Lo sepultaron en el camposanto de Candelaria en una ceremonia multitudinaria, cuyo único antecedente entre los ídolos populares cubanos eran las exequias de Benny Moré, en Santa Isabel de Las Lajas el 20 de febrero de 1963. A Polo lo despidió un coro de jóvenes declamando un poema escrito por un héroe del comunismo. Al Benny, un rito de sus hermanos de la religión afrocubana de Palo Monte: entre un suceso y otro, la ideología revolucionaria había aprendido a no dejar escapar oportunidades para promoverse.
Justamente por ello llamaba la atención que, siete años des- pués, la tumba de Polo Montañez permaneciera desatendida. Tenía un techito a dos aguas sostenido por cuatro columnas despintadas. Sobre la plancha de la bóveda había una descolorida flor de plástico y cuatro jardineras de letras gruesas, jorobadas a veces, erectas otras, como escritas a la carrera, todas con dedicatorias de “tu familia y tu pueblo”. Una, de mármol y en forma de libro, decía: “El último rincón donde me esconda debe de ser un lugar bien oculto, donde nadie sepa de mi llanto”, que era una estrofa de su tema “La última canción”.
El administrador del camposanto afirmaba que “la familia visita muy poco aquello y la gente de Cultura sólo lo hace en las fecha de muerte y ya con mucha menos motivación que antes”. Resultaba sorprendente el desinterés oficial, pues el sistema cubano solía ser generoso con el recuerdo de sus muertos, no sólo con bustos y ceremonias luctuosas de los héroes revolucionarios como el Che Guevara o Celia Sánchez, sino también con intelectuales y artistas afines, como Nicolás Guillén o Compay Segundo.
Raúl Castro, quien había encargado que sus restos fueran cremados, mandó construir su propia tumba en un pedrusco de 130 toneladas, asentado en la cima de una elevación en la Sierra Cristal, a 70 kilómetros de Santiago de Cuba, y donde estaban depositadas las cenizas de su esposa, Vilma Espín desde el 23 de junio de 2007.
El monolito, adornado con flores naturales y rodeado de palmeras, había sido trasladado desde la Gran Piedra, una montaña de mil 225 metros de altura y distante a un centenar de kilómetros. El nicho del presidente cubano tenía inscrito su nombre con letras de bronce verde oliva.
Allí también se encontraban soterradas las cenizas del comunista español Antonio Gades, muy amigo en vida del presidente cubano y un coreógrafo relevante. Su losa estaba diseñada como una palma trunca y se levantaba sobre un tablado hecho con piedras traídas de su natal Valencia, frente a una réplica en mármol de sus zapatillas de baile.
Poco antes de morir, en julio de 2004, Gades legó por escrito sus restos “a mi compadre Raúl Castro”, quien los colocó junto a su peñasco el 27 de marzo de 2005. En el lugar también descansan los despojos del jefe de espías Manuel Piñeiro, quien por instrucciones de Fidel Castro había exportado la Revolución a América Latina durante los años sesentas y setentas.
* * *
En cambio, las autoridades y el pueblo cubanos mantenían la última morada de los cantantes pinareños Pedro Junco y Polo Montañez en una desolación injusta, un deterioro irresponsable y una indolencia injustificada, pese a que ambos habían muerto en su tierra, lo cual constituía, para los cánones del sistema comunista, un mérito patriótico inapelable.
Eran tumbas olvidadas, aun cuando, en el caso de Polo Montañez, el mismo Fidel Castro le había demostrado estima: “La amarguísima noticia de ese genio popular que murió en un accidente, ¿quién no ha sentido un dolor profundo? Me refiero a Polo Montañez ¿Alguno de ustedes no sufrió el dolor? ¿Y por qué? Un descuido en una carretera, alguien que parqueó sin luz, un irresponsable cualquiera que a lo mejor se tomó una cerveza”. También mandó un ramo de rosas al velatorio.
Ya nadie le lleva flores a Polo Montañez. Una de las últimas que lo acompañó fue un capullo cerrado de gladiolo, olvidado en el asiento trasero de su Hyundai el día del accidente, cuando el coche, con el techo recogido hacia atrás, arrugado como un papel y formando un amasijo de lata, fue trasladado a la estación policial del pueblo de Caimito. Una semana más tarde, un especialista estaba realizando algunas pruebas periciales en el auto siniestrado, cuando algo llamó poderosamente su curiosidad en el asiento de atrás. El capullo de gladiolo había abierto.
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