Era, en rigor, una invasión a los ecosistemas cubanos —no sólo contra su conservación, sino también contra su disfrute— con búfalos asoladores y peces exterminadores en un monte en el que el mejor observador de todos los cubanos, José Martí, lo más peligroso que vio —en un lúcido deslumbre de 19 días— fueron unos camaleones cantores y, a fin de cuentas, se equivocó, pues estaba probado científicamente que esos animales son incapaces de emitir sonidos.
Una penetración que pasaba por ocupación y acabó siendo plaga, ante lo cual se había paralizado la proverbial capacidad de los cubanos para reírse de todo.
Olvidadas quedaron la creatividad y la gracia de los primeros tiempos de la inacabable crisis económica que siguió al desmoronamiento del bloque comunista internacional en 1989, cuando, a falta de los tintes de pelo profesionales que antes venían desde la Unión Soviética, una muchacha morena de Camagüey inventó un mejunje de tantas yerbas y pócimas que la receta se le extravió en los meandros de la memoria y terminó siendo rubia oxigenada para siempre.
O las aventuras de los trabajadores del zoológico capitalino, quienes le salvaron la vida a la elefanta Tana después de que, de un día para otro, dejaron de aterrizar en La Habana los numerosos aviones que arribaban a toda hora procedentes de África y en los cuales siempre había espacio para transportar las variedades de yerbas, hojas, frutas, corteza y plantas acuáticas que comían allá los elefantes. Tana se convirtió en el primer paquidermo de la historia de la zoología en alimentarse de tortilla de huevo: un trabajador se disfrazaba de planta africana y, cuando la elefanta se lo iba a comer, otro trabajador aprovechaba, en un diestro movimiento de baloncestista, y le encestaba en la boca abierta una torta del tamaño de una rueda de coche.
García Márquez pensó en escribir un libro sobre aquellas pequeñas cosas que constituían las grandes hazañas o tragicomedias de la vida cotidiana en la isla, pero consideró que sería una incorrección política para su compromiso militante con la Cuba comunista, a la que solía disfrutar con delirio en los viajes que hacía desde su casa de la calle Fuego 144 en el Pedregal de San Ángel, una colonia de gente muy rica construida sobre piedra volcánica en el sur de la ciudad de México.
Pero ahora nada había de comedia y, en cambio, sí mucho de tragedia. Eran, aquéllos, los días de la claria y la hora del búfalo, un tiempo lúgubre y desdichado en el que uno llegaba a casa y abría La peste y leía una y otra vez que “la estupidez insiste siempre”. Y hacía del libro de Camus una almohada y se acostaba atormentado por ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud.
La justicia de la Revolución
Silvio Rodríguez conducía su jeep azul de modelo reciente con rumbo a una recepción que ofrecía Fidel Castro en el Palacio de la Revolución, cuando, diez minutos después de haber salido de su mansión de colores pasteles, en el exclusivo reparto habanero de Siboney, un policía de tránsito le impuso una multa por manejar a exceso de velocidad.
El agente era un blanconazo aindiado, emigrado a la capital desde la empobrecida zona oriental del país que, además de haber sido la cuna de las guerras de independencia contra España y de la revolución de 1959, era mirada como tierra de gente de pocas luces por parte de los habaneros, quienes siempre se habían creído el ombligo del mundo.
Había un chiste en La Habana sobre un policía oriental que estaba apostado frente al Acuario de 1ª y 60, en Miramar, y registraba su posición por radio a la jefatura: “Aquí, capitán, reportándome desde el zoológico de los pescaos”.
Silvio Rodríguez tomó la infracción y siguió para Palacio, donde Fidel Castro lo acogió con el cariño que solía prodigarle a quien, además de ser el cantante favorito del sistema, se desempeñaba como fiel diputado que nunca votaba en contra, o siquiera se abstenía, en las discusiones de la Asamblea Nacional en las que se decidían condenas de 20 años de prisión a amigos suyos de juventud que habían escogido la disidencia, como el poeta Raúl Rivero.
El autor de El necio gustaba de contar la anécdota como un ejemplo de la justicia de la Revolución: “Un policía me multa y Fidel me abraza”. Pero sólo se trataba de una distracción de Silvio Rodríguez porque, en lo absoluto, aquello tenía algo qué ver con la justicia de la Revolución. Existían, en cambio, ejemplos que sí lo eran, como el del segunda base de los Industriales, Rey Vicente Anglada, el pelotero más espectacular de Cuba a finales de los años 70 y principios de los 80 y que, de manera abrupta, como se desploma un helicóptero sobre un conjunto de edificios, fue expulsado del deporte, borrado de los libros de récords y encarcelado durante dos años y ocho meses por vender partidos dentro de una presunta red de apuestas clandestinas.
Una noche de enero de 1982, minutos antes de que a las ocho y treinta arrancara una velada del campeonato nacional Playa Girón de boxeo, un comentarista deportivo de voz impostada y que usaba bastones para caminar, leyó una lista de 17 peloteros que habían sido sancionados por registrar una actitud antideportiva: “Jorge Beltrán Lafferté, Rey Vicente Anglada Ferrer…”.
Yo estaba sentado frente al televisor, en la salita de la casa de una sola habitación en la que vivíamos entonces mis padres y sus cuatro hijos frente al estadio de Pinar del Río, y fui incapaz de seguir escuchando, porque el hecho de que Anglada no pudiera jugar pelota significaba la muerte de uno de los más grandes regocijos de mi adolescencia: verlo llegar al cajón de bateo, apoyarse el bate a la cadera, sacarse del bolsillo de atrás del pantalón una guantilla y ponérsela en la mano izquierda, meterse por dentro de la camisola una cadena de oro que llevaba al cuello y observar por unos instantes la posición de los jugadores de cuadro.
El júbilo era, para mí, aquel rito de Anglada. Yo tenía 18 años y la decepción por el fin de su carrera como pelotero me duró hasta los 45, porque jamás volví a disfrutar un juego de pelota hasta que una tarde de domingo, en la ciudad de México, agarré una banderita cubana que tenía colgada de un palillo de dientes en mi librero y me fui con mi hijo Santino al partido Cuba-Sudáfrica de una eliminatoria del Clásico Mundial que se jugó en el estadio del Foro Sol. Ganó Cuba 14-2 y, ya cuando nos íbamos, Santino, que en ese tiempo tenía seis años, me tomó una fotografía con la banderita, que es la foto de autor de mi libro Cuba, Cuba.
Anglada fue encarcelado en la flor de su talento, a los 29 años de edad. Cuando salió del talego trabajó como chofer en la empresa Tecnitiendas y después encontró una oportunidad como entrenador de niños en el estadio que estaba frente a la antigua fábrica de la Coca-Cola, en el municipio habanero de El Cerro.
Hasta allí lo fui a ver una mañana del invierno de 1990. Mi amigo Aurelio Prieto, quien después se convirtió en el mejor cronista deportivo de la televisión cubana, sabía de mi antigua idolatría por Anglada y consiguió una grabadora prestada, una Sanyo japonesa, y me llevó para que lo entrevistara. Un tipo que iba con Aurelio, un mulato que tenía puesto un collarín ortopédico, tomó las fotos con una prehistórica cámara Praktica Reflex de 35 mm., hecha en la Alemania comunista.
Anglada lucía una camisa hawaiana azul, de dibujos oscu- ros, a las que en Cuba se les conocía como “manhattan”. Estaba dolido porque sus alumnos, de la categoría 11-12 años, habían clasificado para los Juegos Escolares Nacionales, pero a él le impidieron acompañarlos, pues el gobierno lo consideraba un mal ejemplo para la niñez y la juventud.
Nos contó que, poco tiempo después de salir de la cárcel, una noche fue a ver un juego de los Industriales al estadio Latinoamericano de La Habana, teatro de sus grandes atrapadas y robos de base. Iba con un amigo al que apodaban El Gordo. Un aficionado lo reconoció entre el público y empezó a aplaudir. Otro lo imitó. Y otro más… hasta que el aplauso de 60 mil personas se convirtió en una ovación.