral o mediante inyecciones). Si bien su difusión fue más marginal antes del cambio de siglo, en los años que nos ocupan circularon asimismo implementos o artefactos de auto-consumo ligados al universo del magnetismo o la electricidad. Reaprovechando fantasías y representaciones que atribuían a pilas, imanes o mercancías electrificadas un poder curativo inmaterial, distintos actores sociales, en muchos casos magnetizadores no-diplomados, pusieron a la venta objetos portátiles y accesibles: medallas imantadas, cinturones eléctricos o plantillas magnetizadas. En un contexto en el que, tal y como veremos en el capítulo que sigue, los propios médicos promocionaban abiertamente las virtudes bienhechoras de los magnetos, la electro-terapia o las máquinas vibratorias, sus competidores lanzaron al mercado objetos que tenían la ventaja de poder ser llevados en las prendas de vestir, y que podían ser utilizados sin la costosa mediación de los galenos (Correa, 2014b). Algunos de estos objetos prescindían incluso de toda referencia técnica a su presunto mecanismo eléctrico −en sus publicidades no había información sobre el tamaño o potencia de la “pila” o del inductor de energía−, y apelaban más bien a un imaginario cuasi religioso o pagano, acostumbrado a los amuletos o talismanes. Tenemos, como primer ejemplo, un collar cuyo nombre buscaba